La vida de esta santa abadesa nos invita a adoptar una actitud de agradecimiento ante el afecto divino que desciende sobre nosotros. Al no encontrar obstáculos de nuestra parte, el Padre celestial hará que su gloria se vea en nuestras almas.

 

Quien visita la bulliciosa ciudad de Bolonia encuentra en ella numerosos palacios y edificios históricos, algunos de los cuales albergan su antigua y renombrada universidad. Pero también se topa con una capilla minúscula y afable, cerca del centro urbano, donde desde hace más de cinco siglos se halla sentada la abadesa del monasterio Corpus Domini.

Ante ella se arrodillan reyes, religiosos o simples personas del pueblo, encantados de poder venerarla a poca distancia. En la extensa lista de ilustres personajes que por allí han pasado hay algunos nombres que nos llaman especialmente la atención: San Carlos Borromeo, San Juan Bosco, Santa Teresa del Niño Jesús.

Ahora bien, ¿quién es esa abadesa tan solícita que a todos aún hoy acoge con bondad? ¿Y cuál es el motivo por el que está sentada ahí hace tanto tiempo?

Vida en la corte e ingreso en la vida religiosa

Nacida en la propia Bolonia, el 8 de septiembre de 1413, hija de Juan de Vigri, noble caballero de la corte de Ferrara, y de Benvenuta Mammolini, Catalina, inteligente y vivaz, era ya desde muy temprano el blanco de la admiración de las personas de su entorno a causa de la generosidad y la firmeza con las que se encariñaba con las cosas del Cielo en preferencia a las del mundo.

A los 9 años pasó a vivir en la corte de Ferrara, al ser nombrada dama de honor de la princesa Margarita de Este. Allí pudo estudiar literatura, poesía, música y pintura, revelando excelentes dotes artísticas, las cuales puso en práctica con singular falta de pretensiones. Esta es la razón por la que se convirtió en la patrona de los artistas.

Cuando tenía 13 años, habiendo fallecido su padre y sintiéndose atraída por la vida religiosa, se unió a una comunidad creada por unas nobles mujeres de la ciudad. No obstante, al cabo de cinco años dicho grupo se disolvió, pero Catalina y dos compañeras más formaron otro, regido por la espiritualidad de San Francisco de Asís.

Tres años más tarde, en 1432, el provincial de los Franciscanos las colocó bajo la primera Regla de Santa Clara. Se habían convertido en hijas de la Dama Pobreza y, como tal, le corresponderá a la joven Catalina ejercer las más diversas funciones: sería maestra de novicias, aunque también portera y panadera.

Sobre el desempeño de este último oficio, sor Illuminata Bembo, coetánea de la santa, cuenta un episodio pintoresco. Un día hubo una predicación en el monasterio y Catalina no quería faltar a ella; cuando llamaron para ir a la iglesia acababa de amasar el pan, entonces diciendo «te confío a Cristo» lo puso en el horno y salió para oír el sermón. Los sucesivos actos religiosos se prolongaron más de cuatro horas. Al volver para retirar el alimento, mientras que las demás monjas pensaban que ya estaría completamente quemado, lo encontró bien cocido y sabroso. Al percibir que se trataba de un milagro, enseguida todas quisieron probar ese pan.

Santa Catalina saca el pan del horno – Museo della Santa, Bolonia (Italia)

Como soldados en el campo de batalla

Como maestra de novicias, Santa Catalina dejará un importante tratado de vida espiritual, que, siglos más tarde, continúa siendo útil, no solamente para las religiosas, sino para todos los que anhelan seguir el camino de la perfección.

