Al realizar el milagro de la multiplicación de los panes, Jesús tenía en vista no sólo alimentar a aquella multitud, sino también —finalidad más elevada— preparar a las almas para aceptar la Eucaristía.
Evangelio del XVIII Domingo del Tiempo Ordinario
I – La compasión del Hombre Dios
Cuando hacemos referencia a los atributos divinos solemos utilizar un lenguaje con el que «humanizamos» la idea de Dios, con el fin de facilitar nuestra comprensión. Por lo tanto, es habitual que lo presentemos manifestando su ira o misericordia, cuando en realidad no sólo posee las virtudes, sino que es cada una de ellas. Así pues, Dios no sólo es bueno, sino la Bondad y, sucesivamente, la esencia de todas las virtudes. En ese sentido, para que entendamos que Dios es la Bondad, no basta una noción teórica, es indispensable que experimentemos su acción en nuestra alma, como nos lo aconseja el salmista: «Gustate et videte quoniam suavis est Dominus – Gustad y ved qué bueno es el Señor» (Sal 33, 9). Conforme veremos, el Evangelio y las demás lecturas del decimoctavo domingo del Tiempo Ordinario preparan a los fieles para que se abran a la contemplación de esa Bondad infinita que es Dios.
Jesús Hombre se complace rezando a Dios
En aquel tiempo, 13a al enterarse Jesús [de la muerte del Bautista] se marchó de allí en barca, a solas, a un lugar desierto.
Tras la muerte del Precursor, Jesús se dirigió a una región situada fuera de la jurisdicción de Herodes —que empezaba a sentirse incómodo con sus actuaciones y podía llegar a perseguirlo también (cf. Mt 14, 1-2; Mc 6, 14-16; Lc 9, 7-9)—, pero no por temerle, sino porque «todavía no había llegado su hora» (Jn 7, 30). Le movía igualmente el deseo de recogerse con sus discípulos para hacer algunas horas de oración, finalizada la primera misión evangelizadora que les había confiado (cf. Mc 6, 7.30-32). En relación con los Apóstoles, bien se explica la conveniencia o incluso hasta la necesidad de un retiro después de un período de intensa actividad. Pero en lo que respecta al divino Redentor, sorprende esa decisión, pues Él es Dios. ¿Acaso iría a rezarse a sí mismo? ¿Necesitaba dedicar parte de su tiempo a la oración? Sí, porque también es hombre. Y Jesús, con su inteligencia, voluntad y sensibilidad humanas, reza a sí mismo en cuanto Dios; en su humanidad, recurre a su divinidad. En esto hay un misterio que supera nuestros horizontes. Nos muestra, de este modo, el extraordinario valor de la oración para conseguir los favores del Cielo, como, por ejemplo, el de proporcionarle a esa multitud de gente más gracias para que lo comprendieran mejor.
Olvidado de sí mismo, Cristo se preocupa con los otros
13b Cuando la gente lo supo, lo siguió por tierra desde los poblados. 14 Al desembarcar vio Jesús una multitud, se compadeció de ella y curó a los enfermos.
Llenos de admiración por la verdad, bondad y belleza que emanaban del Maestro, las gentes lo seguían sin preocupaciones triviales, motivadas por el anhelo de convivir con Él, de oír sus enseñanzas y presenciar sus milagros. Recibían inefables gracias de consolación y de fervor, de manera que no medían distancias ni sacrificios. En esta ocasión, se habían trasladado a pie a toda prisa por la orilla del mar de Galilea, mientras Jesús hacía el trayecto en una barca para poder aislarse un poco.
