Leemos en las Escrituras que Moisés le preguntó a Dios qué debía responder a los israelitas cuando le indagaran cuál era su nombre. Y el Señor le dijo: «Yo soy el que soy» (Éx 3, 14). No se llamó a sí mismo «el que ha sido, el que está siendo y el que aún será», sino «el que soy». Sí, porque Él es eterno, no tuvo principio ni tendrá fin; para Él no existe pasado ni futuro, todo es presente; vive por encima de los hechos y fuera del tiempo.
Para los ángeles, Dios creó el ævum, una medida especial del curso de los acontecimientos que difiere del tiempo de los hombres y de la eternidad de Dios.1 Pero para nosotros, Dios creó el tiempo: nacemos en una fecha determinada, nos desarrollamos y tenemos una historia dentro del khronos2 para que seamos probados y, luego, partícipes de la eternidad.
Así, por mucho que lo intentemos, a nuestra mente discursiva, acostumbrada al reloj y al calendario, le resulta difícil fijar la atención en un ser para el que no hay un antes ni un después, sino que, a través de una «pantalla» llamada presente, considera, de una ojeada divina, todo lo que sucedió en el pasado y lo que sucederá en el futuro hasta el fin del mundo y eternidad adentro.
Efecto retroactivo de la oración
Ahora bien, esto nos da aquí en la tierra la extraordinaria ventaja de poder participar en actos que tuvieron lugar hace siglos o milenios. Retroagere, del latín, significa retroceder o actuar hacia atrás.
Por ejemplo, rezando hoy por Abel en el instante en que fue asesinado por Caín (cf. Gén 4, 8) contribuiremos al acto de virtud que practicó y participaremos de su santidad. O cuando leemos en la historia de Sansón que él estaba rodeado por todas partes por los filisteos, podremos ayudarlo en esa terrible situación por la que pasó.
¿Cómo es eso posible? Porque Dios lo abarca todo y está viendo, en el presente, a Abel y a Sansón en dificultades, al mismo tiempo que a mí, en el siglo xxi, pidiendo por ambos. Y es posible que mi oración sea fundamental para que le conceda más gracias a Abel y para que éste mantenga en el fondo de su alma disposiciones justas y elevadas, y mayor fuerza a Sansón para que venza a mil filisteos de una sola vez (cf. Jue 15, 14-16).
Interrelación entre los que viven en el tiempo y en la eternidad
Recuerdo una ocasión en que, estando en el hospital, un enfermero me preguntó:
—¿Por qué existe la misa del séptimo día si la persona ya ha muerto? Si ya ha sido juzgada, no hace falta rezar más. No entiendo muy bien por qué la Iglesia ha instituido esas misas. Pues es comprensible rezar por alguien cuando se está muriendo, pero luego… ¡ya no hay solución!
Le expliqué entonces que, además de las misas que se celebran en sufragio de esa alma, que puede estar en el purgatorio, a fin de aliviar su sufrimiento, existe también el efecto retroactivo de la oración. Podemos rezar por los fallecidos mucho después de su muerte para impedir que el demonio ejerza su acción sobre ellos, y para que reciban una gracia eficaz de conversión en la hora de su agonía o tengan una buena muerte, confiados en la misericordia divina y en la bondad maternal de la Santísima Virgen, para que sus almas salgan de sus cuerpos con tranquilidad, alegría y júbilo y puedan subir al Cielo de la manera más hermosa.
Interceder por los difuntos no sólo les beneficia a ellos, sino también a quienes rezan, porque les confiere méritos. Existe, por tanto, una intensa interrelación entre los que viven en la tierra y los que han cruzado el umbral de la muerte, siempre que los primeros recen por estos últimos. Y Dios, en su infinita sabiduría y diligencia, establecidas en el modelo del amor recíproco, hace que la salvación de unos dependa de la oración de otros.