En las primeras páginas de ese libro, titulado Las siete armas espirituales, así describe la vida de un cristiano: «Al principio y al final de esta batalla se ha de pasar por el mar tempestuoso, es decir, por muchas y angustiantes tentaciones y acérrimas batallas».1 Y para ayudarnos a vencer en esta lucha, añade: «Os presentaré inicialmente algunas armas para que podáis combatir con eficacia la astucia de nuestros enemigos. Pero es necesario que quienquiera que desee librar esta batalla no deponga las armas, ya que los enemigos no duermen nunca».2

Santa Catalina concebía la vida religiosa como la de un soldado en el campo de batalla que lucha con coraje ante el enemigo. Por eso anima a las religiosas de su comunidad con palabras como estas: «Queridísimas hermanas, la dote que Cristo Jesús desea de vosotras consiste en que seáis valientes en las batallas, es decir, fuertes y constantes en los combates».3

Sin embargo, no fueron únicamente sus dotes de piadosa escritora lo que pudieron apreciar las novicias de Ferrara. Una de ellas, que más tarde tomaría el nombre de Cecilia, acometida por una horrible tentación y fuertes ataques del demonio, se acercó a Catalina para pedirle su auxilio. Esta la bendijo y la joven, al sentirse de inmediato libre del enemigo infernal, le preguntó qué palabras había dicho. Entonces le reveló la fórmula que había usado: «¡Jesús, María, Francisco, Clara! El Señor tenga piedad de ti, te bendiga y te ilumine; vuelva a ti su rostro y te dé, oh Cecilia, su santa paz. Así sea».

Un beso del Niño Jesús

En la Navidad de 1445, Santa Catalina de Bolonia le pidió a su superiora permiso para pasar aquella noche en oración. Deseaba rezar mil avemarías en honor de la Madre de Dios.

A medianoche se le apareció la Santísima Virgen con el Niño Jesús estrechado junto a su pecho. Acto seguido Nuestra Señora depositó al divino Infante en los brazos de la santa, de cuyo corazón brotaron ardientes actos de afecto y ternura. Los labios virginales de la religiosa tocaron el rostro del Niño, el cual, en retribución por el amor de su esposa, también le obsequió con otro beso.

Cuenta la tradición que la marca blanca que quedó en el cuerpo incorrupto de Santa Catalina sería el sitio exacto en el que Jesús le había colmado de cariño con aquel beso. En recuerdo de ese hecho, hasta hoy los boloñeses guardan la tradición de, en la víspera de la Navidad, rezar mil avemarías.

En otra ocasión, le sobrevino un profundo y persistente sueño durante una Misa. Pero mientras luchaba contra sí misma para resistir a la dificultad y suplicaba el auxilio divino, el sacerdote empezó a cantar el Sanctus y entonces resonaron en sus oídos extraordinarios cantos angélicos. Catalina temió que su alma dejara el cuerpo en ese instante.

Antiguos grabados que representan el beso del Niño Jesús y la curación de la hermana hortelana

Serenidad y confianza a toda prueba

Durante el período que estuvo en Ferrara recibió muchas gracias místicas, pero también fueron numerosas las pruebas espirituales a las que se enfrentó. Así lo deja demostrado en una de las oraciones estampadas en el mencionado libro: «Dulcísimo Señor mío, Jesucristo, por esa infinita e indecible caridad que te llevó a ser atado al cruel tormento de la columna y soportar ásperos y duros golpes de vuestros enemigos para mi salvación, te ruego me des tanta fortaleza que con tu gracia pueda vencer y con paciencia aguantar esta y todas las demás batallas».4

Hallándose durante ese período perturbada por tentaciones del demonio, Santa Catalina rezaba día y noche suplicando que la luz divina incidiera sobre ella, hasta que, una noche, se le apareció Santo Tomás de Canterbury, vestido con ropas pontificales. El santo permaneció en oración un tiempo, tras el cual se acostó y se recogió en profundo sueño. Enseguida se despertó y se puso a rezar nuevamente, para luego acercarse a la santa y ofrecerle las manos, las cuales devotamente besó.

La visión significaba que por muy grandes que sean las pruebas su actitud debería ser siempre la de rezar y entregarse en las manos de Dios con serenidad y confianza. Este consejo Catalina lo comprendió y observó íntegramente a partir de aquel momento.

Abadesa de un nuevo monasterio

Al ser erigido en Bolonia un nuevo monasterio de su Orden, Catalina fue enviada allí como abadesa. Regresaba así a su tierra natal, donde será recordada para siempre.

