Al obrar la milagrosa curación de la hemorroísa y la resurrección de la hija de Jairo, Jesús enseña que las grandes gracias son concedidas a los que tienen más fe.

 

Evangelio del XIII Domingo del Tiempo Ordinario

En aquel tiempo, 21 Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor y se quedó junto al mar. 22 Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, 23 rogándole con insistencia: «Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva». 24 Se fue con él y lo seguía mucha gente que lo apretujaba.

25 Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. 26 Había sufrido mucho a manos de los médicos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. 27 Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, 28 pensando: «Con sólo tocarle el manto curaré». 29 Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado. 30 Jesús, notando que había salido fuerza de Él, se volvió enseguida, en medio de la gente y preguntaba: «¿Quién me ha tocado el manto?». 31 Los discípulos le contestaban: «Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: “¿Quién me ha tocado?”». 32 Él seguía mirando alrededor, para ver a la que había hecho esto. 33 La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que le había ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad. 34 Él le dice: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad».

35 Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: «Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al Maestro?». 36 Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: «No temas; basta que tengas fe». 37 No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. 38 Llegan a casa del jefe de la sinagoga y encuentra el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos 39 y después de entrar les dijo: «¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La niña no está muerta; está dormida». 40 Se reían de Él. Pero Él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, 41 la cogió de la mano y le dijo: «Talitha qumi» (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»). 42 La niña se levantó inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor. 43 Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña (Mc 5, 21-43).

I – El relato de San Marcos

El evangelista San Marcos se distingue por la sencillez de sus descripciones. Parco en comentarios, de lenguaje directo y poco dado a recursos literarios, desarrolla la narración en un estilo conciso, como ya hemos visto en artículos anteriores. Sin embargo, en los versículos que la liturgia de este decimotercer domingo del Tiempo Ordinario recoge, tales características no le impiden trazar con extrema viveza y elocuencia las maravillosas obras de Jesús, sorprendiéndonos por la riqueza de detalles que hacen que las escenas sean verdaderamente arrebatadoras. Casi podríamos juzgar innecesaria cualquier otra apreciación, pero la profundidad de la Palabra de Dios siempre permite resaltar determinados aspectos capaces de tocar nuestras almas.

Como premisa, es importante considerar que este pasaje pone de relieve la humanidad de Jesucristo. Mientras que en los escritos de San Juan trasluce su nítida preocupación por subrayar los rasgos divinos del Salvador, sin perder de vista los humanos, en los de San Marcos notamos una intención armónicamente opuesta. Sabemos que el primero compuso su Evangelio impelido por el combate a las herejías gnósticas de su tiempo. ¿Qué habrá movido a este discípulo de San Pedro a seguir el camino inverso? Analicemos el texto sagrado.

II – Armonía entre la divinidad y la humanidad en la Persona de Jesucristo

En aquel tiempo, 21 Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor y se quedó junto al mar.

Cristo, en una extraordinaria manifestación de poder, acababa de expulsar a una legión de demonios del poseso de Gerasa (cf. Mc 5, 1-16). Uno de ellos, portavoz de los espíritus impuros, le suplicó que no los echara de aquella comarca, sino que los enviara a una piara de cerdos que estaba paciendo por allí. Jesús se lo permitió y los animales se abalanzaron acantilado abajo al mar y se ahogaron. Después de recomendarle al exorcizado que volviera con los suyos y les contara lo que el Señor había hecho por él (cf. Mc 5, 19), el Maestro inició la travesía del mar de Galilea. Antes de que alcanzara la otra orilla, la noticia de su llegada ya se había difundido, pues en aquella época, a pesar de que casi sólo existía la comunicación oral, las novedades corrían como un relámpago. Al bajar de la barca, la playa se encontraba repleta de gente deseosa de verlo y de impregnarse de sus doctrinas.

Predicación de Jesús en el lago de Tiberíades, por Joseph Alfred Ballet du Poisat – Museo Municipal de Bourg-en-Bresse (Francia)

Un jefe de la sinagoga ajeno a los preconceptos farisaicos

22 Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, 23 rogándole con insistencia: «Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva». 24 Se fue con él y lo seguía mucha gente que lo apretujaba.

