Bondad paternal que conquista

Tenía unos 11 años cuando tuve la gracia de encontrarme por primera vez con Don Rinaldi en el Oratorio festivo de las Hijas de María Auxiliadora de Turín. Todas lo llamaban con el cariñoso título de «Sr. Director»; todas corrían hacia él alegremente, como hijas a su padre. Su semblante austero, pero al mismo tiempo tan paternal, su sonrisa bondadosa y su mirada, que se posaba especialmente en las más pequeñas, me hicieron pensar de inmediato en Don Bosco, de quien ya había oído hablar; me acerqué tímidamente, como todas las demás, para besarle la mano y sentí que su mirada se posaba en mí, quizá porque nunca me había visto antes — conocía bien a todas sus espabiladas muchachas. Esa mirada, acompañada de una sonrisa tan paternal, me conquistó. […]

Su dirección espiritual, sencilla, directa, llana, salesiana en todo el sentido de la palabra, suave y fuerte al mismo tiempo, clara. Bastaban unos minutos para esclarecer la situación de la conciencia, que se abría espontáneamente al contacto de su palabra fácil y bondadosa: no se le podía ocultar nada; es más, se podía y se quería contarle todo. Sus consejos eran breves, pero siempre apropiados, se traducían en un propósito práctico y seguro, siempre dirigido a formar sólidamente y a extirpar lo que debía ser eliminado. Más que a las faltas, le daba mucha importancia a la actitud habitual del alma, y ayudaba a sostener la parte más débil y aconsejaba sobre cómo fortalecerla. […]

Nunca palabras inútiles, preguntas inoportunas; siempre alentador, pero firme; siempre paternal, pero fuerte. […]

Nos acostumbraba al sacrificio, sin darle mucha importancia. Cuando acudía a él para manifestarle penas o contrariedades, éstas, a su juicio, siempre eran cosas sin importancia; y no era por falta de comprensión que mantenía esa actitud —pues yo me sentía bien comprendida, especialmente por los consejos paternales que me daba—, sino porque quería que creciera fuerte espiritualmente.

Decía: «El verdadero cristiano, al igual que el buen soldado, nunca debe dejarse atemorizar por las batallas». Y fue una gran suerte que me acostumbrara desde joven a estas luchas, porque la vida nos reserva siempre otras nuevas y más duras.

CERIA, SDB, Eugenio.
Vita del Servo di Dio Filippo Rinaldi.
Torino: Società Editrice Internazionale,
1948, pp. 504-506.

 

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