Cualquier virtud que no acabe convirtiéndose en una pasión nunca producirá nada grandioso. Mientras no tengamos un amor abrasado por Jesús sacramentado, no seremos capaces de realizar nada.
«Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).
Desde lo alto de la cruz, en efecto, Nuestro Señor Jesucristo atrajo por primera vez hacía sí a todas las almas, redimiéndolas. Pero, al pronunciar esas palabras, indudablemente también tenía en mente su trono eucarístico, al pie del cual quiere agruparlas para mantenerlas sujetas allí con las cadenas de su amor.
El Señor desea inculcarnos un amor apasionado hacia su Persona. Cualquier virtud, cualquier pensamiento que no termine en una pasión, que no acabe convirtiéndose en una pasión, nunca producirá nada grandioso. Este sentimiento no es amor, tan sólo el afecto de un niño: éste ama por instinto y porque se siente querido, se ama en aquellos que le hacen bien.
Un criado puede sacrificarse por sus amos, pero únicamente los amará de verdad si lo hace por mero afecto hacia ellos, sin atender a su interés personal.
La caridad sólo triunfa cuando se vuelve una pasión vital dentro de nosotros. Si no es así, podrán practicarse actos de amor aislados, más o menos frecuentes, pero no se ha entregado la propia vida. Ahora bien, mientras no tengamos un amor apasionado por Jesús sacramentado, no habremos hecho nada. Por supuesto que el Señor nos ama con pasión, ciegamente, sin pensar en sí mismo, entregándose enteramente por nosotros: ¡Debemos corresponderle!
Sin pasión, la vida carece de objetivo
Para que nuestro amor llegue a ser una pasión ha de someterse a las leyes de las pasiones humanas; las honestas, las naturalmente buenas. Porque las pasiones son indiferentes en sí mismas; somos nosotros los que las hacemos malas al dirigirlas hacia el mal. En nosotros está servirnos de ellas para el bien.
Según esto, una pasión que domina a un hombre lo concentra en sí mismo. Por ejemplo, si una persona quiere llegar a ocupar una posición honrosa y elevada, no trabajará nada más que para ello, sea durante diez, veinte años; no importa el tiempo. «Lo conseguiré», dirá. Todo se reduce a servir a esa ambición, dejando de lado todo lo que no lo conduzca a lo que se ha propuesto.
Otra deseará hacer fortuna y empezará por delimitarla: «Llegaré a poseer tanto». Trabaja, no escatima esfuerzos, es indiferente a todo lo que no esté dentro de su objetivo. Un tercer individuo pretende contraer un ventajoso matrimonio. Al igual que Jacob, no le importará prestar siete años de servicio; y si fuera necesario servirá otros siete. «Poseeré a Raquel», y todos los trabajos le parecían nada «a causa de su extraordinario amor», como dicen las Escrituras (cf. Gén 29, 20).
Así es como se logra éxito en el mundo. Esas pasiones pueden llegar a ser malas y, por desgracia, muy a menudo no son más que un crimen continuado. Pero, en fin, pueden ser también honrosas.
Sin una pasión no se consigue nada. La vida carece de propósito, una existencia arrastrada inútilmente.
Es necesario que haya una pasión que domine la vida sobrenatural
En el orden de la salvación también es necesario que haya una pasión que domine nuestra vida y le haga producir, para gloria de Dios, todos los frutos que el Señor espera.
Amad tal virtud, tal verdad, tal misterio de nuestra fe con pasión. Entregadle vuestra vida, consagradle vuestros pensamientos y vuestros trabajos; sin esto, no seréis más que un simple jornalero, ¡nunca un héroe!
Tened un amor apasionado por la Eucaristía. Amad a Jesús en el Santísimo Sacramento con todo el ardor del amor mundano, pero por motivos sobrenaturales. Para obtenerlo, empezad por someter el espíritu a la influencia de esa pasión. Alimentad en vosotros el espíritu de fe; persuadíos invenciblemente de la verdad de la Eucaristía, de la verdad del amor que el Señor os testimonia en ella.
Tened una idea grandiosa, una arrebatadora contemplación del amor y de la presencia del Señor. Así daréis pábulo a la llama de vuestro amor y entonces será constante.
¡Que Jesús sacramentado os arrebate y extasíe!
Un hombre de genio concibe una obra maestra: la contempla con los ojos del alma, se extasía y decide realizarla empleando todos los medios que estén a su alcance, al precio de cualquier sacrificio. Nada lo cansará ni desanimará. Su obra maestra lo domina, él lo ve, no puede dejar de pensar en ella.
Pues bien, procurad ver así a Jesús en el Santísimo Sacramento; meditad en su amor y haced que esa consideración os arrebate y enajene: «¿Es posible que el Señor me ame hasta el punto de darse siempre, sin fatigarse?». Entonces vuestro espíritu se fijará en Él, todos vuestros pensamientos irán a buscarlo, estudiarlo; desearéis profundizar en las razones de su amor, caeréis en la admiración, en el arrobamiento y vuestro corazón dejará escapar este grito: «¿Cómo responder a tanto amor?».
He aquí cómo se forma el verdadero amor en el corazón. No se ama bien sino lo que se conoce bien.