Para estar a la altura del cargo de jefe de la sinagoga, Jairo ciertamente poseía títulos y una buena posición social. Pero, consciente de que sus conocimientos no significaban nada al lado de la sabiduría de Nuestro Señor, por quien profesaba una auténtica admiración, fue en busca de Jesús para implorarle la curación de su hija, que agonizaba. Al verlo, se postró ante Él —que era una prueba de completa sumisión— y, reconociendo su fuerza y su poder, le rogó que impusiera sus manos sobre la niña. Esa era una costumbre que existía entre los sacerdotes cuando rezaban por los enfermos, la cual también fue adoptada por Jesús en varias ocasiones (cf. Mc 6, 5; 8, 23.25; etc.). Considerando su fe, el Señor quiso atenderlo.

Mientras se dirigía a la casa de Jairo, el divino Médico era seguido por una gran muchedumbre que «lo apretujaba», pues todos ansiaban acercarse a Él para escuchar sus palabras o hacerle alguna petición.

La curación de la hemorroísa – Museo de Bellas Artes, Sevilla (España)

Una mujer que estaba perdiendo la vida poco a poco

25 Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. 26 Había sufrido mucho a manos de los médicos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor.

La sangre es señal de vida y, como es natural, perderla de forma progresiva significa debilitarse. La enferma se había gastado todos sus bienes en numerosos tratamientos, pero los médicos no obtuvieron la curación a la que aspiraba y la dejaron en la ruina. Había llamado a todas las puertas sin ningún resultado; ¡y bien podemos imaginar los sufrimientos a los que fue sometida como consecuencia de los escasos recursos de aquel tiempo! Pero, a pesar de los fracasos, mantenía el ánimo y la esperanza encendidos.

Fe y constancia para lograr su curación

27 Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, 28 pensando: «Con sólo tocarle el manto curaré». 29 Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado.

Este versículo nos muestra la enorme fama de la que Jesús gozaba entre el pueblo, hasta el punto de difundirse que bastaba con tocarle sus ropas o ser cubierto por su sombra para quedar sano. Era, sin duda, una gloria impresionante.

Alentada por lo que había oído acerca del Señor, esa mujer de fe robusta pensó: «¡He ahí la solución!», y decidió tocar el manto del divino Redentor, convencida de que únicamente con eso se resolvería su problema. Podría haber creído que con una súplica a distancia ya era suficiente; sin embargo, la fe infundida por Dios en su alma le indicaba que la gracia estaba condicionada al gesto de «tocarle el manto». De este modo quedaría patente que la salud le vino del Maestro, sin dar margen a la sospecha de que la hubiera conseguido por la intervención de un ángel o de cualquier otro factor.

Ahora bien, la pobre señora tenía pánico de presentarse delante del Mesías, no sólo por timidez, sino también porque sabía que las circunstancias le eran desfavorables para expresar en público su pedido, puesto que su enfermedad la hacía legalmente impura (cf. Lev 15, 25). Recordemos que las mujeres, en aquella época, y en particular entre los israelitas, eran relegadas socialmente a un plano inferior y entonces sería inapropiado que una hija del pueblo elegido adoptara una actitud como la que tuvo la cananea —pagana, ajena a las costumbres judaicas— al aproximarse al Señor gritando dramáticamente para implorarle su ayuda (cf. Mc 7, 24‑30; Mt 15, 21‑28). Pero la fe impulsaba a la enferma. Así pues, aun viéndose apretujada por la muchedumbre, se fue acercando poco a poco hasta que, quizá después de varios intentos, encontró un hueco por la cual extendió el brazo y logró tocar la orla del manto de Jesús. Y enseguida quedó curada.

Este pasaje nos enseña que, a veces, para conseguir una gracia especial debemos perseverar ante las dificultades, soportando empujones, desprecios e incluso rechazos.

La curación de la hemorroísa – Catedral de Notre Dame de Coutances (Francia)

Pregunta humana, con intención divina

30 Jesús, notando que había salido fuerza de Él, se volvió enseguida, en medio de la gente y preguntaba: «¿Quién me ha tocado el manto?». 31 Los discípulos le contestaban: «Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: “¿Quién me ha tocado?”». 32 Él seguía mirando alrededor, para ver a la que había hecho esto.

