A lo largo de la Historia hay momentos en los que la misericordia de Dios reluce con un candor que nos encanta; en otros, sin embargo, irradia su cólera majestuosa… ¿Cuál es el sentido de esa alternancia?
Si en día hermoso nos adentramos en bosques cuya vegetación no está muy copada y miramos al suelo veremos sombras y luces.
En cierto momento un chorro de claridad, que ha conseguido abrirse camino en medio del follaje, ilumina intensamente una piedra, un insecto, una hoja seca, los cuales se vuelven preciosos porque sobre ellos ha caído ese haz luminoso. En medio de un archipiélago de luces, no obstante, se forma una tracería de sombras a veces tan profundas que aún se ve algo del musgo de la noche en pleno mediodía. El sol está en su auge, pero las hojas impiden la entrada de sus rayos.
El suelo del bosque aparece lleno de colorido y percibimos que en ello existe una ordenación, un sentido, una razón. Pero si no miramos hacia arriba, no descubriremos cuál es.
También en la Historia es así. Quien no conoce el ramaje de lo alto, jamás sabrá explicar los dibujos de abajo.
Alternancia entre castigo y bondad
Al analizar la acción de Dios en la Historia nos damos cuenta de que hay magníficas alternaciones de misericordia y de santa cólera; y ambas nos encantan. ¿Cuál es el sentido de esa alternancia? ¿Podemos captar el punto de vista desde el cual se distribuyen la cólera y la indignación o saber cuándo nos estamos acercando a éstas o a la misericordia?
En este valle de lágrimas, estando en el apogeo de la misericordia se nos puede plantear una asombrosa indagación: «¿Cuánto tiempo durará? ¿Hasta cuándo esa bondad seguirá mis pasos, tolerando mis infidelidades?».
Y en la cúspide de la prueba puede despuntar en nosotros una pregunta llena de esperanza: «¿Hasta dónde irá esta prueba? ¿No va a venir enseguida el día de la misericordia? Quién sabe si al doblar la esquina, al pasar una página de un libro, al rezar la siguiente cuenta del Rosario, al recibir la comunión de hoy, no se presentará el momento de la misericordia…». A veces, la misericordia llega sin hora señalada: no percibimos que se acerca y, de repente, nos sentimos inundados por ella. Y todo a nuestro alrededor se vuelve suave.
¿Cómo coger el hilo del asunto de modo que estemos fuera del ovillo de la justicia y dentro de la maraña de la misericordia? ¿Cómo descifrar esto a nuestros pobres ojos de mortales?
Acariciado por Dios en la brisa de la tarde
La clave del enigma está en algo más profundo. Figurémonos las bellezas del paraíso terrenal. Podemos imaginar lo que la naturaleza paradisíaca tenía de embriagador, de recto, de apropiado a erguir y elevar al auge todas las inocencias.
Por otra parte, existía el paraíso interno del hombre. Su alma inocente, al pasear por el Edén, entraba en comunicación con todo cuanto era santo, bueno, verdadero y bello.
Por la tarde soplaba la brisa y Dios iba a conversar con Adán. Tanto como nuestra inteligencia humana limitada por el pecado original puede entrever, o bien Él se manifestaba a Adán directamente —pero socorriéndolo, mísera criatura en las manos del Creador, para que no desfalleciera—, o bien, por el contrario, sin mostrarse lo ayudaba a considerar todas las cosas: algún pobre rubí tirado en el suelo, un pájaro de oro, un águila que parecía hecha de esmalte, un colibrí más delicado y dulce que todos los colibrís de la tierra.
Adán miraba todo aquello encantado y el Creador le soplaba al oído: «Este ser me explica de esta manera; aquel, de tal otra». Y Dios, cuya ciencia es infinita, penetraba hasta el fondo de su alma, veía sus reacciones, las amaba y las producía, una tras otra, con la complacencia con la que un artista talla una piedra y va componiendo una joya. El Altísimo formaba así la mentalidad de Adán, el primer hombre, en el cual estaba contenido todo el género humano. Podemos imaginarnos muy bien la ternura de Dios para con él.
Sin embargo, hubo un momento arcano en el que lo admirable cambió de color y pasó de luminoso a misterioso. Y, si acaso esto se puede decir de Dios, éste se apartó de su obra maestra, se distanció y dejó a Adán solo.
El Creador da paso al Juez
El Creador permitió entonces que el demonio, ente inmundo, leproso, execrable, infame, penetrara en el paraíso simulando ser una serpiente y tentara a Adán y a Eva.