El 22 de julio de 1456 se convertía en un punto de referencia para aquella ciudad. Las autoridades eclesiásticas y civiles, como también el pueblo llano, recibieron con gran deferencia a las fundadoras del nuevo convento, en el cual Santa Catalina vivirá durante siete años, hasta el momento en que fue llevada de esta tierra. Junto con ella estará también su madre, la cual, siendo viuda, terciaria franciscana y enferma, había sido acogida por las monjas como religiosa.

Ese mismo día en el que emprendieron el viaje a Bolonia, por la mañana, la santa se había despertado sintiéndose muy mal, hasta el punto de no conseguir mantenerse sentada sola, y menos aún andar. Tan grave era su estado que se temía que la nueva superiora muriera antes de que pudiera asumir el cargo…

El trayecto de Ferrara a Bolonia en aquella época se hacía por vía fluvial. Inexplicablemente Catalina recobró las fuerzas al entrar en la barca y cuando llegó al monasterio estuvo atendiendo a numerosas personas durante tres días de un modo tan celoso que todos quedaron admirados, sin imaginar que hacía poco había estado enferma.

Como abadesa en Bolonia, acogió a incontables vocaciones y obró muchos milagros. Uno de ellos ocurrió en el huerto: una monja estaba trabajando allí cuando se dio con la azada un golpe tan fuerte en el pie que se lo amputó… Inmediatamente Santa Catalina salió en socorro de la desafortunada y con toda serenidad unió el pie herido al cuerpo e hizo sobre el empeine la señal de la cruz: al instante la hermana hortelana se vio curada y ni le quedó rastro del corte ni cicatriz alguna.

Después, mirando compasivamente a la agraciada, la santa abadesa le dijo: «Hijita, te entrego este pie. Cuídalo en adelante como si fuera mío y no lo lastimes más».5

Un poco más de tiempo de vida obtenido por las religiosas

Las penitencias, el trabajo y las luchas contra el demonio debilitaron su salud. Santa Catalina estaba convencida de que el momento de su marcha de este mundo no tardaría mucho en llegar, pero sus hijas espirituales, si bien resignadas a los planes divinos, redoblaron las oraciones y súplicas pidiendo al Cielo que la dejara más tiempo con ellas.

Por aquella época había en el monasterio una niña de 12 años, llamada Rosa Magdalena. Entró en religión dos años antes y, por su inocencia, reconocía y admiraba las virtudes de la abadesa. Por eso trató a toda costa de conseguir servirla como enfermera, lo que incluía lavarle los pies. Lo hizo con toda la reverencia de una hija; al terminar el servicio cogió los pies y los besó con profunda veneración.

Santa Catalina, en su humildad, le prohibió que repitiera ese gesto, a lo cual la niña, anteviendo el futuro, le respondió: «Madre mía, usted me puede prohibir esto mientras viva en esta tierra; pero no podrá impedírmelo cuando de todas partes del mundo vengan los fieles devotos a visitarla y, con profunda veneración, se arrodillen para besar sus pies».

Como la enfermedad de Santa Catalina seguía empeorando le administraron los últimos sacramentos. Estando en tal mal estado, casi en agonía, la abadesa entró en éxtasis y tuvo una visión: se encontraba en un extraordinario jardín, adornado de múltiples y bellísimas flores. Delante de ella había un trono fulgurante como el sol, en el cual estaba Jesús, flanqueado por los diáconos San Vicente y San Lorenzo, y rodeado de ángeles.

A la derecha del trono se encontraba un arcángel, probablemente San Gabriel, que tocando la giga cantaba: «Et gloria ejus in te videbitur – y su gloria se verá sobre ti» (Is 60, 2). Con un gesto de mano, el Redentor le ordenó a la virgen que se acercara y le explicó el significado más profundo de esas palabras, referentes a ella misma. Le reveló, además, que aunque había llegado el momento de que su alma subiera al Cielo, las oraciones de sus hermanas de vocación le obtuvieron un poco más de tiempo de vida.

Al volver del arrobamiento, se restableció en Catalina la robustez. Y al narrar a las religiosas lo que había visto, imitó tanto como le fue posible el canto del arcángel, dejando a las oyentes estupefactas de admiración.

