Durante mi infancia, comencé a notar que en la Iglesia Católica existía una uniformidad que me causaba la siguiente impresión: me parecía que en ella, las personas, las costumbres, la doctrina, la liturgia y las oraciones tenían en el fondo, desde el principio, una única mentalidad.
Miraba los objetos del santuario del Sagrado Corazón de Jesús1 y pensaba: «Qué curioso… Hay algo en esta imagen y en ese vitral por el cual todos son parecidos unos y otros y forman un todo. Hay algo más que los hermosos vidrios, el hermoso mosaico y la hermosa música. Hay una unidad en eso, que también existe dentro de mí y que me encanta más que cada cosa, pero no sé qué es…».
Me esforzaba por formular cuál sería esa unidad, pero mi mente de niño no lo conseguía…
Amando el «unum» de la Santa Iglesia
Y me daba cuenta de que no se trataba sólo de una mentalidad, sino de la mentalidad por excelencia. Percibía que, en realidad, sólo la Iglesia posee una verdadera mentalidad, y fuera de ella nadie la tiene.
Era una manera de ser, presente en absolutamente todo, hasta en los mínimos detalles: en la letra del comienzo de la oración de un libro de misa, en el atril del propio misal, en la forma del altar y de las ventanas, en el porte del sacerdote, en el toque de la campana, en el tipo de eco de los pasos dentro de la iglesia, en el modo de colocar el confesionario, más hacia aquí o hacia allá, en la disposición de los jarrones sobre los altares… Me parecía ver una correlación entre el diseño de la pila de agua bendita y el espíritu de tal santo, o entre un episodio de la vida de tal otro y los colores de tal vitral… En fin, todo lo que se pueda imaginar era la expresión de una mentalidad total.
Hojeé, más tarde, álbumes con fotografías de templos, que mostraban estilos católicos de otros tiempos y aspectos de la vida de la Iglesia en otras épocas, incluso en el período de las catacumbas. Y en todo notaba presente esa misma mentalidad, expresada de mil maneras, aspectos y estilos. No hay nada más diferente que una catacumba romana y la Sainte-Chapelle de París, por ejemplo. Sin embargo, la mentalidad era la misma.
Así, ese conjunto de símbolos, de doctrinas, de leyes, de costumbres y de realidades concretas constituía un unum a partir del cual se tenía una visión completa del universo, considerado en su centro y en su verdadero significado; lo que llevaba a las personas a pensar, querer y sentir en toda la medida de su propia dimensión, pues cada alma posee inmensas «vastedades», habitadas o inhabitadas, sucias o limpias, cavernas o capillas… Y todos estos espacios encontraban en la Iglesia aquello con lo que mantenerse vivos, en función de ese unum, que se exteriorizaba adecuadamente, con intensidades diversas y con plenitudes de fuerza de expresión mayores o menores, pero siempre auténticas, a lo largo de los siglos.
Por otro lado, siendo São Paulo una ciudad de gran inmigración, que acogía, por tanto, órdenes y congregaciones religiosas de los más diversos países, a veces frecuentaba iglesias muy diferentes. Comprobé entonces que la Iglesia imbuía de esta mentalidad a las más variadas naciones.
El encanto del «vitral italiano»
Uno era, por ejemplo, el porte majestuoso y severo, pero en el fondo bonachón y con cierta relajación grandiosa —propia de Neptuno en medio de las olas— de ciertos curas italianos muy gordos y altos, que celebraban la misa con aires de quien estaba hablando a la eternidad y luego jugaban con un bambino…
Se trataba de sacerdotes con sotanas un poco raídas y sobrepellices no muy bien colocados, cuyas estolas estaban un tanto gastadas, por economía, pero que poseían un «qué» indefinible de la eternidad romana y de esa inteligencia con la que el italiano pasa por alto los detalles para permanecer en las líneas generales de las cosas o, a veces, se arrincona en un pormenor para expresar sólo en éste una línea general, y sigue adelante, lo que forma parte de las delicias de la Roma sparita…2
Entraba en la misa del padre italiano y me caía bien, y pensaba: «Mira qué inteligente y sutil es; cómo suaviza una serie de reglas que, para mi Fräulein,3 son “ejes del universo”. Y el universo no tiembla ante toda esa indefinición suya. Qué hermosa es la inteligencia humana cuando sobrevuela los obstáculos en lugar de enfrentarse a ellos y, en un aleteo, supera el problema sin prestar atención en él, se posa justo encima de la solución y da un salto a mayores alturas. Me encanta ese estilo italiano. Me gusta la Iglesia cuando pasa por el “vitral italiano”. Eso me deleita».
Asistiendo a misa en el colegio alemán
Los domingos, con cierta frecuencia, la Fräulein Mathilde me obligaba a levantarme mucho más temprano de lo habitual para asistir a misa en un convento de monjas alemanas, de la calle Conselheiro Crispiniano, y luego dar un paseo. Obedecía de buena gana, para complacer a mi madre y porque me fascinaban las cosas alemanas.