No es difícil imaginarse la escena: cuando el Señor se disponía a salir de la embarcación, dispuesto a entrar en recogimiento, se encuentra con una multitud que lo está esperando en la playa. Una persona egoísta y, por lo tanto, poco deseosa de hacer el bien a los demás, se enojaría enseguida al ver que el retiro que había planeado se desvanece. Otra fue la reacción del Salvador: «se compadeció de ella». Renunció de buen grado a su proyecto e inmediatamente empezó a curar a todos los enfermos y a enseñar muchas cosas sobre el Reino de Dios, hasta el atardecer. No hubo nadie que no fuera atendido o no recibiera algún beneficio. He aquí el premio de los que mantienen encendido el sentido de la verdad, del bien y de lo bello y se dejan guiar por él. «Era grande la adhesión de la muchedumbre, pero lo que Jesús hace sobrepasa la paga del más ardiente fervoroso»1. Como un perfecto superior, sabe cuidar de sus subalternos y tiene compasión, es decir, sufre con ellos.
Los discípulos se preocupaban con ellos mismos
15 Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: «Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren comida».
Cada vez más encantadas con el divino Maestro, esas personas no se preocupaban por su alimentación, porque «el deseo de estar a su lado no les dejaba sentir el hambre»2.
Los discípulos, al contrario, al ver que se estaba acercando el final de la jornada, temían que tuvieran que darse el trabajo de buscar alimento para tanta gente. Ahora bien, ya habían visto a Jesús convertir el agua en vino, en Caná, y obrar toda clase de milagros que probaban que Él era realmente Dios o, al menos, un gran profeta con un poder taumatúrgico fuera de lo común. «Sin embargo, ni aun así pudieron barruntar el milagro de la multiplicación de los panes. Tan imperfectos eran por entonces»3.
San Juan añade en su Evangelio un pormenor: Jesús le pregunta a Felipe dónde se podía comprar alimento para tal número de personas y éste le responde que harían falta más de doscientos denarios de pan (cf. Jn 6, 5-7). Era evidente que el divino Maestro no pretendía enviarlos a que consiguieran esa cantidad de pan que, por cierto, no encontrarían en los alrededores y, quizá, ni dispusieran del dinero necesario para ello. Desde toda la eternidad, no obstante, el Verbo de Dios ya sabía lo que haría y sólo tenía la intención de probar la fe de sus discípulos en su ilimitado poder de realizar prodigios.
Los discípulos manifiestan una fe débil
16 Jesús les replicó: «No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer». 17 Ellos le replicaron: «Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces».
La respuesta del Señor es tajante: esos miles de hombres «no hace falta que vayan» a comprar comida. Una vez que los recursos materiales se mostraban del todo insuficientes, había llegado el momento de que Dios actuara, porque Él «elige, para intervenir, la hora de las situaciones desesperadas»4>. El Redentor también quería facilitar a sus discípulos la práctica de la virtud de la humildad, pues cuando constatasen que la cantidad de gente no significaba dificultad alguna para el Señor, declararían su incapacidad de resolver ese callejón sin salida y se pondrían a disposición del divino Taumaturgo, para servirlo en el milagro que Él, al ser la Bondad en esencia, obraría en favor de aquella multitud.
La respuesta permite suponer la reacción de los discípulos ante las palabras de Jesús: «Este hombre pide cosas imposibles… ¿Cómo vamos a alimentar a toda esa gente con cinco panes y dos peces? ¿Tendrá idea de cuántas personas hay aquí?». Su objeción demuestra lo lejos que estaban de vivir según la convicción de que todo es de Dios, todo está en Él y por Él es dirigido, es decir, nada ocurre sin su permiso.
Cabe aquí una consideración al respecto. Existe una línea que divide drásticamente a los hombres en dos categorías bien definidas; los que tienen fe y los que no la tienen; los que se orientan desde el prisma sobrenatural de la fe y los que pautan su existencia en función de lo práctico, de lo material, de lo palpable y sensible. Éstos constituyen una parte enorme de la humanidad, quizá avasalladoramente más grande que la de los hombres de fe, quienes, por su parte, saben encontrar el dedo de Dios en todo, incluso en el dolor, pero sobre todo cuando resuelve las situaciones de modo maravilloso.
