Después de días de intensa convivencia, que al principio se presentaban como una incógnita ardua de superar, pero que a lo largo de los cuales vuestras almas se fueron iluminando con luces nuevas, con armonías nuevas, con verdades nuevas y con el fuego de resoluciones nuevas, llega el momento de la separación. Cruel momento de dilaceración, no por un sentimentalismo estúpido, a causa de amistades que se alejan geográficamente, sino debido a una gran incógnita que pesa al final de esta separación: la incógnita de la perseverancia.
Lucha épica por la perseverancia
Vais como ovejas en medio de lobos a anunciar la verdad y predicar el bien, por vuestro ejemplo, por vuestra palabra y abnegación, a combatir a todo un mundo que se ha entregado al mal, al error, a la extravagancia y a la depravación. El impacto será tremendo, la prueba será dura. Ésta os asaltará. Es épica la lucha que tenéis ante vosotros.
Por eso, muchos de vosotros sentís en este instante una angustia, la cual llega a presionaros el corazón. Esta angustia no sólo es vuestra, también es nuestra, pues nos preocupamos por vosotros. Y al ver vuestros pasos, que mañana mismo empezarán a distanciarse a lo largo de tan diversas veredas, nos preguntamos: «Señora, ¿perseverarán?».
La respuesta que nacerá del fondo de este interrogante formulado por la angustia no es la réplica de la aflicción, sino la respuesta de la confianza, de la oración ya mil veces atendida.
La Santísima Virgen no abandona a quienes se aíslan y caminan a lo largo de las veredas sin la estrecha protección de la presencia de los que aquí habitan. Por quienes marchan por orden, por misión, a la llamada de Ella, más de lo que podríamos hacer nosotros lo hace su mirada sapiencial e inmaculada, la cual se detiene en cada uno, en cada momento de su existencia.
Su sonrisa, su gracia y su fuerza os protegerá, os hablará en lo íntimo del alma, os hablará por la voz de un amigo, de un compañero, de un buen ejemplo que recibáis. Así, pues, id e id animados, decididos, pensando en la belleza de vuestra vocación.
¿Cuál es la belleza de esta vocación?
Campanarios en medio de la desolación
Imaginad una ciudad completamente entregada al desorden y al caos. Una ciudad cuyo ruido confuso da lugar a cacofonías de todo tipo. Una ciudad en cuyas cacofonías rugen la blasfemia y la inmoralidad.
Imaginad, esparcidas por esta ciudad, las campanas de centenares de iglesias que tocan, implorándole a Dios misericordia y justicia, rogándole al Altísimo que, por el perdón o por la fuerza, detenga de inmediato tantas abominaciones a fin de salvar a las almas que se pierden.
Imaginad estas campanas que tañen —tocadas por manos fieles— y cuyos timbres se elevan por el aire, intentando sofocar la blasfema cacofonía de la ciudad. Es un rumor de voces, es un conflicto de sonidos, es la armonía sacral de las campanadas que protestan y que descienden de lo alto, tratando de ahogar los espurios ruidos que suben de la tierra.
En el transcurso de esta lucha, van envejeciendo los primeros batalladores, van muriendo. Otros no mueren ni envejecen, sino que van tocando las campanas con una mano más cansada; el desánimo los ataca. Otros, finalmente, acaban seducidos por el vocerío de la tierra, abandonan las campanas, prevarican de su misión y bajan de las sagradas torres de la fidelidad a los pantanos, a las calles llenas de inmoralidad y blasfemia.
Aún suenan unas pocas campanas, que perseveran en medio del ruido de la ciudad. Perseveran en todos los sentidos, perseveran en todas las maneras, perseveran contra toda esperanza. ¡Continúan obstinadamente tocando!
Dotadas de sonoridad sobrenatural, las campanas encuentran eco
En lo más alto de los Cielos está Nuestra Señora, Reina de todo el universo, que oye, juzga y reza. Omnipotencia suplicante, acompaña paso a paso los acontecimientos terrenos.
En medio del clamor general, de los bramidos de angustia que salen del pecado, de los gritos de rebelión que nacen de la lujuria, del egoísmo y del orgullo, la Virgen dota a esas campanas una sonoridad sobrenatural. Entonces comienzan a encontrar eco.
Surge aquí y allá, diseminada por la ciudad sublevada, alguna que otra voz impresionada que dice: «¡Este alboroto no puede continuar! Hay una campana que me está invitando a algo distinto de esta cacofonía. Me entregaré a la voz de esa campana. En medio de la confusión la buscaré, me pondré junto a ella, ahí encontraré un camino para mí. ¡Hombres, venid y seguidme!».
Y de aquí, de allá, de acullá, emergen pequeños núcleos en la oscuridad y en la vastedad de la catástrofe, que se juntan, se conocen, se articulan, se unen, llegan a la parte de la ciudad donde algunos campanarios aún resuenan y allí se congregan y empiezan la lucha de la reconquista.
