¿Regla de la Historia o misteriosa coincidencia? Lo seguro es que la caída y ruina de edificios o ciudades especialmente simbólicos suele ser elocuente señal de cambios radicales en el rumbo de los acontecimientos.

 

Hace milenios que se construye. A bien decir, no se puede precisar el origen de la arquitectura, pues los edificios siempre formaron una parte esencial en la vida del hombre.

De los más elementales y rústicos monumentos de pueblos prehistóricos a las colosales pirámides egipcias —regios mausoleos que albergaban a las momias de los faraones1—, de los suntuosos templos que se elevaban sobre las acrópolis griegas a las inmensas catedrales de la Europa medieval, la arquitectura tal vez sea el arte más expresivo de las actitudes, conocimientos y necesidades de un pueblo.

Para residencia, culto religioso, trabajos o estudios; para el cuidado de la salud o incluso para la práctica deportiva, los edificios son indispensables y no se comprende la vida sin ellos.

Aunque, también en esta materia, hay algo que trasciende el terreno de lo concreto.

El carácter simbólico de los edificios

En el Génesis, unos capítulos después de la narración del Diluvio, vemos cómo los hombres se organizaron con el fin de llevar a cabo un inmenso proyecto: «Vamos a construir una ciudad y una torre que alcance el cielo» (11, 4). Esta iniciativa desagradó al Altísimo, al estar basada en la vanagloria y el rechazo a Él. ¿Y no es verdad que Babel pasó a representar la desobediencia al Señor y la miserable autosuficiencia humana?

Más adelante, el propio Dios sepultará, bajo el fuego y el azufre, a las ciudades de Sodoma y Gomorra (cf. Gén 19, 24-25), a causa de sus abominaciones, convirtiéndolas así en un símbolo del pecado que practicaban para los siglos futuros.

Pero, en sentido contrario, las edificaciones también pueden reflejar altas realidades. No es sin razón que el Apóstol utiliza la imagen de un templo cuando trata de los miembros del Cuerpo Místico de Cristo: «Sois conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios. Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por Él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor» (Ef 2, 19-21).

Y San Juan tomará la figura de una «nueva Jerusalén» para poner en palabras su visión, toda ella mística y rodeada de misterios: «Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva […]. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo» (Ap 21, 1-2).

Pocas ciudades en el mundo se volverían tan representativas como Jerusalén. Fue símbolo de la unidad del pueblo elegido, que manifestó por ella un gran aprecio: «Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha; que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías» (Sal 136, 5-6); y después pasó a representar, entre otros atributos, la unidad de la propia Iglesia Católica.2

Ciertas construcciones adquieren, por tanto, un carácter verdaderamente simbólico según las circunstancias en torno a las cuales son erigidas, utilizadas o destruidas.

Un cambio radical en el panorama de Israel

Para el conocido historiador Daniel-Rops «la evolución de las sociedades humanas no conoce cortes bruscos y, del pasado al futuro, los cambios se hacen más por transformación que por mutación repentina».3 Esto, sin embargo, no impide la existencia de fechas fatídicas «en las que parece que la propia corriente de la Historia cambia de sentido».4

Jerusalén vista desde el monte de los Olivos

Tanto para regiones pequeñas o grandes civilizaciones, esas fechas existen y muchas de ellas son señaladas por la caída y ruina de edificios o ciudades enteras, que anuncian cambios radicales en los acontecimientos. La toma de Jerusalén en el 70 d. C. ilustra muy bien esa realidad.

En la Sion de otrora, el Templo era el orgullo de la nación hebrea. Pues bien, éste lo derribaron dos veces. La primera sucedió cuando la ciudad fue conquistada por Nabucodonosor, rey de Babilonia (cf. Jer 42–43). El edificio erigido por Salomón fue reconstruido entre los reinados de Ciro y Darío (cf. Esd 6), siendo consagrado en torno al 515 a. C. No obstante, en el 70 d. C. pasó por el episodio trágico que culminaría con su definitiva ruina.

En la Pascua de aquel año, Roma decidió poner punto final a las sucesivas rebeliones de los judíos. Entonces el emperador Vespasiano envió a su hijo Tito a Jerusalén con todas las huestes y máquinas necesarias: «[…] cinco meses más tarde, tras indescriptibles escenas de horror, el cerco llegó a su fin. Jerusalén estaba en ruinas, miles de cadáveres rodaban bajo las patas de los jinetes nubios al servicio de Roma».5

¿Y el Templo? Fue incendiado, a disgusto del propio Tito, que había ordenado su preservación.