La multiplicación de los panes y de los peces
18 Les dijo: «Traédmelos». 19 Mandó a la gente que se recostara en la hierba y tomando los cinco panes y los dos peces, alzando la mirada al Cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente.
Al contrario de lo que los Apóstoles querían, Jesús no despide a la multitud, sino que asume la responsabilidad de alimentarla; no abandona a esos miles de hombres, mujeres y niños que se pusieron bajo su protección con tanta confianza y entusiasmo. El cuidado de distribuirlas ordenadamente por la hierba, que era abundante por ser primavera, facilitaba calcular el número de los presentes y estaba de acuerdo con la costumbre oriental de hacer las comidas en grupo.
Jesús coge los panes y los peces, eleva los ojos al Cielo —Él que es el Señor del Cielo, de la tierra y del universo entero—, bendice los alimentos y se los entrega a los discípulos para que los distribuyeran a todos los circunstantes. Maldonado comenta que —según San Juan Crisóstomo y Leoncio— Cristo les ordena que traigan los panes para demostrar «que es el Señor el que da de comer a todo el orbe de la tierra, que no depende de hora ni tiempo alguno, porque en cualquier ocasión y coyuntura puede de cualquier materia hacer los panes que le dé la gana»5.
El padre Manuel de Tuya6 plantea una interesante cuestión: ¿esos panes se multiplicaron en las manos de Jesús o en las de los Apóstoles mientras los distribuían? Y responde que no es fácil saberlo con precisión, debido a lo esquemático del relato evangélico. San Juan Crisóstomo, por su parte, observa que al entregárselos a los discípulos para que hicieran la distribución y comprobasen personalmente la grandeza del prodigio, el divino Maestro «no pretendía sólo honrarlos con ello. Quería también que, al realizarse el milagro, no le negaran fe ni, después de pasado, lo olvidaran, pues sus manos mismas habían de atestiguárselo. […] De sus manos, en fin, toma los panes, a fin de que haya muchos testimonios del hecho y tengan también muchos recuerdos del milagro»7.
La superabundancia de un milagro
20 Comieron todos y se saciaron y recogieron doce cestos llenos de sobras. 21 Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.
Concluida la milagrosa comida, todavía sobró abundante cantidad de panes que se guardaron, según las costumbres de aquella época, y cada uno de los Apóstoles tuvo que cargar con un cesto a la vuelta. Curioso contraste con el comienzo de la distribución, cuando tenían poco peso en las manos. Por tanto, no pudo ser pequeña la impresión de los discípulos y de la multitud ante la magnitud del prodigio.
De acuerdo con una creencia difundida en los medios judíos, el Mesías haría caer del cielo maná, más de lo que Moisés había hecho en el desierto,8 y con ello habría gran abundancia de víveres en la tierra de Israel.9 Después de ver al Señor curando a numerosos enfermos y de comer un pan de incomparable sabor, fruto de un milagro más, se entiende que aquellas personas no quisieran dejar nunca la compañía de quien obraba tantas maravillas, porque pensaban que se trataba del tan esperado Mesías. «Éste es verdaderamente el Profeta que va a venir al mundo» (Jn 6, 14), afirmaban, al constatar que resolvía cualquier problema.
Atiende las necesidades y cura las miserias
El Evangelio nos presenta a Jesucristo como siendo aquel que atiende todas las necesidades y nos fortalece en las debilidades. Ahora bien, entre éstas, más que las deficiencias físicas, se encuentran sobre todo las inclinaciones hacia el mal, las pasiones desordenadas que no conseguimos dominar sin el auxilio permanente de la gracia. Dichas miserias, no obstante, nos ayudan a reconocer nuestra total dependencia de la verdadera savia que proviene de Él.