A continuación, inician el trabajo contra toda especie de desorden. Empuñan la espada de la palabra que, según San Pablo (cf. Heb 4, 12), es tan tremenda, tan admirable, tan eficiente que logra algo de mucho más grande que destruir millones de cuerpos. Esta espada llega a esa región misteriosa y profunda donde todo se gobierna, donde se deciden los destinos de la historia, región denominada por el Apóstol de las gentes de junción entre el alma y el espíritu.
Las campanadas comienzan a penetrar en las almas. Producen movimientos de indignación, de cristalización; llevan detrás suyo, en protesta contra la algarabía, contra el caos y contra la corrupción, multitudes que antes no hacían nada. Unos dormían, otros lloraban, pocos rezaban, nadie actuaba. Pero, conectados entre sí, he aquí que empiezan a luchar, a reaccionar. La Virgen Santísima reúne así su primer ejército.
En cierto momento, cuando todavía suenan las últimas campanas, aún perseveran, pero su número se vuelve tan pequeño que casi nadie más los oye en medio de la confusión general, el mal trata entonces de sofocar ese ejército, intenta borrar el sonido de esas últimas campanas. En ese instante, Nuestra Señora, desde lo más alto de los Cielos, baja con sus ángeles. Interviene, disipa a los malos e instaura su gloria.
Eco que prolonga el pasado y hace resonar el timbre del futuro
Cuando la gloria del Reino de la Santísima Virgen comienza a brillar entre los hombres, la misma campana está tocando. Es la campana de la reacción. Trae el timbre de los bronces tañidos en las pretéritas épocas de gloria y de paz, como eco fidelísimo de las voces anteriores. Es la campana de la Tradición que, en la aurora del Reino de María, toca el sonido de todos los tiempos, el sonido de todas las lecciones de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, no sólo prolongando el pasado, sino haciendo sonar el timbre del más radioso y más bello futuro.
Nuestra Señora espera, para intervenir, ese momento de conjunción en que todo parece perdido y desea que todo se salve. Ése es el momento exacto que tenemos ante nosotros.
El ejemplo cotidiano nos lo demuestra, en el contacto no sólo con los que nos son cercanos, sino también con los que nos son distantes: de aquí, de allá y de acullá, en medio del caos generalizado, vemos a personas que se aproximan y se juntan. Se realiza lo imposible: auditorios como éste se llenan, y se llenan de jóvenes que la Revolución, desde hace siglos, viene preparando para que de ella sean sus víctimas.
¿Cómo explicar este hecho a no ser por una acción sobrenatural, por una gracia especial de la Virgen, por una misión impar en el mundo inquieto de hoy?
«¡La gracia no os faltará!»
En vuestros estados, en vuestras ciudades, en vuestros países, seréis otras tantas campanas de la Tradición sonando. A vuestro alrededor, en los ambientes que frecuentáis, la fuerza galvanizadora de este llamamiento de Nuestra Señora se hará sentir.
No faltará la carga del demonio. La oposición del espíritu de las tinieblas, que se ha manifestado entre susurros, las calumnias contra vosotros utilizadas de cualquier manera se multiplicarán. Llegará el día en que esto no bastará, querrán vuestra carne, vuestra sangre y vuestra vida.
Pero vosotros sois el campanario que resuena en la oscuridad y en la cacofonía, que resuena en medio de toda la confusión, haciendo retumbar el sonido de la Tradición, el sonido del pasado católico, y elevando ese sonido a los primeros días del Reino de María.
En esta misión tan hermosa, dada a cada uno de vosotros individualmente, al más pequeño de entre vosotros, al más probado de entre vosotros, al más tentado de entre vosotros, en esta misión —que en este momento llama a la puerta de vuestras almas para convenceros y encenderos—, aunque los Cielos se tuvieran que abrir y los ángeles bajaran en forma visible para preservar vuestra fidelidad, ¡en esta misión la gracia no os faltará!
Sed valientes, sed fieles ecos de la Tradición, y regresaréis aquí en un futuro próximo, cantando alegres las victorias que por vosotros conquistó Nuestra Señora.
Hay un salmo que dice: «Euntes ibant et flebant, mittentes semina sua. Venientes autem venient cum exsultatione, portantes manípulos suos» (125, 6). Iban en la tristeza, en la madrugada, en la incertidumbre, en la penumbra, llorando, pero sembraban. Y he aquí que ellos vuelven, y vuelven en la alegría, llevando a la tranquilidad del hogar, al esplendor de la convivencia de los suyos, los instrumentos y los frutos del trabajo con que llenaron el día cumpliendo su deber.
Ahora os vais vosotros, y en nuestras almas hay llanto. Pero lleváis las semillas que recibisteis en este encuentro. Y regresaréis —con la gracia de Dios— con alegría, trayendo los instrumentos de vuestro trabajo, las lecciones que recibisteis y los amigos que conquistasteis para la causa católica.