Afirma el historiador hebreo Flavio Josefo, con una pizca de exageración patriótica, que se trató de la destrucción de la obra más espléndida que había existido sobre el orbe, sea por su estructura, magnificencia y riqueza, sea por la santidad en él albergada. Impresiona, además, el hecho de que el derrumbe de ese incomparable templo ocurriera el mismo día y mes en el que los babilonios lo habían incendiado otrora.6

Símbolo terrible de la desgracia que se abatió sobre Israel, la pérdida del Templo y la toma de Jerusalén constituyó un hito en la historia de los hebreos. Para ellos la vida ya no sería la misma: «De la resistencia judía restaron tan sólo algunos grupos insignificantes, ocultos entre los escombros, que sucumbieron en los años siguientes. Judea se convirtió en una provincia romana, separada de Siria y ocupada por una legión acuartelada en Jerusalén. Desaparecieron el sanedrín y el sumo sacerdocio».7

Caída de Bizancio, fin de la Edad Media

Muchos siglos después otra importante ciudad sucumbiría. Se pasaba una página más de la Historia.

Corría el año de 1452. Las tentativas de reunificación de la Iglesia, tras el Gran Cisma de Oriente de 1054, aún resultaban inútiles: «Es mejor que reine en Constantinopla el turbante de los turcos que la mitra de los latinos»,8 exclamaban públicamente, bajo los aplausos de la multitud, altos dignatarios de Bizancio. Y así se hizo.

La conquista de Jerusalén – Museo de Bellas Artes, Gante (Bélgica)

Un año después de la mencionada declaración, las tropas de Mehmed II asediaban la gran ciudad. En la basílica de Santa Sofía «los miles de cristianos que allí se habían refugiado para rezar fueron todos decapitados. Más de cincuenta mil griegos de ambos sexos y de todas las edades fueron vendidos como esclavos. […] Inestimables tesoros del arte y de la inteligencia fueron saqueados y estúpidamente destruidos: estatuas, columnas raras, ornamentos religiosos, manuscritos y evangeliarios […].

«Finalmente, en Santa Sofía, cuyas paredes habían sido encaladas con yeso para obliterar las figuras odiadas por el Corán, el vencedor hizo su entrada solemne, rezó las oraciones musulmanas y, con una palabra, mandó que terminara la masacre. Concluía más de mil años de grandeza cristiana».9

Para la mayor parte de los historiadores, los acontecimientos de 1453 en Bizancio delimitaron el fin del período de la Edad Media.

¿Habrá otra toma que, como esas, sea considerada un hito simbólico?

La pusilanimidad derriba una fortaleza

Pasemos al reino de Francia, al 14 de julio de 1789.

Si un literato hubiera osado imaginar lo ocurrido aquel día en París, corría el serio riesgo de ser tachado de loco y conspirador. Pero no se trataba de una ficción. La propia Historia se encargó de pintar con los colores de la más pura realidad una trágica sucesión de horrores.

La Toma de la Bastilla, por Jean-Pierre Houël – Biblioteca Nacional de Francia (París)

La multitud armada afluye a la fortaleza de la Bastilla. Disparando incesantemente y tratando de incendiar una de sus torres, consigue, por fin, romper las amarras del puente levadizo, que cae estrepitosamente. El patio es invadido y las dependencias puestas al pillaje. La muchedumbre, ebria de sangre, corre hacia el edificio de gobierno parisino. El presidente del municipio, Flesselles, pálido, sale al encuentro y aún no había dado tres pasos, cuando, a su vez, es asesinado y decapitado.10

Aquella antigua fortaleza medieval había sido transformada en una cárcel del Gobierno que contaba en la época con tan sólo siete prisioneros: cuatro falsificadores, un joven preso a petición de su familia y dos locos. Al tomar la Bastilla los revolucionarios iban en busca del armamento y la munición allí depositados. La fortaleza en sí no tenía gran trascendencia; su conquista, no obstante, fue exaltada por los propagandistas, enaltecida por la Asamblea, aprobada por la corte y legitimada por Luis XVI. Se convirtió en el signo de la pusilanimidad real y la «prueba de que la monarquía renunciaba a sus propios principios».11