Una clara enseñanza de ello nos la da la primera lectura (Is 55, 1-3), del libro de Isaías: «Oíd, sedientos todos, acudid por agua; venid, también los que no tenéis dinero: comprad trigo y comed, venid y comprad, sin dinero y de balde, vino y leche» (55, 1). Como tantas veces en las Escrituras, se utiliza un lenguaje simbólico. La sed a la que se refiere el profeta es principalmente espiritual. En efecto, en nuestra alma tenemos una apetencia insaciable de felicidad, porque somos creados para lo infinito. Como escribió San Agustín,10 hemos sido hechos para Dios y nuestro corazón no estará tranquilo hasta que no descanse en Él. Cuando veamos a Dios cara a cara, todo el resto será nada para nosotros, porque comprobaremos cómo sólo Él satisface enteramente esa sed de las aguas límpidas de la gracia.
Una bella prefigura de la Eucaristía
Únicamente con cinco panes y dos peces el Señor alimentó a una multitud de cinco mil hombres, sin contar a las mujeres y a los niños. En una época en que las familias eran, por lo general, numerosas, es de suponer que la cantidad de gente fuese mucho más grande. Quizá el doble, el triple, o incluso más todavía. Se puede medir la importancia de ese milagro porque es el único narrado por los cuatro Evangelistas. Y también tuvo gran repercusión por encontrarse en la región caravanas procedentes de los sitios más variados, camino de Jerusalén para celebrar la fiesta de la Pascua que se acercaba.
Al realizarlo, Jesús tenía en vista no sólo alimentar el cuerpo, sino, sobre todo, preparar a las almas para aceptar la Eucaristía. Multiplicando panes y peces manifestaba su poder sobre la materia. Caminando sobre las aguas, pocas horas después, dejaba patente su dominio sobre su propio cuerpo (cf. Mt 14, 22-27). De esta manera, iba el divino Maestro predisponiendo a los Apóstoles para que más tarde creyeran en la Eucaristía, pues quien es capaz de obrar tales prodigios puede perfectamente instituir un sacramento en el que la sustancia del pan ceda lugar a la de su sagrado cuerpo. Este milagro es, por tanto, una espléndida prefigura de la Eucaristía. Hoy día tenemos al Santísimo Sacramento a nuestra disposición en las Misas diariamente celebradas por el mundo entero: es la multiplicación de los Panes consagrados, el Pan de Vida, hasta el final de los siglos.
Significado místico del milagro
Dios podía haber creado al hombre con una naturaleza diferente, apta para sustentarse, por ejemplo, sólo con aire o con agua. Pero prefirió crearlo con la necesidad de la nutrición, pues estaba en sus designios darle, a su debido tiempo, el supremo alimento espiritual: el sacramento de la Eucaristía. Por consiguiente, es razonable decir que Él, al idear el trigo y la uva como dos criaturas posibles, desde siempre, no tuvo en vista sólo proporcionar al hombre los recursos para elaborar un buen champán o preparar un magnífico pan. En la mente del Creador estaba en primer lugar la Eucaristía, el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de su Hijo, bajo las especies del pan y del vino que, en un extremo de bondad inimaginable, ofrecería a los hombres en alimento.
Explica San Alberto Magno11 que al unirse dos sustancias, de manera a cambiarse una en la otra, la superior asimila a la inferior, por ser esta segunda más frágil e imperfecta. Ahora bien, el Santísimo Sacramento es un alimento tan infinito y sustancialmente superior a cualquier orden de la creación que asume a quien lo recibe, perfeccionando y santificando el alma. Podemos ilustrar este efecto con un sugerente ejemplo: al añadírsele a un barril lleno de alcohol una gotita de esencia de un requintado perfume, todo el alcohol se transforma en perfume. Al referirse a este tema, Santo Tomás de Aquino12 concluye que esto es lo que pasa en la Eucaristía. Cuando se trata de un alimento común, el organismo extrae de él las sustancias adecuadas para su sustento y las asimila. En la Eucaristía, al contrario, es Cristo quien asume y diviniza a la persona que lo recibe. Por eso afirmó categóricamente: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 53-54).