A primera vista causa cierta extrañeza la expresión utilizada por San Marcos: «notando que había salido fuerza de Él». De hecho, por su conocimiento divino, infalible y siempre presente, Jesús lo abarcaba todo. ¿Cómo se explica que percibiera algo que no podía ignorar? En su humanidad, por el conocimiento experimental, comprobó lo que, en cuanto Dios, había visto desde toda la eternidad. Y el evangelista subraya ese detalle para transmitir una noción clara del lado humano de Jesucristo, después de haber quedado patente su divinidad por lo instantáneo de la curación.

Aunque podía haber dejado marchar a la mujer, quiso preguntar quién lo había tocado, para avivar la atención de los Apóstoles e invitar a la mujer a que diera su testimonio, como afirma San Jerónimo: «¿Es que acaso el Señor no sabía quién lo había tocado? ¿Por qué, pues, la buscaba? Claro que lo sabía, pero deseaba que ella misma lo pusiera de manifiesto. […] Si no hubiera formulado la pregunta […], nadie se habría dado cuenta de que se había producido un milagro. […] Por esa razón hace la pregunta, para que aquella mujer lo reconozca públicamente y Dios sea glorificado».1 El Hombre Dios demostraba así que la curación había sido llevada a cabo por Él, para evitar que el demonio inculcara en la mujer la idea de que había sido una mera coincidencia o fruto de una fuerza psicológica, como sustentan los racionalistas al analizar tales hechos.

La fe y el amor conquistan la vida divina

33 La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que le había ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad. 34 Él le dice: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad».

En lugar de salir apresuradamente para escapar de una situación embarazosa, la mujer prefirió acusarse, tal vez temiendo que si no lo hacía podría perder la salud que le acababa de ser restituida. Por eso se arrodilló delante de Jesús temblando, pero confiando en su misericordia, y contó lo que le había sucedido. Conducta loable, la cual indica cómo era una persona humilde, de conciencia recta y con tendencia a ser escrupulosa, pues imaginaba que le había robado algo al Señor y deseaba devolvérselo, pero sin que le fuera retirado el beneficio obtenido.

La respuesta del Salvador nos permite conjeturar que la miró con gran complacencia y bondad. La llama «hija», lo que significa que pasó a gozar de su naturaleza divina. Sí, en aquel instante tuvo tal arrobamiento y admiración por el Hijo de Dios, llegando incluso a la adoración, que le fue infundida la gracia santificante, porque como enseña Santo Tomás de Aquino,2 cuando la criatura racional se ordena a su debido fin ya está justificada. La vida sobrenatural penetra en quien se entusiasma y se encanta con algo superior, hasta el punto de amarlo más que a sí mismo. Sobre este asunto comenta San Juan Crisóstomo: «Hija suya, efectivamente, la había hecho la fe».3 ¡Qué gloria haber recibido este título de los labios de Jesucristo!

Al mismo tiempo, las palabras «tu fe te ha salvado» indican que el restablecimiento también se dio en razón de esta virtud. Ésta es la que nos une a Dios y, por ese motivo, quien la posee en grado sumo alcanza una fuerza venida de lo alto. Es innegable que Jesús podría curar únicamente en función de su voluntad omnipotente. Sin embargo, condicionaba la realización del milagro a la fe —unas veces sólida, otras veces escasa— que encontraba en las almas.4 Donde ésta no existía, de ordinario Él no obraba ningún milagro (cf. Mc 6, 5). No consta, por ejemplo, que ninguno de los fariseos que se habían acercado al Señor fuera curado.

La resurrección de la hija de Jairo – Iglesia de Nuestra Señora de la Consolación, Nueva York

El Señor estimula al padre afligido a crecer en la confianza

35 Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: «Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al Maestro?». 36 Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: «No temas; basta que tengas fe». 37 No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.

Podemos imaginar la conmoción de Jairo ante la noticia del fallecimiento de su hija, aún más por ser una época en que el sentido familiar estaba mucho más arraigado que hoy y la paternidad se ejercía de forma vigorosa. Como el entierro ya debía estar siendo preparado, los empleados, al temer que la llegada de Jesús acompañado por la turba provocara un tumulto no pequeño en tan trágicas circunstancias, quisieron evitar que el Maestro fuera.

