Nuestro siglo exige una argucia sin igual […]. Es necesario, a toda costa, acabar con la funesta ingenuidad de suponer que todo individuo que esboza confusamente un acto de fe vago e incompleto es, implícitamente, un católico, apostólico, romano digno de la mayor confianza.
Esta mentalidad está mucho más extendida de lo que podría suponerse. […]
Argucia pertinaz y combativa
El que ha sido investido con cargos de responsabilidad tiene la obligación absoluta —insistimos en la palabra absoluta, con plena conciencia de lo que decimos— de adiestrar su argucia, para poder distinguir de la oveja verdadera, el lobo que astutamente se ha vestido con piel de carnero. De lo contrario, no podrá ser un dirigente, es decir, un pastor. Pues ¿qué utilidad tiene un pastor que no sabe distinguir al lobo entre las ovejas ni proteger a su rebaño de las trampas que le tiende el adversario?
Hemos dicho que la argucia es una necesidad particularmente imperiosa en nuestro siglo. Pero, en realidad, era necesaria en todos los siglos, porque el espíritu de las tinieblas siempre ha sido ladino y falso, y son auténticas excepciones las épocas históricas en las que, como en el siglo pasado, la impiedad dejó a un lado todo disfraz para lanzarse abiertamente contra la Santa Iglesia. En general, sus embestidas habían sido camufladas y subrepticias. El diablo nunca es tan peligroso como cuando se reviste de la apariencia de los ángeles fieles.
No es otra la razón por la que la Santa Iglesia de Dios siempre ha sido de una invencible argucia para desenmascarar herejías disfrazadas y sutiles, y es curioso constatar que en esta argucia pertinaz y combativa puso las más suaves refulgencias de su santidad.
Argucia amorosa
La argucia de la Iglesia no tiene nada en común con la perfidia malévola del politiquero desleal, del especulador sin entrañas, del espía sin escrúpulos. El espíritu católico no conlleva odio ni malevolencia, sino sólo amor. La vigilancia de la Iglesia es absolutamente idéntica a la argucia de una madre que, movida por el amor a sus hijos, sondea constantemente, con su vigilante mirada, los peligros que los rodean, a fin de discernir al enemigo que se acerca.
La vigilancia de la Iglesia es idéntica a la argucia de una madre que, por amor a sus hijos, sondea sin cesar los peligros que los rodean
El amor mismo de una madre le exige que se revista de vigilancia y de energía para defender a sus hijos y que se esmere en hacerlo con toda la eficacia necesaria, con todo el lujo de detalles que requiere la situación, con toda la perfección de los recursos a su alcance. Sin embargo, la Iglesia procede así por un exclusivo sentimiento de amor, sin albergar en su corazón, ni un solo instante, la mínima porción de odio contra el injusto agresor de sus hijos.
En realidad, persigue a este agresor en las tinieblas de sus maquinaciones ocultas, lo desaloja del castillo de perfidias en el que intenta esconderse, lo castiga con soberana energía. Cumpliendo éste su deber sin el menor desfallecimiento, sin la menor mancha de falso sentimentalismo, sin el menor retroceso dictado por el miedo o la tolerancia, ella lo hace, no obstante, transida de dolor. Porque, en lugar de herir, de luchar, de perseguir, querría ablandar, endulzar, suavizar, salvar. Y su celo siempre encontrará formas de expresar su amor al adversario, incluso cuando contra ella asestan los más rudos golpes.
Esta argucia amorosa forma parte de las más auténticas tradiciones de la Iglesia. Leamos las actas de los concilios, las definiciones doctrinarias de los pontífices, los juramentos impuestos por la Iglesia a sus sacerdotes y comprobaremos que fueron escritos con una argucia sin igual, para desenmascarar el error en sus más imperceptibles y leves manifestaciones, y para definir la verdad con tal precisión de términos que la Iglesia cultiva como arte indispensable la difícil aptitud de encontrar la palabra apropiada para cada pensamiento, y de definir a veces la palabra antes de usarla con el exclusivo objetivo de impedir que cualquier porción de error se mezcle con la verdad. Así es la Santa Iglesia.
La inestimable gracia del sentido católico
Si así es la Iglesia, así debemos ser nosotros. […]
Bien conocidos los principios errados, bien conocidas especialmente las verdades que se oponen a esos principios, el católico debe entrenar su espíritu en la investigación de todas las consecuencias cercanas o remotas, directas o indirectas, que tales principios pueden engendrar.
Dicho esto, deberá tener una idea nítida, no sólo de las opiniones que colisionan contra las verdades fundamentales expuestas por los pontífices, sino también de las opiniones simplemente sospechosas de herejía. Y entonces, con la ayuda de Dios, habrá adquirido ese sentido católico que es una de las gracias a las que más debe aspirar un hijo de la Iglesia, realmente digno de este glorioso nombre.
El sentido católico será el faro del apóstol laico que quiera ser pastor astuto y vigilante, bajo las órdenes de la Santa Iglesia de Dios
El sentido católico será el faro del apóstol laico que verdaderamente quiera ser pastor astuto y vigilante en unión y bajo las órdenes de la Santa Iglesia de Dios. Será el sentido católico el que le hará percibir los más leves resquicios de error, las más disimuladas manifestaciones del mal. Y, cosa curiosa, este sentido católico, que es una de las gracias que más debe ambicionar, inestimablemente útil y noble, le hará percibir incluso en las personas, mediante una percepción intelectiva muy sutil, muy nítida, el hálito de la impureza y de la herejía. […]
Pero creo que el Espíritu Santo no les niega esta gracia a quienes, para obtenerla, ofrecen a Dios, en unión con María, una vida casta, alimentada por la oración humilde y guiada por un amor y una confianza, sin reservas, en la Santa Iglesia Católica. ◊
Extraído de: «No século das heresias políticas».
In: Legionário. São Paulo. Año IX.
N.º 298 (29 may, 1938); p. 2.