La invasión de la Bastilla se transformó en uno de los mayores emblemas de la Revolución francesa. ¿Por qué? El pueblo se dirigió hacia allí en busca de armas, es verdad. Pero el gesto poseía una dimensión más profunda: el castillo era símbolo del régimen con el que querían romper. Así pues, su ruina representó el desmoronamiento de la monarquía, que había sido hasta entonces, en esta tierra, «el supremo recurso contra la maldad de los hombres y la hostilidad de las cosas».12

Nuevo punto de referencia para el mundo

Podemos mencionar también otros hechos elocuentes, como el bombardeo de las ciudades europeas en la Primera Guerra Mundial. Tal conflicto redujo a escombros distintas partes de Europa —antaño «el centro del mundo»— mientras que del otro lado del Atlántico se hacían sentir nuevos aires de progreso.

A la izquierda, La Torre de Babel, por Lucas van Valckenborch – Museo del Louvre, París; a la derecha, el incendio de Notre Dame de París el 15/4/2019

El Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, que había vivido esas transformaciones del panorama mundial, escribiría: «Ante el esplendor de la joven y gigantesca nación estadounidense, Europa, bella, conservadora y respetable, pero destrozada por la guerra, parecía que se hubiera retirado de los hechos y estuviera imposibilitada de resolver sus problemas, a menos que el coloso la ayudara. Continente nimbado por las glorias del pasado, es verdad, pero incapaz de dominar el presente y, sobre todo, de producir el futuro. La tierra de las cosas hermosas y de los cuentos de hada, que ya no tenían razón de ser, era sustituida por una nueva potencia.

«La opinión pública mundial tuvo súbitamente la noción de que su propio eje se había desplazado: Europa fue en otro tiempo el centro de las atenciones, pero ahora el mundo pasaba a presentar otro punto de referencia».13

Aunque este nuevo modelo sufriría una misteriosa afrenta al despuntar el tercer milenio.

El atentado terrorista más grande de la Historia

«Un día tenebroso en la historia de la humanidad»,14 así es como calificaría el sumo pontífice a aquel 11 de septiembre de 2001.

A las 8:45 de la mañana, horario de Nueva York, un avión secuestrado por terroristas es estrellado contra uno de los edificios más grandes del mundo. Dieciocho minutos más tarde el edificio contiguo al anterior recibía el impacto de otro avión. Cuando el reloj marcaba las 10:30 h las torres gemelas del World Trade Center —construcciones de 110 plantas— se habían venido al suelo, reducidas a escombros de hierro y cemento.

Pasados cerca de cuarenta minutos de la primera explosión, un tercer avión chocaba con el Pentágono, sede del Departamento de Defensa de los Estados Unidos; y a las 11:29 h un cuarto lo hacía en Pittsburgh (Pensilvania). Los atentados causaron miles de víctimas.15

Un ataque despiadado, condenado por la totalidad de las autoridades internacionales, que no dejó de contener su aspecto altamente simbólico. Para el entonces canciller alemán, Gehrard Schroeder, los atentados habían sido una «declaración de guerra a todo el mundo civilizado».16 Un articulista destacaría: «[Se inicia] una nueva página de la Historia […]. El veredicto es perentorio: el mundo entra en nuevos y abominables paisajes».17

Dejando de lado las cuestiones políticas y económicas que envuelven estos hechos, ¿un acontecimiento de esas proporciones acaso no significará algo muy serio, justo en los albores de un nuevo siglo, de un nuevo milenio?

El destino de una civilización abandonada al pecado

Está claro que en un mundo basado en la moral y en la ley de Dios jamás habría sitio para atrocidades de ese género. Daniel-Rops afirma con mucha precisión: «Las crisis que sacuden a las sociedades humanas empiezan siempre por ser crisis espirituales: los acontecimientos políticos y las convulsiones sociales no hacen sino traducir en hechos un desequilibrio cuya causa es más profunda».18

Las Torres Gemelas poco antes de colapsar

Ahora bien, ¿la «causa profunda» de eventos como este no estaría relacionada íntimamente al desprecio para con Dios y a los errados criterios humanos de los que nos hablaba Juan Pablo II en su visita a Fátima?19

El mundo se cerró al Altísimo y parece estar recogiendo los frutos del desorden que sembró en el pecado y en la iniquidad. Por cierto, fue muy en ese sentido que la Santísima Virgen advirtió a la humanidad, a través de los pastorcitos, cuando pedía una urgente conversión de los corazones. Pero ni siquiera ese aviso maternal encontró eco en las almas. Ahora, ¿qué resultados se podrían obtener de ese rechazo a la voluntad de Dios y de la Virgen sino los peores desastres?