Participando en la cruzada al rezar una avemaría
Allá por los años 1956 o 1957, cuando aún era un jovencito de 16 años, me quedé tan encantado al enterarme del poder retroactivo de la oración que decidí aprovecharlo muchas, muchas veces. Por aquella época, estaba leyendo un libro sobre las cruzadas, escrito por Joseph-François Michaud. En un momento dado, se mencionaba un episodio del sitio de Nicea, en el que un infiel de gigantesca estatura, valiéndose de la altura de las murallas, se burlaba de los cristianos que estaban abajo y les arrojaba piedras, matándolos en gran cantidad.
Indignado, dejé de leer y empecé a rezar para que hubiera alguna reparación y que ese hombre recibiera su merecido. La descripción continuaba: de repente, aparece Godofredo de Bouillon, portando una ballesta, acompañado de dos escuderos. Monta la ballesta, pone la flecha y se acerca con sigilo, protegido con los escudos de sus compañeros. Interrumpí la lectura una vez más y recé una avemaría para que tuviera buena puntería y acertara… A continuación, la narración proseguía contando que la flecha salió atinada, atravesó al gigante en el corazón y ¡lo derribó!3
Sentí que estaba participando en la cruzada y haciéndome uno con aquel héroe, de modo que, si está en el Cielo, ciertamente me agradecerá el fruto de esa avemaría.
Un medio de reparar faltas pasadas y obtener gracias sobreabundantes
Sin embargo, al igual que podemos ayudar a los demás por este medio, también es perfectamente posible usarlo en nuestro propio beneficio. Un ejemplo concreto aclarará la explicación.
Imaginemos a alguien que, a los 13 años, se viera en ocasión próxima de pecado y cometiera una infidelidad contra la ley de Dios. Al cabo de un tiempo, recibe una gracia de conversión, se confiesa y su falta queda perdonada. Más tarde, quizá años después, tiene la oportunidad de estudiar toda la belleza de la doctrina católica y aprende algo nuevo: el efecto retroactivo de la oración. Entonces se siente movido a rezarle a la Virgen para que lo asista en aquel momento de su adolescencia, a fin de enmendar el error y no permitir que éste manche su alma hasta el punto de perder la vocación a la que Dios lo ha llamado.
Actuando así, podría retroceder en el tiempo mediante la oración y obtener gracias sobreabundantes, que tal vez la Providencia habría derramado contando esta petición. Y de seguido debería agradecer que le fueran concedidas esas gracias y haberse liberado de la culpa.
María Santísima, partícipe de la obra de la creación
Ahora bien, las consideraciones a propósito de un tema tan hermoso nos llevan a un plano más elevado: en la mente de Dios, como todo es presente, la organización de las criaturas —a diferencia de lo que sucede en la mente humana, que sigue un hilo cronológico, por el cual consideramos los hechos para sacar de ahí las consecuencias— se hace de forma jerárquica; en función de la más importante de las criaturas Él ordena todo lo demás. Por eso, en su designio creador, por encima de todo están Jesucristo, Verbo de Dios hecho hombre, centro del universo, y Nuestra Señora, como la más excelsa de las meras criaturas salidas de las manos divinas.
Siendo Madre de la creación y Mediadora de todas las gracias —porque es Madre del propio autor de la gracia—, es evidente que Ella, durante el período que vivió en el tiempo, debe de haber participado, también por la oración, en la obra de la creación del universo. Todos los actos de la divina voluntad creadora iban acompañados de las oraciones de la Santísima Virgen. Así pues, cuando creó a los ángeles el primer día, Dios eligió, entre los infinitos posibles, específicamente a estos espíritus angélicos, y no a otros, a causa de la oración que María haría en su favor.