Suave tránsito tras los últimos dolores

A finales de febrero de 1463, la santa abadesa reconoció que se aproximaba verdaderamente su fin. Le había acometido una fiebre altísima, dolores en el pecho y jaqueca, además de sufrir una hemorragia.

El 9 de marzo, en torno a las dos de la tarde, pidió que fuera un sacerdote para confesarla y le administrara el viático y la extremaunción. Después les dijo unas últimas palabras a sus hijas espirituales y les entregó el libro Las siete armas espirituales, que hasta entonces no había sido revelado. Tenía 49 años de edad y 32 de vida consagrada. A continuación, repitiendo tres veces el dulce nombre de Jesús, voló al encuentro del Cordero.

Mientras las hermanas enterraban el cuerpo en el cementerio del monasterio, un misterioso y suave perfume empezó a salir del lugar, impregnando los alrededores. No había árboles ni hierbas, ni siquiera flores, y milagrosamente el aroma fue intensificándose con el paso de los días. Personas con enfermedades incurables comenzaron a recuperar completamente la salud y tres niños muertos regresaron a la vida.

El cuerpo incorrupto de la santa, expuesto en la capilla del
monasterio Corpus Domini, Bolonia (Italia)

Obediencia hasta después de la muerte

En esa época, la costumbre de las Clarisas no permitía que las hermanas fueran enterradas en un ataúd. Las religiosas, no obstante, al percibir las lamentables consecuencias que eso acarrearía para la preciosa reliquia, pidieron autorización para que, ya en el decimoctavo día, exhumaran el cuerpo de la abadesa a fin de depositarlo en una urna.

He aquí que lo encontraron en perfecto estado. Sólo la cara se había dañado con el peso de la tierra, pero poco tiempo después volvió milagrosamente a recomponerse. Tras ser examinado por los médicos, quedó expuesto para la devoción de los fieles durante seis días, hasta que lo depositaron en una cripta debajo del altar.

En 1475 se decidió que las reliquias serían expuestas en una capilla lateral de la iglesia que pertenecía al monasterio. Sin embargo, surgió un problema: el sitio destinado para acogerlas era demasiado pequeño. La superiora de entonces no lo pensó dos veces y le mandó a Santa Catalina que se sentara, cuya orden acató el cadáver eximiamente. De tal modo vivió lo que había enseñado que hasta con el alma separada del cuerpo supo ejecutar lo se le requería.

A mediados del siglo pasado, una urna de vidrio fue construida para su protección. El cuerpo, infelizmente, quedó ennegrecido con el paso de los años debido a la incuria de los primeros devotos, quienes ponían en sus vigilias de oraciones lámparas de aceite y velas votivas muy cerca del cuerpo de la santa.

Hagamos que se vea en nosotros la gloria de Dios

En Santa Catalina de Bolonia la Divina Providencia depositó admirables dones, entre los cuales sobresale su docilidad en dejarse amar por Dios. Esa actitud llena de admiración hizo que fuera posible aplicar con tanto éxito, en beneficio de las almas, los insignes talentos humanos y espirituales con los que había sido adornada.

Contemplar la vida de esta santa abadesa nos invita, principalmente, a adoptar una actitud de agradecimiento ante el afecto divino que desciende sobre cada uno de nosotros. Al no encontrar obstáculos de nuestra parte, el Padre celestial nos transforma y santifica, haciendo que se vea en nuestras almas la suya, finalidad última de nuestra existencia.

No podemos terminar, por tanto, estas líneas sin unirnos, aunque sea en espíritu, al innumerable cortejo de devotos que acuden a besarle sus pies. Y al hacerlo pidámosle que su ejemplo e intercesión nos ayude a corresponder, con una fidelidad en todo semejante a la de ella, a los torrentes de cariño que emanan del Corazón de Jesús. 

 

Notas

1 SANTA CATALINA DE BOLONIA. Le Sette Armi Spirituali. Bologna: Monasterio del Corpus Domini, 2006, p. 3.
2 Ídem, ibídem.
3 Ídem, p. 57.
4 Ídem, p. 26.
5 MONASTERIO CORPUS DOMINI. Santa Caterina da Bologna. Dalla corte estense alla Corte Celeste. Giorgio Barghigiani: Bologna, 2001, p. 42.

 

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