Es seguro que en el momento de la tentación Dios continuó ayudándolos y les dio una protección incluso generosa, pero no tan grande hasta el punto de impedirles que pecaran. Para usar una imagen propia a esta tierra, les concedió todas las «antitoxinas», aunque permitió que el «animal tóxico» les mordiera.
En ese instante, se diría que las caricias cesaron y el Juez entró en escena. De repente una distancia infinita se hizo sentir entre Dios y los dos; el drama comienza a desarrollarse.
Hasta la víspera, en la hora de la brisa de la tarde el Creador tomaba el alma de Adán y, por así decirlo, la besaba, estimulaba. En aquel día, la mira sin manifestar complacencia; está juzgando: «¿Quién es este y cómo actuará contra mí? Llegó el momento en que le voy a pedir cuentas de todo lo que le he dado».
Sin desaparecer de la escena y actuando todavía, la misericordia quedó a un lado. En el otro, el furor empieza a armarse bajo la forma de una simple expectativa: «¿Qué va a salir de este hombre?».
La misericordia se condensa en justicia
A medida que el hombre va cediendo, toda la misericordia que se le ha dispensado se levanta ante Dios y clama justicia: «Te he dado esto, he hecho esto otro, te he enseñado, explicado, acariciado, en tal día y en tal otro. Ahora quiero saber qué provecho sacas de todo eso. Entra en mi presencia y actúa. Ha llegado el momento de que pagues lo que recibiste. Más aún, por lo mucho que te he dado, te exijo poco; pero lo poco que te reclamo tiene este corolario: ¡quiero todo lo que estoy reivindicando!».
A cierta altura, la misericordia se condensa en justicia. Y Dios, porque ha sido misericordioso más allá de la justicia, pasa a ser justo sin misericordia: «¡Ahora voy a sentenciar!».
La cólera acumulada cae de golpe en el momento en que el primer hombre consuma el pecado. Aunque parezca estar loco es, de hecho, plenamente responsable. Adán, que conversaba con Dios, fue tentado y le prestó atención al demonio… ¡Llega el juicio! Cometida la falta, ¡la justicia no se retrasa ni un instante! Casi podría decirse que a medida que el pecado va hinchiendo a Adán, la justicia va entrando en él.
Empieza a sentir perturbación, inseguridad, malestar. Eva también. ¡Ambos están quebrados, destrozados! Y el pecado se extiende como una sombra sobre todos los que descenderán de ellos, es decir, el género humano hasta el fin de los tiempos.
Todo queda alcanzado por una cólera tan terrible que Dios Padre —cuyo plan, según afirman algunos teólogos, era que el Verbo se encarnara para la alegría de la naturaleza humana y gloria de la Creación, independientemente del pecado— somete a su propio Hijo al tormento de la Pasión y la muerte de cruz, para reparar aquella falta.
Dios le pide a su Hijo que derrame toda su sangre
Hubo después milenios y milenios de misericordia, intercalados de manifestaciones de justicia. Basta pensar en estos dos grandes actos de justicia: la expulsión de Adán y Eva del paraíso y la exigencia de la sangre de Cristo para redimir al género humano.
Una gota de sangre infinitamente preciosa de Nuestro Señor daría para rescatar al género humano. No obstante, el Padre quiso que Jesús la derramara por completo; y de tal modo que cuando no quedaba sino una mezcla de agua y sangre en su sagrado cuerpo viene el centurión Longino y lo traspasa con una lanza, alcanzando enseguida el corazón, el símbolo del amor. ¡Hasta ahí llega el golpe asestado por los hombres! Y aún salió una especie de linfa, que es la última gota redentora.
Se podría decir: «¡A fin de cuentas, está todo pagado!». Tendría mérito para estarlo; y para ello habría bastado la circuncisión. Pero si el Niño Jesús se hubiera herido en un rosal, igualmente una gota de su sangre preciosa habría rescatado al género humano y aplacado la cólera de Dios. Aunque Él quiso más.
A pesar de que la Redención obrada por Nuestro Señor Jesucristo tuvo un mérito infinito, Dios quiso que hubiera una confianza-redentora: Nuestra Señora, que era inmaculada, sufrió con confianza todos los dolores, todos los tormentos, para ayudar a redimir al género humano. Pero todavía hay más. En la Misa el sacrificio de la cruz se renueva para la humanidad ya rescatada y así continuará siendo hasta el fin del mundo.