Las calles aún estaban un poco oscuras y las farolas de gas acababan de apagarse. La pequeña escuela se encontraba en un terreno elevado y, al entrar en el jardín, subíamos por una rampa muy empinada, a lo largo de la cual había unas figuras de yeso en relieve, pintadas con gran ingenuidad, que representaban la pasión del Señor. Parecía hecho para obligar al visitante, nada más llegar, a aprovechar cada minuto haciendo algo útil.
Aunque no eran especialmente bellas, esas figuras eran piadosas y estaban siempre muy limpias, dándome la impresión de que cada media hora pasaba una monja con un paño húmedo y las limpiaba con amor. Era como un «baño» de frescura que yo recibía antes de entrar en la capilla y había algo allí que me hacía conocer la santidad divina de Nuestro Señor Jesucristo soportando los dolores de la pasión.
En aquella capilla reinaba la penumbra y la lámpara del Santísimo parpadeaba. Tenía la impresión de que las imágenes se despertaban y me miraban con benevolencia, diciendo: «Aquí está este hijo. Veamos qué quiere». Había una religiosa tocando el armonio y un puñado de niños más pequeños que nosotros, hijos e hijas de miembros de las colonias alemana, austriaca y suiza, todos ordenados, en filas y rezando. El sacerdote alemán que celebraba la misa era todo lo contrario del italiano: firme y hierático, como si aquellos niños fueran ulanos4 que él estuviera comandando allí dentro.

Capilla del antiguo Colegio San Adalberto, de São Paulo
La gracia entonces me llenaba de sensaciones sobrenaturales y pensaba: «¡Esto es magnífico! Ese orden, esa limpieza. Aquí todo es correcto, sin extravagancias ni imperfecciones. Si pudiera vivir en ese ambiente, no querría otra cosa. Me siento perfecto. ¡Dios está aquí!».
Un simpático sacerdote portugués
También frecuentábamos la iglesia de un cura portugués: ¡era completamente diferente! Amable, gentil y accesible para todos. Le preguntábamos lo que queríamos y nos decía:
—Sí, cómo no.
Y enseguida me sentía como en casa. Todo allí parecía estar inmerso en dulzura. Al acercarme al sagrario, tenía la impresión de que Dios mismo era allí algo portugués y nos recibía así: «Hijo mío, acércate».
Observando a Dña. Lucilia en la iglesia
Más de una vez, en el santuario del Sagrado Corazón, miraba a los miembros de mi familia y luego observaba a mi madre de reojo, sin que ella se diera cuenta. Notaba cómo rezaba con ahínco. Podía pasar cualquier cosa en la iglesia, pero nunca se giraba ni apartaba los ojos del altar, en lo alto del cual se encuentra la imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Yo, en cambio, miraba para todas partes —cosa natural en un niño— y ella me dejaba hacerlo. Entonces pensaba:
«Existe una profunda armonía entre el Sagrado Corazón de Jesús y mamá. Tengo la impresión de que cuando ella lo mira, hay en ella una vida extraordinaria. E igualmente, mirándolo, me parece que Él ha ejercido un efecto tal en ella que, de alguna manera, vive en ella. ¡Qué admirable es! ¡Qué perfecto! ¡Qué divino! ¡Qué incomparable! Pero también… ¡cuánto se parece a Él! ¡Mamá es un modelo auténtico! ¡Qué fantástica es! Su bienquerencia es una chispa del buen querer de Él. Toda esa bondad que tanto aprecio ha nacido de Él… ¡El pináculo de sus perfecciones está en Él! Si mamá no fuera devota del Sagrado Corazón de Jesús, no las tendría. ¡Mi cariño y mi confianza ilimitada en ella se explican por eso!».
Era muy reservada en cuanto a su vida espiritual y nunca me habló de ninguna gracia que hubiera recibido en la iglesia. Yo sentía que no debía preguntarle, pero notaba que en ella había cierta impregnación de esa atmósfera de la iglesia y seguía pensando:
«Es curioso: existe cierta relación entre esta iglesia y ella. Lo que hay en mamá, en el altar y en los ornamentos del sacerdote es la misma cosa. Ella parece hecha para rezar aquí y la iglesia parece hecha para que mamá rece. Una se asemeja a la otra. ¡Qué armoniosa es con esto! Mamá es más feliz aquí que en casa, y éste es su ambiente, donde su alma se abre por entero, algo que no sucede en otros sitios.
»Aquí lo acepta todo, lo inhala todo y se adapta a todo. Este ambiente vive en mamá y aquí recibe una influencia a través de la cual se vuelve cada vez más parecida a la iglesia, y luego la transmite a toda la familia. Todo su afecto es una irradiación de eso.
»Pero ¿qué es eso entonces? Cuando lleguemos a casa, voy a hablar con ella para ver si siento lo mismo y comprobar si lo que posee es un reflejo de lo que existe aquí o algo que lleva consigo. Necesito saberlo, pues quiero entender las cosas».
Así que, los domingos, cuando la familia se dispersaba después de la comida, yo entraba en la habitación de mi madre, me ponía a charlar con ella sobre cualquier tema y notaba en ella cualidades que me parecían análogas a las que yo había notado en la iglesia: una personalidad muy digna y respetable, pero, al mismo tiempo, de una afabilidad y dulzura indescriptibles. Siempre llevaba consigo una atmósfera de recogimiento, dando a entender que su espíritu estaba suspenso en un plano muy elevado.