En ese sentido, ¡qué inapreciable dádiva es la de disponer diariamente de la Eucaristía! Hubo una época en la que la gente comulgaba una vez al año y la Primera Comunión se hacía solamente en edad adulta. En la actualidad, desde el uso de razón se permite recibir a Jesús Hostia y, de acuerdo con las normas canónicas vigentes, se admite la frecuencia al Sagrado Banquete incluso dos veces al día.
II – El ilimitado amor de Dios nos llena de confianza
La liturgia del decimoctavo domingo del Tiempo Ordinario nos debe animar a una confianza extraordinaria en la Providencia, porque, una vez unidos a Jesús, podemos decir con San Pablo, en la segunda lectura de este día: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a Aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom 8, 35.37-39). El Apóstol, que había pasado ya por todas esas pruebas, conservaba la fuerza de alma, el celo apostólico y el fuego para desear conquistar el mundo porque sentía incidir sobre él el amor de Dios. Si consideramos que el Padre promovió la Encarnación de su Unigénito —igual a Él— en nuestra miserable naturaleza para sufrir indeciblemente y obtenernos la salvación, nos haremos una idea de la magnitud de ese amor.
Enseña Santo Tomás de Aquino13 que el amor de Dios es tan eficaz que infunde la bondad en la criatura amada por Él. Así, cuando encontramos a alguien muy bueno, tengamos por seguro que Dios lo ama especialmente. Debemos pedir la gracia de sentir esta predilección divina por nosotros, tal como la experimentaron las multitudes en el desierto al ser curadas de sus enfermedades y alimentadas con el pan más delicioso que se ha conocido. Él quiere dárnoslo todo, pero a menudo somos nosotros los que lo impedimos. Decía Santa Maravillas de Jesús: «Si tú le dejas…»14. Si nos dejamos santificar por Dios…
La santidad de las generaciones actuales y futuras brillará en hombres y mujeres que, reconociendo sus insuficiencias y debilidades, serán fieles a pesar de frágiles y no pondrán obstáculos al amor que Dios prodiga a cada uno, porque habrán degustado la superabundancia de la generosidad divina y por tanto, incluso en las dificultades más grandes, confiarán incondicionalmente en la inagotable Bondad absoluta, que es Dios. ◊
Notas
1 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía XLIX, n.º 1. In: Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (46-90). 2.ª ed. Madrid: BAC, 2007, v. II, p. 53.
2 Ídem, p. 54.
3 Ídem, ibídem.
4 SAINT LAURENT, Thomas de. El libro de la Confianza. 2.ª ed. Bogotá: Corporación SOS Familia, 2000, p. 25.
5 MALDONADO, SJ, Juan de. Comentarios a los Cuatro Evangelios. Evangelio de San Mateo. Madrid: BAC, 1956, v. I, p. 532.
6 Cf. TUYA, OP, Manuel de. Biblia Comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v. V, p. 340.
7 SAN JUAN CRISÓSTOMO, op. cit., n.º 2, p. 58.
8 Cf. TUYA, op. cit., p. 341.
9 Cf. BONSIRVEN, SJ, Joseph. Le judaïsme palestinien au temps de Jésus-Christ. Paris: Beauchesne, 1950, pp. 193-194.
10 Cf. SAN AGUSTÍN. Confessionum. L. I, c. 1, n.º 1.
11 Cf. SAN ALBERTO MAGNO. Super Sent. L. IV, d. IX, A, a. 2, ad quest. ad 1.
12 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Super Sent. L. IV, d. 12, q. 2, a. 1, qc. 1.
13 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 20, a. 2.
14GRANERO, Jesús María. Madre Maravillas de Jesús. Biografía espiritual. Madrid: Fareso, 1979, p. 139.
La infinita fe nos hace recibir la gracia y repartirla.