Con todo, Jesús, en un desvelo propio a inspirar las costumbres del Ancien Régime, fortaleció la confianza de Jairo. El consejo: «No temas, te basta con creer y tu hija sanará —según San Agustín— no es un reproche a quien desconfía, sino una confirmación a quien creía más intensamente».5 ¡La niña estaba muerta! Sus articulaciones enrigidecían, su cadáver quedaba gélido, listo para ser embalsamado, envuelto en vendas y sepultado en una gruta. Si la hija, por lo tanto, ya no tenía posibilidad de practicar un acto de fe, el padre lo hacía, al presentarle su petición al divino Maestro. Es probable incluso que durante el camino, en compañía de Cristo, reafirmara en su interior, cada vez con más fervor, la certeza de la resurrección de su hija. La fe del jefe de la sinagoga, así como la de los tres apóstoles escogidos por Jesús para acompañarle, hizo que su intervención fuera del todo posible, pues a menudo es a través de la creencia de terceros cuando se establece la conexión entre la omnipotencia de Cristo y la realización del milagro. Si Jairo hubiera pensado que la muerte de su hija excusaba la presencia del Salvador, no habría obtenido el beneficio de su resurrección.

Esa es la fe que debemos tener, sobre todo en los momentos más difíciles de nuestra vida. Dada la importancia de esta virtud, es contra ella que el demonio más embiste, tratando de disminuirla, debilitarla y mermarla, para impedirnos lograr aquello que necesitamos. Siguiendo las enseñanzas del divino Maestro en esta liturgia, ¡basta con tener fe! Creamos en su misericordia más allá de la realidad aparente, recordando que, cuando imploramos alguna gracia útil para nuestra salvación, para el bien del prójimo y la gloria de la Santa Iglesia, Dios tiene más empeño en darla que nosotros en recibirla. En verdad, nuestro deseo fue precedido por el suyo, desde siempre.

La resurrección de la hija de Jairo – Iglesia de San Pedro, Burdeos (Francia)

Sólo los que tienen fe presencian el milagro

38 Llegan a casa del jefe de la sinagoga y encuentra el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos 39 y después de entrar les dijo: «¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La niña no está muerta; está dormida». 40 Se reían de Él. Pero Él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña,…

La comitiva se encuentra a la puerta de la casa con un escenario de agitación propio del espíritu manifestativo de los orientales: unos lloraban, otros gritaban, todos estaban conmocionados. La primera preocupación de Jesús fue la de calmarlos, afirmando que la niña solamente dormía. En efecto, la niña «estaba muerta para los hombres, que no habían sido capaces de resucitarla, y para Dios, dormía, a cuya disposición vivía su alma retirada, y su cuerpo permanecía tranquilo para ser resucitado».6 Para Él, en cuanto Dios, la muerte no pasa de un simple sueño, susceptible de ser interrumpido en cualquier instante por su poder, pues será Él mismo quien resucitará a toda la humanidad el último día. Y en la hija de Jairo podemos contemplar simbólicamente nuestra propia imagen en la tumba, deteriorada por el tiempo, a la espera del momento en que, a una orden del Supremo Juez y por su poder, nuestro cuerpo se unirá a nuestra alma en el estado que le corresponda a cada una.

Sin embargo, los circunstantes, como eran unos incrédulos, juzgaban que Jesús se equivocaba, porque el cuerpo de la niña ya estaba inerte, y entonces empezaron a reírse de Él, demostrando con ello que su llanto era fingido y egoísta; si fuera auténtico, continuarían llorando sin preocuparse con lo que Él decía.

Por ese motivo, Jesús ordenó que todos se retirasen, a excepción del padre, de la madre y de los tres discípulos, los únicos con fe en aquel ambiente. Quien no tiene fe constituye un impedimento para la acción de la gracia y pesa negativamente en la comunión de los santos. Signo de que los escépticos obstruyen el progreso espiritual en su propio medio. En relación con ellos, debemos tener una prudente cautela para no perder gracias por su mala influencia. Vemos también en esta escena cómo Dios aprecia los lazos familiares, pues resucita a la niña sobre todo por causa de sus padres. Bien podemos suponer que ambos se hayan salvado y que hoy estén regocijándose en el Cielo.

El Señor resalta su humanidad con un gran milagro

41 …la cogió de la mano y le dijo: «Talitha qumi» (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»). 42 La niña se levantó inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor.