Ante estas consideraciones podríamos preguntarnos: ¿qué tamaño tiene la cólera divina? Por así decirlo, nos hace perder el habla… Sin embargo, cabría acrecentar aún: ¿y el de su misericordia? En efecto, Dios mantiene su designio. Sujeta a todos los hombres al pecado original, pero exime de él a la Santísima Virgen para poder salvarlos. Vemos cómo la misericordia se explaya a perder de vista; y también la justicia.
Nuestro entendimiento se queda abismado cuando mira hacia la misericordia y lo mismo ocurre cuando considera la justicia. Exclamamos: «Pero, Señor, ¡tanta misericordia!». Y enseguida: «Pero, Señor, ¡tanta justicia!». Esto es porque somos muy pequeños. Deberíamos, en realidad, decir: «¡Señor, qué infinito sois en vuestra misericordia e infinito en vuestra justicia!».
La misericordia de Dios para con Adán y Eva
Adán y Eva pasan a la tierra y entonces comienza la historia de los hombres. Sucede el episodio del fratricidio de Abel por Caín y todo lo demás. Eva ve a su hijo asesinado por otro hijo suyo. No conocía la muerte y empieza conociéndola ante el rostro de su hijo predilecto.
Después, ¡viene una misericordia abrumadora! Mueren en estado de santidad, con virtud heroica. ¡Pueden ser llamados San Adán y Santa Eva! Pero esperarán en el limbo cerca de cinco mil años, hasta que llegue el Salvador. Esperar cinco días… ¡qué terrible! A menudo, esperar cinco minutos es un horror. ¿Podemos imaginar qué significan cinco mil años de espera?
Finalmente, el limbo es recorrido por un estremecimiento, todos sienten que el Salvador vendrá. Aún antes de la Resurrección el alma de Nuestro Señor Jesucristo entra allí. Y, una vez más, contemplan la muerte: «Entonces el Salvador está sujeto a la ley de la muerte…». Aparece radiante y les explica: «He tenido que morir para salvaros».
Percibimos, pues, las olas de la justicia y las olas de la misericordia en el alto mar de los designios de Dios. No tenemos idea, por así decirlo, de la violencia de esas alternativas. Podemos imaginar a Adán y Eva, los cuales se sabían perdonados, exclamar de modo desgarrador: «¡Hasta entonces!… ¡Hasta entonces!…».
¡Jesús resucita! Y cuando el Redentor sube al Cielo, los lleva consigo. Al entrar en la mansión celestial para gozar de la felicidad eterna, Adán y Eva son venerados hasta por los ángeles: «¡Estos son los padres del género humano, los antepasados de Nuestro Señor!».
Todo eso comenzó en el paraíso terrenal, con la entrada de la serpiente. Comprendemos, por tanto, la vastedad del panorama y cómo Dios es más grande que nosotros.
En la hora del castigo, basta no romper con la Virgen
¿Y Nuestra Señora?
Con Ella viene a nosotros el lumen de la esperanza. El amor materno es el símbolo más sensible del amor de Dios. Más que el propio amor paterno.
Ahora bien, mientras el hijo no rompe enteramente con su madre, no efectúa una de esas rupturas que quitan toda esperanza, la madre conserva cualquier idea preconcebida por su hijo. Aunque tenemos —¡lamentablemente!— infidelidades, gracias a Nuestra Señora no rompemos con Ella. María Santísima ha tomado por nosotros toda clase de partido, realizado arreglos, bondades e industrias. De modo que podemos esperar.
¡Ay de quienes rompen con Ella! Porque el castigo será peor que el merecido por la ruptura con el Padre. Dice la Sagrada Escritura: «La bendición del padre afianza la casa del hijo; pero la maldición de una madre la destruye desde sus cimientos» (Eclo 3, 11). ◊
Extraído, con adaptaciones,
de la revista «Dr. Plinio». São Paulo.
Año XIV. N.º 154 (ene, 2011); pp. 24-27.
Estimados Sacerdotes Caballeros de la Virgen María, mucho agradezco su revista digital, realmente es un deleite la lectura de toda ella. lo único que me falta es tiempo, me pasaría leyendo todas un y otra vez. Me encantaron todos los temas que leí, todos ellos me animan cada día en la fé, siempre les cuento a mis estudiantes las historias para niños de las revistas y también la las que cuenta la hermanita en youtube. Muchas gracias por su sacrificada labor. Dios les pague.
con cariño
pauli
muy buenas enceñanzas gracias