Días después del innoble atentado que redujo a pedazos la imagen de Nuestra Señora Aparecida, en mayo de 1978, la Folha de São Paulo publicó un artículo del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, titulado: «La imagen que se rompió». Considerando el horrible delito y ciertos acontecimientos de repercusión nacional, el Dr. Plinio tejía un análisis sobre la situación mundial en aquella época.
Un crimen de tales dimensiones, decía, perpetrado en el seno de una de las naciones católicas más grandes del orbe, era un signo de la enorme decadencia en la que se encuentra inmersa la humanidad, cada vez más atea y materialista. Es más: constituía una auténtica advertencia. A continuación, mostraba la conexión entre el mensaje profético de la Santísima Virgen en Fátima y el atentado a la patrona de Brasil: «Es imposible no preguntarse si existe una relación entre esta trágica y maternal previsión, desoída por el mundo a lo largo de los últimos sesenta años, y el también trágico incidente de Aparecida. ¿No será éste un eco de aquella? […] Muchos dirán que la ilación entre Fátima y Aparecida no se puede afirmar, por falta de pruebas completas. No entraré aquí a analizar la cuestión. Simplemente pregunto si hay quien se sienta con base para negarla…».1
Al hilo de las consideraciones del Dr. Plinio, podemos plantearnos otra pregunta: ¿no sería razonable, teniendo en cuenta sobre todo nuestros días, hablar también de un «mensaje de Aparecida»? Pues si el episodio de la rotura de la imagen puede considerarse un aviso sobrenatural, ¿por qué no podría serlo toda su historia?
María y el Cuerpo Místico de Cristo
Cuando reflexionamos sobre el prodigioso recorrido de la imagen de la patrona de Brasil, desde su hallazgo en las aguas del río Paraíba hasta el momento presente, vemos cómo parece constituir una admirable parábola, portadora de un mensaje profundo y verdaderamente actual. ¿Pero una parábola de qué? De la gloriosa trayectoria del catolicismo en sus dos milenios de existencia.
Es, por cierto, muy apropiado que la Providencia haya querido utilizar para tal objetivo una imagen de la Virgen, porque, como nos enseña el Catecismo,2 la Santa Iglesia encuentra en María el modelo ideal de sus virtudes y la imagen más perfecta de su santidad. Así pues, mucho de lo que se dice de una puede decirse también, con las necesarias salvedades, de la otra.
Dirijamos nuestra mirada un instante a la Reina de Brasil y discernamos en su historia algunos capítulos de la gloriosa gesta de la Esposa Mística de Cristo.
Fracaso de los planes diabólicos
El hecho de que la imagen haya sido sacada del agua es elocuente. Recordemos aquellas palabras del Apocalipsis de San Juan: «Y vomitó la serpiente de su boca, detrás de la mujer, agua como un río para hacer que el río la arrastrara» (12, 15). Ahora bien, en la figura de esta mujer misteriosa, la tradición católica ve tanto a María Santísima como a la Santa Iglesia. Así, la inmersión de la imagen bien podría representar los planes de Satanás para ocultar y aniquilar la acción del Cuerpo Místico del Señor.
En los primeros siglos del cristianismo, ese objetivo diabólico se manifestaba principalmente a través de herejías, que pretendían crear escisiones internas entre los fieles y separarlos de su divino Fundador. Por eso, también se revelaba emblemático el estado en que fue encontrada la imagen en el Paraíba: con el cuerpo y la cabeza separados.
Además, del mismo modo que la pequeña imagen de Nuestra Señora Aparecida fue rescatada de las aguas y confiada a la protección de humildes pescadores, el Redentor quiso encomendar su Iglesia a hombres de similar condición, que, santificados por el Espíritu Santo, supieron luchar por la integridad de su doctrina y adornarla con el testimonio de su fidelidad. Las artimañas infernales, por tanto, fracasaron, pues «la tierra acudió en socorro de la mujer» (cf. Ap 12, 16).
Simbología de los milagros
Los centenares de gracias alcanzadas en Aparecida siempre han fortalecido la fe de los devotos y favorecido la conversión de muchos no creyentes. Ahora bien, es interesante observar cómo algunos de los milagros realizados allí guardan una estrecha semejanza con la acción de la Iglesia a lo largo de la historia.3
Las cadenas de un esclavo que se rompieron, consiguiéndole la manumisión, simbolizan el Bautismo, fuente de la verdadera libertad para los hijos de Dios y el fin de la servidumbre al demonio. Las velas que volvieron a encenderse sin concurso humano pueden figurar la acción de la gracia al reavivar en tantas almas el fuego de la caridad, apagado por el pecado; prodigio sobrenatural e invisible producido por los sacramentos. A su vez, la paralización milagrosa del caballero sacrílego a las puertas de la basílica parece ser una imagen del obrar de Dios en relación con sus enemigos, cuya furia tantas veces amenazó a la cristiandad con la ruina: por muy violentos que se presentaran los ataques, Él nunca permitió que su herencia fuera entregada al saqueo ni que las puertas del infierno prevalecieran contra ella (cf. Mt 16, 18).
Promesa de una gloriosa restauración
Entonces, ¿qué podemos decir del funesto atentado del que hemos hablado al principio del artículo? ¿Acaso no será un símbolo de lo que le está sucediendo a la Iglesia en estos días?
Lamentablemente, es difícil negar que el Maligno, al ver frustrados sus planes de destruir la obra de Dios, se atreviera a entrar en el recinto sagrado y apoderarse de lo más santo que hay en él. «Por alguna grieta —afirmaba el papa Pablo VI— el humo de Satanás ha entrado en el templo de Dios».4 Sin embargo, esto sólo se le ha permitido hasta cierto punto. Y, en este sentido, Nuestra Señora Aparecida tiene aún otro simbolismo más que mostrarnos.
Cuando la milagrosa estatuilla se hizo añicos, sus manos, puestas en oración, permanecieron intactas. De modo análogo, la Santa Iglesia, que puede ser desfigurada en su parte humana, pero jamás destruida, lleva siempre en su seno el principio de la restauración: almas santas, orantes y sacrificadas —representadas por las manos juntas de la imagen— que son la infalible prenda de su victoria. Las oraciones y los sufrimientos silenciosos de estas almas obtienen de Dios que el rostro virginal de la Iglesia vuelva a brillar con todo su esplendor, incluso en los períodos más sombríos de la historia.
Confiemos, pues, en el «mensaje» que nos transmite Nuestra Señora Aparecida: cuando este sublime semblante parece estar oculto a los ojos de los hombres, una misteriosa y gloriosísima restauración está a punto de ser obrada por el divino Espíritu Santo.
¡Que se apresure el triunfo de María y de la Iglesia!
Eco de la advertencia hecha en las apariciones de Fátima, la historia de la patrona de Brasil lo es también de la promesa de triunfo del Inmaculado Corazón de María.
Que la Santísima Virgen la cumpla cuanto antes, acortando los días de humillación de la Santa Iglesia y concediéndole un esplendor nunca visto en la historia. Es el deseo que, en oración filial, depositamos hoy a los pies de nuestra Madre y Reina. ◊
Notas
1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «A imagem que se partiu». In: Folha de São Paulo. São Paulo. Año LVII, N.º 17.953 (29 may, 1978); p. 3.
2 Cf. CCE 773.
3 Los milagros a los que se alude en las siguientes líneas están narrados en un artículo anterior.
4 SAN PABLO VI. Homilía, 29/6/1972.