Una vez más San Marcos presenta conjugados los aspectos divinos y humanos del Maestro. Pone de relieve su humanidad al contar que Jesús quiso ir hasta la casa de Jairo, coger la mano de la niña y ordenarle que se levantara. ¿Sería necesario este recorrido, algún gesto o cualquier palabra? No, pues Él es Dios y desde lejos habría podido impedir la muerte o realizado la resurrección. Pero procedió así para dejar claro que aquella era una obra suya, y para que la niña, al despertar, sintiese que estaba en sus manos. De esta manera, demuestra que es hombre, aun al realizar milagros, y en la eficacia de su verbo resalta su divinidad.

Nueva delicadeza del Hombre Dios

43 Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.

Jesús prohibió que fuera divulgado lo ocurrido, porque en aquellas circunstancias no era conveniente que un signo tan portentoso se diera a conocer. Es muy bonito que conste en la narración evangélica su preocupación por la comida de la niña, que el padre y la madre, impresionados por el acontecimiento, probablemente olvidaron. Tal delicadeza nos revela cómo el celo de todas las madres del mundo, sumado, no equivale al cuidado que Él tiene por una sola persona. Ahora bien, siendo Dios, ¿no podría eliminar el hambre de la pequeña? Pues, ¿qué era más fácil: satisfacerle milagrosamente el apetito o hacerla volver a la vida? Sin embargo, quiso que los padres le dieran de comer, por dos razones. En primer lugar, para que comprobaran que su hija de hecho estaba viva, conforme asevera San Jerónimo: «Cada vez que resucitó a un muerto, ordenó que se le diera de comer, para que no se pensara que la resurrección era una fantasmagoría».7 Luego, para mostrarnos cuánto ama el orden natural de las cosas, ya que lo más apropiado era que los padres adoptaran las correspondientes medidas para alimentar a su hija, debilitada por una enfermedad mortal; sin duda, ahora su salud estaría mejor que antes, pero una buena comida era conveniente para recuperar las energías.

III – La vida divina también debe brillar en nuestra humanidad

Al recorrer este rico Evangelio —el relato más detallado entre los registros sinópticos del mismo episodio—, contemplamos la armonía perfecta entre los aspectos humanos y divinos de Jesucristo. Según explica Santo Tomás de Aquino: «Cristo había venido a salvar al mundo no sólo con el poder de su divinidad, sino asimismo mediante el misterio de su encarnación. Y por esto, con frecuencia, cuando curaba a los enfermos no usaba sólo del poder divino, simplemente ordenando, sino que también añadía algo de parte de su humanidad».8 Ante este verdadero caleidoscopio de manifestaciones, ora de una naturaleza, ora de otra, en la Persona divina de Jesús, debemos analizar con atención sus relaciones con los hombres a lo largo de su vida terrena, para poder contemplarlo en toda su grandeza.

La resurrección de la hija de Jairo – Museo del Real Monasterio de El Escorial (España)

Con igual agudeza necesitamos procurar entender lo que pasa a nuestro alrededor. Como resultado de una fe poco firme, tendemos a concebir la realidad bajo un prisma estrictamente humano, menospreciando la visión sobrenatural. No obstante, la existencia humana siempre está sujeta a la influencia del mundo invisible y, por lo tanto, a nuestras tendencias se le asocia la acción de un demonio o de un ángel. Así como es impensable considerar al Señor solamente como hombre, ignorando la unión hipostática, del mismo modo es un grave error olvidarnos de que, por el Bautismo, cada cristiano, siendo mera criatura, ascendió a la participación en la vida divina. Esto hace que todas nuestras decisiones estén marcadas por la gracia o por su ausencia. Sepamos distinguir por cuáles de estos factores somos influenciados. ¿Serán ángeles o demonios? ¿La gracia o los instintos desordenados? ¿La virtud o el vicio? Con esta directriz lo veremos todo no ya en dos dimensiones, sino desde la perspectiva de la eternidad.