Y el corazón salta hacia el Santísimo Sacramento. Da saltos, porque no tiene paciencia para ir andando: «¡Jesucristo me ama! ¡Me ama en su Sacramento!». El corazón rompería, si pudiera, su envoltura de carne para unirse más estrechamente al Señor. Ved a los santos: su amor los transporta, les hace sufrir, los abrasa; es un fuego que los consume, gasta sus energías y acaba causándoles la muerte. ¡Bienaventurada muerte!
Debemos divinizar nuestro amor humano
Pero si no todos llegamos a ese extremo, al menos podemos amar apasionadamente al Señor y dejarnos dominar por su amor.
¿Acaso no amáis a nadie en el mundo? Madres, ¿no sentís por vuestros hijos un amor apasionado? Esposas, ¿no amáis con pasión a vuestros esposos? Y vosotros, hijos, ¿tenéis en vuestro corazón espacio para amar algo más que a vuestros padres? Pues bien: trasladad ese amor al Señor.
No hay dos amores; hay uno solo. Dios no os pide que tengáis dos corazones, uno para Él y otro para aquellos que amáis en la tierra. Por lo tanto, ¡Madres, amad al Santísimo Sacramento con vuestro corazón de madre, amadle como a un hijo! ¡Esposas, amadle como a vuestro esposo! ¡Hijos, amadle como a vuestro padre!
En nosotros sólo hay una capacidad de amar, pero que tiende a diferentes objetos y por motivos distintos. Hay quienes aman locamente a sus padres, a sus amigos, y no saben amar a Dios. No obstante, lo que hacemos por la criatura es lo que debemos hacer por Dios: amarlo sólo a Él, sin medida y siempre en aumento.
«¿Estamos obligados a tanto amor?»
El alma que ama de esta manera no tiene sino una sola capacidad, una vida: Jesús en el Santísimo Sacramento. «¡Allí está Él!…». Vive subyugada por ese pensamiento. «¡Allí está Él!…». Entonces hay correspondencia, hay comunidad de vida.
¡Ah!, ¿por qué no habremos de llegar a ese punto? Se retrocede más de dieciocho siglos en la Historia para buscar ejemplos de virtud en la vida mortal del Señor. Pero Él podría decirnos: «Me habéis amado en el Calvario porque allí borré vuestros pecados; me habéis amado en el pesebre porque me visteis dulce y amable. ¿Por qué entonces no me habéis amado en el Santísimo Sacramento, donde estoy siempre con vosotros? No tenéis más que acercaros a mí. ¡Allí estaba yo, a vuestro lado!».
¡Ah!, en el día del Juicio no serán nuestros pecados los que nos aterrorizarán ni lo que se nos reprochará, porque ya estarán definitivamente perdonados. Lo que el Señor nos echará en cara será el no haber correspondido a su amor. «¡Me has amado menos que a las criaturas! ¡No has hecho de mí la felicidad de tu vida! ¡Me amaste bastante para no ofenderme mortalmente, pero no lo suficiente para vivir de mí!».
Podríamos preguntarle: «¿Estamos obligados, pues, a amar de ese modo?». Bien sé que el precepto de amar así no está escrito, pero no hace falta que lo esté. Nada lo dice, no obstante, el mundo todo grita: la ley está grabada en nuestro corazón.
Lo que me atemoriza es que los cristianos pensarán de buen grado y seriamente en todos los misterios de la fe, se dedicarán al culto de este o aquel santo, pero ¡no lo harán con Jesús en el Santísimo Sacramento!
¿Y por qué? ¡Ah!, es porque uno no puede mirar atentamente al Santísimo Sacramento sin verse obligado a decir: «¡Es necesario que lo ame, que vaya a visitarlo; no puedo dejarlo solo, me ama bastante!». Todo lo demás son cosas lejanas que pueden causar admiración, pero no cautivan tanto el corazón. Aquí, sin embargo, hay que entregarse, habitar y vivir con el Señor.
¡El amor debe exagerar!
La Eucaristía es la más noble aspiración de nuestro corazón: ¡amémosla, pues, apasionadamente! Alguien dirá: «Todo eso es una exageración». Claro, ¡el amor no es más que una exageración! Exagerar es ir más allá de la ley: pues bien, ¡el amor debe exagerar!
El amor que el Señor nos demuestra al quedarse con nosotros sin honores ni siervos, ¿no es exagerado también? Quien se atiene exclusivamente al estricto cumplimiento de su deber, no ama. Sólo ama el que siente dentro de sí la pasión del amor. Y tendréis la pasión de la Eucaristía cuando Jesús sacramentado sea vuestro pensamiento habitual, cuando vuestra felicidad consista en ir a sus pies, cuando vuestro deseo permanente sea complacerle.
¡Vamos! ¡Entremos en el Señor! ¡Amémosle siquiera por Él mismo! ¡Sepamos olvidarnos de nosotros y darnos a este buen Salvador! Inmolémonos, al menos un poco, por Él. Veis esos cirios, esta lámpara, que se consumen sin dejar vestigio, sin reservarse nada. ¿Por qué no hemos de ser también nosotros para el Señor un holocausto del cual no quede nada?
No, no vivamos más: ¡que sea sólo Jesús Hostia, que nos ama tanto, quien viva en nosotros! ◊