Era un reflejo de la bondad de Dios, infinita pero condescendiente, que llega hasta el último detalle: habla de la ovejita, presta atención a la gallina, complace al niño y medita sobre el lirio del campo. Cuanto más desciende, más dulce se vuelve. Y esto llevaba como consecuencia la vaga idea de que, en el pequeño mundo de la familia, mi madre era una imagen de Dios.
Y pensaba: «Veo que ella tiene lo mismo que existe allí, pero ni siquiera sé cómo encontrar las palabras para preguntárselo. Algún día lo explicitaré».
Un episodio arquetípico
La totalidad de lo que yo sentía en la iglesia me parecía que provenía de un espíritu infinitamente superior, que casi se mostraba y se dejaba percibir misteriosamente aquí, allá y acullá, a través de los símbolos y de esa acción interna dentro de mi alma, lo que me llenaba de veneración. Era la causa que sostenía y hacía que todas las cosas en el santuario del Sagrado Corazón brillaran como un reflejo muy rico, fiel, preciso y exacto del propio Dios. Y pensaba: «Qué curioso, pero parece que todo aquí le habla a mi alma con la voz que Jesús tendría si estuviera en la tierra. Es el mismo timbre de su voz. En el fondo, es el Sagrado Corazón de Jesús el que está en el Cielo».
No puedo olvidar un hecho que me ocurrió en esa iglesia, no sólo una vez, sino en infinidad de ocasiones —quizá durante años—, que, sin embargo, un día concreto me marcó de más especialmente y permaneció en mi memoria como un episodio arquetípico.

Estaba asistiendo a misa, encantado con las figuras, los colores, los vitrales, la liturgia y la atmósfera sobrenatural que flotaba en el ambiente, cuando de repente se formó en mí una noción de conjunto de aquello y concluí:
«Por encima de todo esto hay alguien, que es más que todo. Es algo curioso. La Iglesia no parece una institución, sino una persona que se comunica a través de mil aspectos. Tiene movimientos, grandezas, santidades y perfecciones, como si fuera un “alma” inmensa que se expresa en todas las iglesias católicas del mundo, en todas las imágenes, en toda la liturgia, en todos los acordes de órgano y en todos los toques de campana. Esa “alma” lloró con los réquiems y se alegró con los repiques de los Sábados de Aleluya y de las noches de Navidad. Llora conmigo y se alegra conmigo. ¡Cuánto amo a esta “alma”!
»Tengo la impresión de que, en relación con ella, mi alma es como una pequeña resonancia o repetición; algo en lo que esta “alma” vive entera, como si estuviera en un templo material. Me siento en ella como una gota de agua en la que se refleja el sol entero. ¡Como una miniatura y un reflejo, contengo esa alma!».
No sabía explicar qué era esa «alma», pero daba la sensación de que toda la doctrina y el espíritu de la Iglesia Católica me envolvían. Identificándome con ese unum de la Santa Iglesia, empapándome de él y acostumbrándome a vivir sin discrepancias con él, encontraba una espléndida plenitud, en la que me sentía cada vez más yo mismo. Esto me sensibilizaba hasta el fondo del alma, me inspiraba un movimiento de gratitud y me dejaba incomparablemente más encantado que, por ejemplo, los carruajes de Versalles.
Creo que era la presencia de Dios en mí, por la gracia del bautismo.
«¡Creo en la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana!»
Entonces, en cierto momento, me vino a la mente una idea espléndida: «¡Ése es el espíritu de la Iglesia Católica Apostólica Romana! Mamá recibió todo esto de la Iglesia. Los artistas que hicieron este templo y los sacerdotes que celebran misa también recibieron la inspiración de la Iglesia».
Al mismo tiempo, surgió en mí la convicción de que en la Santa Iglesia todas las cosas estaban entrelazadas de un modo tan lógico y perfecto que sólo ella era la única y verdadera. Así, mi acto de fe se explicitó en toda su extensión: «¡Creo en la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana!».
De ahí surgió también un acto de amor: «¡Ella lo vale todo! Tanto que todo lo que me gusta es semejante a ella, pero ella también es semejante a todo lo que me gusta. ¡Ella es el ideal de mi existencia! Quiero vivir para la Iglesia y así quiero ser, teniendo ese espíritu toda mi vida. Y algo hace que yo esté en total consonancia con ella y solo con ella». ◊
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
Notas Autobiográficas. São Paulo:
Retornarei, 2008, t. i, pp. 521-531.
Notas
1 Situado en el barrio de los Campos Elíseos, de São Paulo, cerca de la casa donde Plinio vivía con sus padres.
2 Del italiano: literalmente, desaparecida. Término acuñado para describir ciertos aspectos pintorescos, y hoy casi extintos, de la Ciudad Eterna, inmortalizados por las acuarelas del pintor italiano Ettore Roesler Franz (1845-1907).
3 Fräulein Mathilde Heldmann, institutriz alemana de Plinio durante su infancia.
4 Soldados de caballería ligera.