Quizás los terribles acontecimientos que abrieron el siglo XXI, hace exactamente veinte años, sean símbolo elocuente del destino de una civilización que quiso revolcarse en el pecado. Tal vez las fuerzas del Infierno se hayan regocijado con la caída de las Torres Gemelas, previendo el advenimiento de una era en la cual avanzarían, como nunca, para consumar la perdición de un mundo que ya pretenden dominar.

Además, rememorando aquellas escenas de horror, no podemos evitar evocar las llamas inclementes que consumieron tantas iglesias alrededor del mundo en los últimos años, en especial la incomparable catedral de Notre Dame de París.

De cualquier forma, esas impías llamas jamás podrán ser prenda del triunfo de los infiernos. Cuando los demonios menos se lo esperen, el propio Jesús derrumbará, de un soplo (cf. 2 Tes 2, 8), la «Babel» construida por el diablo y sus secuaces. Entonces veremos en qué manos están las auténticas «riendas» de los acontecimientos. 

 

Notas

1 Los egipcios afirmaban que «la casa era un lugar de paso, y la tumba una mansión eterna» (cf. AYERVE, CMF, Francisco Naval. Curso Breve de Arqueología y Bellas Artes. 8.ª ed. Madrid: Coculsa, 1950, p. 106).
2 Cf. BÍBLIA DE JERUSALÉM. São Paulo: Paulus, 2016, p. 998.
3 DANIEL-ROPS, Henri. História da Igreja de Cristo. A Igreja da Renascença e da Reforma. São Paulo: Quadrante, 1996, v. I, p. 104.
4 Ídem, ibídem.
5 DANIEL-ROPS, Henri. História da Igreja de Cristo. A Igreja dos Apóstolos e dos mártires. São Paulo: Quadrante, 1988, p. 51.
6 Cf. JOSEFO, Flavio. História dos Hebreus. São Paulo: Américas, 1963, v. VIII, p. 295.
7 DANIEL-ROPS, História da Igreja de Cristo. A Igreja dos Apóstolos e dos mártires, op. cit., pp. 52-53.
8 DANIEL-ROPS, História da Igreja de Cristo. A Igreja da Renascença e da Reforma, op. cit., p. 92.
9 Ídem, p. 96.
10 Cf. GAXOTTE, Pierre. A Revolução Francesa. Porto: Tavares Martins, 1945, pp. 92-93.
11 Ídem, p. 94.
12 Ídem, ibídem.
13 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Notas Autobiográficas. São Paulo: Retornarei, 2010, v. II, p. 63.
14 SAN JUAN PABLO II. Audiencia general, 12/9/2001.
15 Cf. EDITORIAL. Um país em estado de choque. In: O Estado de São Paulo. Año CXXII, N.º 39411 (12/9/2001), pp. A1; A4.
16 Cf. MUNDO CONDENA E PEDE UNIÃO CONTRA O TERROR. In: O Estado de São Paulo, op. cit., p. A14.
17 LAPOUGE, Gilles. Violência, sem precedentes, abala a história. In: O Estado de São Paulo, op. cit., p. A11.
18 Cf. DANIEL-ROPS, A Igreja da Renascença e da Reforma, op. cit., p. 106.
19 Cf. SAN JUAN PABLO II. Homilía en la Misa en Fátima,13/5/1982.

 

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1 COMENTARIO

  1. Ciertamente, a lo largo de la Historia, distintas caídas de edificios han marcado un antes y un después, sin embargo en la presente época, estos hechos, como el reciente incendio que asoló la catedral parisina, parecen olvidarse rápidamente. Todo ello puede ser interpretado como un claro reflejo de la indudable decadencia de nuestra civilización occidental pero no debe contribuir a sumergirnos en el pesimismo. Vivimos tiempos turbulentos y nuestro mundo tendrá que tocar fondo para resurgir posteriormente con mayor esplendor. Dios es el verdadero dueño de la Historia y Nuestra Madre Celestial nos ha prometido el triunfo de Su Inmaculado Corazón, aun así me pregunto si la mayor parte de los fieles de hoy son capaces de interpretar los acontecimientos de los cuales estamos siendo testigos.

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