Ella tomó parte en todos los acontecimientos que tuvieron lugar antes de su nacimiento, como la gran lucha de los ángeles en el Cielo contra los espíritus malignos (cf. Ap 12, 7). A menudo se ignora que los méritos de la Redención obrada por Nuestro Señor Jesucristo —por tanto, su encarnación, pasión y muerte en la cruz—, así como su oración y cualquier acto sobrenatural, también se retrotraen en el tiempo. Es más: ciertos teólogos y doctores de la Iglesia coinciden en que no se limitan únicamente al género humano, sino que beneficiaron a los ángeles buenos para evitar que los demonios los arrastraran a rebelarse contra Dios. Sin embargo, no dudamos en afirmar que fue por intercesión de la Madre que estas gracias compradas por el Hijo contribuyeron a su perseverancia en la lucha celestial.4
Ni siquiera los ángeles malos fueron abandonados a su propia naturaleza, sino que recibieron todo el sustento sobrenatural necesario para ser fieles. No obstante, rechazaron los méritos de la pasión del Señor, que se les aplicó también por intercesión de las oraciones de la Virgen, y por eso se condenaron.
Podríamos multiplicar los ejemplos e incluso pensar en el momento en que la serpiente tentó a Adán y Eva en el paraíso… Ambos cayeron; sin embargo, después de su pecado hicieron penitencia durante novecientos años y permanecieron en la gracia y en la fe. ¿Quién existía en aquel entonces para rezar por ellos? ¡Nadie! Ese don de la penitencia fue conquistado de Dios porque Nuestra Señora rogaría por ellos.
María Santísima, por consiguiente, participa en toda la obra de la creación, en todas y cada una de las acciones promovidas por Dios, en toda la historia de la perseverancia de los buenos. ¡Ella rezó por todos! Y así tenía que ser, ya que Ella es la Madre de Dios.
Repercusión futura de la Redención
Pues bien, si es posible que las gracias compradas por la Redención de Nuestro Señor Jesucristo se retrotraigan en el tiempo, con mayor razón repercuten en el futuro. Y hay un efecto de ellas que aún no se ha visto en la tierra y que debe beneficiar a todo el orden de la creación, porque la naturaleza ha sido subyugada por el pecado y sufre sus consecuencias.
San Pablo, en su Epístola a los Romanos, hace referencia a ello cuando dice que «hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto» (Rom 8, 22). La tierra gime, gimen los manantiales y los mares, gimen el sol y las estrellas, gimen también todas las almas que ya están separadas de sus cuerpos… Hay como una oración de toda la naturaleza creada a la espera de la liberación, cuando se verifiquen los máximos efectos del sacrificio del Calvario, y ella, rescatada del castigo de la corrupción de la vanidad, pueda participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios (cf. Rom 8, 20-21). Las flores, los peces, los campos, los bosques, en fin, el universo entero se regocijará en ese día.
Deseemos ardientemente que el Sacratísimo Corazón de Jesús, de cuya plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia (cf. Jn 1, 16), desborde en el Inmaculado y Sapiencial Corazón de María las riquezas traídas con su encarnación y, por medio de Ella, las derrame con profusión sobre todos los hombres que existen en la faz de la tierra y sobre todo el orden de la creación. Que esta plenitud se produzca en cierto momento de la historia, y sea una gloria celebrada no sólo por los vivos, sino también por los que ya están en la eternidad. Y los que están en el infierno — si es la voluntad de Dios— que sufran más al saber lo que está sucediendo en la tierra, y Adán y Eva se regocijen con todos los santos en el Cielo. ◊
Fragmentos de:
Conferencias de 9/6/1996, 2/10/2001, 19/9/2004;
Homilías de 25/12/2006, 3/2/2007, 25/11/2008,
5/12/2008, 22/8/2009.
Notas
1 Cf. Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. I, q. 10, a. 5.
2 Del griego: tiempo.
3 Cf. Michaud, Joseph-François. História das Cruzadas. São Paulo: Editora das Américas, 1956, t. i, pp. 198-199.
4 Cf. San Bernardo de Claraval. «Sermones sobre el Cantar de los Cantares». Sermón xxii, n.º 6. In: Obras completas. Madrid: BAC, 1955, t. ii, p. 138.