Una vida orientada por la doctrina de la Santa Iglesia
Se han dicho unas palabras sobre vosotros. Es necesario que se diga una palabra acerca de mi persona.
Tantas veces se ha mencionado mi nombre esta noche, tantas veces ha sido objeto de referencias generosas, que faltaría a la justicia si no os dijera algo sobre mí.
Me habéis leído, me habéis oído hablar en distintas ocasiones, me oís incluso en este momento. Jamás oiréis de mí la siguiente frase: «Yo elaboré una doctrina, construí un pensamiento, fundé una escuela, yo hice esto, yo hice aquello».
Todo lo que he realizado en mi vida, hago hincapié en presentarlo —por deber de justicia, en la alegría, en el entusiasmo, en el reconocimiento y en la gratitud exultantes de mi alma— como doctrina de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.
Porque si alguna cosa en mí hay de bueno, no es más que el resultado del hecho de que la Santísima Virgen me concedió la gracia —la cual no tengo palabras para agradecer, y espero poder pasar junto a Ella la eternidad entera agradeciéndoselo— de haber sido bautizado, de ser hijo de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.
La doctrina que enseño es una exposición de la doctrina de la Iglesia. Leed mis libros, escuchad mis conferencias que están grabadas: de mí no aprenderéis otra cosa.
«Soy un eco de la gran campana que es la Iglesia Católica»
Diréis que hay mucha observación de la realidad, que hay mucha sagacidad en la forma como discernimos las cosas, que hay originalidad en la manera como solucionamos los problemas. Y os diré que es verdad. Pero oiréis repetirlo cien veces que estos atributos se los debo al hecho de estar imbuidos de la doctrina católica.
No soy, no pretendo ser, sino una campana, y menos que una campana. Soy un eco de la gran campana que es la Iglesia Católica Apostólica Romana. Deseo prolongar su enseñanza, no como ministro, no como maestro, sino como discípulo fiel y empapado de alegría por la gloria de ser discípulo. Pretendo prolongar esa enseñanza que se calla en tantas catedrales, en tantos púlpitos, en tantos confesionarios.
Somos el eco que en medio de la batalla prolonga la voz de la campana, que la lleva lejos y la hace oír por todas partes; fiel incluso —¡oh, dolor!— cuando la campana se calló, porque el eco continúa cuando la campana se silencia. Fiel incluso cuando la campana se pone a repiquetear locamente traicionando su vocación de campana. Ésa es la fidelidad del eco, el cual muere a partir del momento en que deja de repetir.
Mi deseo en la vida no es más que repetir aquello que he oído de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.
Inquebrantable confianza en Nuestra Señora
Esta fidelidad que hasta el día de hoy he mantenido, y que la Santísima Virgen —espero— me otorgará hasta el final de mis días, ¿a qué se lo debo?
Permitidme unos instantes de confidencias.
Hacia el año 1920 había un niño en São Paulo, nacido de una familia católica, que tenía en su habitación una imagen de Nuestra Señora en relación con la cual manifestaba una inexplicable ojeriza.
En determinado momento, ese niño pasó por una prueba muy dura. Y en ese instante fue a rezar ante una imagen de María Auxiliadora.
Aquel niño, levantando los ojos hacia la imagen de Nuestra Señora —sin tener una visión ni revelación, sin que hubiera nada más allá de las vías comunes de la gracia—, ese niño entendió, no obstante, que Ella era la Madre de Misericordia y que, con Ella, resolvería sus dificultades. Desde entonces adquirió en María una confianza que nunca lo abandonó a lo largo de toda su vida. La Virgen le sonrió continuamente, y ese niño adoptó como un deber hablar de Ella y servirla mientras viviera.
Aquel niño, que le debe todo a Nuestra Señora y que ahora le hace a Ella un agradecido tributo de veneración, mostrando que en uno no hay nada, y que Ella es la Medianera de todas las gracias, que a Ella debemos atribuirle todo lo que tenemos, ese niño, lo estáis viendo en este momento. Acaba de dirigiros la palabra. ◊
Extraído, con adaptaciones para
el lenguaje escrito, de:
Conferencia.
São Paulo, 15/1/1970.
Bellas y esperanzadoras palabras del Dr.Plinio, a un grupo de jóvenes, extensible a todos nosotros,exhortando a seguir adelante en el camino del apostolado, por arduo y dificultoso que pudiera resultar a veces
Con su clarividencia habitual y un símil, compara el sonido del voltear de las campanas, en los campanarios, a las voces de aquellos fieles que, en medio del desorden y la oscuridad de la Revolución, claman contra el pecado y la vuelta a la conversión para que expandiéndose su eco, resuene y llegue a lo más profundo del corazón de los hombres y , estos, vuelvan a la Verdad
Al final, en esta lucha Contra revolución, Ntra Señora, siempre atenta a sus hijos fieles, dará la batalla definitiva y con su legión de Ángeles instaurará su Gloria y Reinado