Amor humano de magnitud infinita

Por causa de la culpa original y de los pecados actuales, las puertas del Cielo estaban cerradas para nosotros y merecíamos la muerte eterna. Sin embargo, el Verbo, habiéndose encarnado, experimenta en su humanidad sentimientos de inmensa compasión hacia nosotros. ¿En cuántas ocasiones, viendo partir de este mundo a un ser querido, no habríamos deseado morir en su lugar? Ahora bien, Jesucristo nos amó de tal manera que se entregó por nosotros y nos rescató con su sacrificio, franqueándonos el acceso a la vida verdadera. Meditar sobre esta maravilla nos proporciona un beneficio monumental, porque frecuentemente somos asaltados por aflicciones, tentaciones, miedos, y a veces incurrimos en funestos delitos; pero si el Señor cura, resucita y perdona, tiene poder para suavizar nuestros problemas y levantarnos de cualquier caída. ¿Qué es necesario de nuestra parte?: ¡Basta que tengamos fe!

La hemorroísa, figura del pecador que aún tiene fe

En este sentido, la hemorroísa, que «se había puesto peor», es la imagen de aquel que, privado del flujo vital de la gracia y de la energía sobrenatural, después de cometer una falta grave, va detrás de falsos remedios y busca la felicidad donde no está, juntándose con malas amistades y optando por ciertas compañías que lo desvían del buen camino. Y cuanto más esfuerzo hace para satisfacer sus anhelos, tanto más se consume y se aparta de aquello que engañosamente procura; el brillo de la inteligencia y la fuerza de voluntad disminuyen; el dinamismo del alma se disipa. Perdidas por el pecado las virtudes y los dones, sólo le resta un resquicio de esperanza y un «tendón» de fe. A medida que reincide en nuevas transgresiones, también éstos se van apagando poco a poco.

Para evitar que eso suceda es indispensable que, si caemos, nos arrepintamos y digamos suplicantes: «Señor, merezco todos los castigos y, quizá, el Infierno. Pero pido perdón por mis crímenes con ardorosa fe en vuestro poder». Tengamos confianza en que Jesús siempre está dispuesto a curarnos, no sólo de los males físicos, sino, sobre todo, de los morales, para restaurarnos en el alma la inocencia, así como restituyó la salud a la hemorroísa. A tal punto se preocupa en revitalizar el alma, de preferencia al cuerpo, que a la Iglesia no le legó algo a la manera de un cajero automático para curar enfermedades, en donde los enfermos se arrodillan y salen restablecidos, sino que instituyó el sacramento de la Penitencia, con el que no contaron los eminentes varones del Antiguo Testamento. En aquel entonces, nadie podía recurrir a un sacerdote para acusarse de sus faltas y ser absuelto, con la certeza de quedar limpio de toda culpa. ¡Qué gran don puso a nuestro alcance el divino Redentor!

Adoración Eucarística en la basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil)

¡Nosotros tenemos la Eucaristía!

A ejemplo de los protagonistas del pasaje del Evangelio de este decimotercer domingo del Tiempo Ordinario, aproximémonos al Señor y Él nos prodigará sus favores. En el sacramento de la Eucaristía, más que estrechar la mano que levantó la niña en el lecho de muerte o tocar el manto cuyo contacto devolvió la salud a la mujer, cada uno de nosotros recibe a Jesús en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Si Él se da totalmente a nosotros, ¿no nos curará de las miserias, solucionará nuestras dificultades espirituales e, incluso, suplirá las carencias materiales? Pidamos a Jesús, por intercesión de María, una fe mayor que la de la hemorroísa y la de Jairo, para beneficiarnos de todos los tesoros que por su misericordia nos quiere conceder. 

 

Notas

1 SAN JERÓNIMO. Tratado sobre el Evangelio de San Marcos. Homilía III (5, 30-43). In: Obras Completas. Obras Homiléticas. Madrid: BAC, 1999, v. I, p. 853.
2 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q. 89, a. 6.
3 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (1-45). Homilía XXXI, n.º 2. In: Obras. 2.ª ed. Madrid: BAC, 2007, v. I, p .619.
4 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., III, q. 43, a. 2, ad 1.
5 SAN AGUSTÍN. De consensu evangelistarum. L. II, c. 28, n.º 66. In: Obras. Madrid: BAC, 1992, v. XXIX, p. 377.
6 SAN BEDA. In Marci Evangelium Expositio. L. II, c. 5: ML 92, 182.
7 SAN JERÓNIMO. Contra Joviniano. L. II, c. 17. In: Obras Completas. Tratados apologéticos. Madrid: BAC, 2009, v. VIII, pp. 339; 341.
8 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., III, q. 44, a. 3, ad 2.

 

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