Abismo de todas las virtudes

Para que seamos verdaderos devotos del Sagrado Corazón de Jesús no basta con conocer y amar solamente uno de sus aspectos; es necesario que tengamos una visión de todo el conjunto de virtudes que Él representa.

Encontrándome en la contingencia de discurrir sobre un tema tan querido, la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, mi forma de ser me llevaría a tratar de estudiar, pensar y meditar al respecto hasta conocer todo lo posible acerca del asunto. En mi opinión, así debe ser también el amor: constituido del máximo sentimiento, pero también de raciocinio, a través del cual buscamos entender al máximo lo que sentimos. De la suma de estos factores resulta el verdadero amor.

Sin embargo, los deberes de mi apostolado no me permiten actuar de acuerdo con este principio, al menos no tanto como me gustaría. Entonces, aunque no haya podido estudiar el tema en profundidad, siempre hay algo que uno sabe y, por eso, propongo que entremos en materia valiéndonos, principalmente, de lo que sentimos con relación a esta devoción.

Dos concepciones entorno al corazón

En primer lugar, me gustaría analizar dos concepciones distintas, pero no contrarias, con respecto a lo que el corazón representa.

Una es la concepción moderna, según la cual el corazón simboliza el sentimiento puro, divorciado de la razón. Desde esta visualización, el corazón de uno mismo debe vibrar al ver algo que le causa buena impresión, enternecimiento, y produce un sentimiento de bondad y condescendencia.

El Dr. Plinio a principios de la década de 1980

Algo así me pasa a mí, por ejemplo, siempre que veo la imagen del Sagrado Corazón de Jesús que está en una iglesia de la ciudad de São Paulo dedicada a Él. Cuando veo esa imagen me acuerdo de una serie de emociones de carácter religioso que tuve frente a ella, las cuales, por supuesto, de ningún modo considero malas. Pero pregunto: ¿acaso el corazón representa solamente eso?

Debemos considerar que los antiguos entendían el corazón en un sentido más profundo: para ellos el corazón representaba el conjunto de todo lo que el hombre conoce y ama. Con un amor, no obstante, según la concepción que indiqué más arriba, es decir, sintiendo, raciocinando, pensando y, conforme el caso, adhiriendo y amando. Todo lo que el hombre ama así, constituye un conjunto que forma la mentalidad del hombre, la cual está representada por el corazón.

Considerada bajo este prisma, la devoción al Sagrado Corazón de Jesús adquiere una profundidad insondable.

Diversos aspectos de una misma escena

Imaginemos cómo amaría a Nuestro Señor Jesucristo alguien que lo hubiera conocido durante su vida terrena, hasta el punto de saber reconocer el majestuoso y suave timbre de su voz.

Escenas de la vida del Señor, de Giotto di Bondone – Capilla de los Scrovegni, Padua (Italia) – Expulsión de los mercaderes del Templo

Consideremos que esta persona hubiera visto una mirada suya, llena de bondad y misericordia, dirigida a alguien y que, por otro lado, lo hubiera contemplado azotando a los mercaderes del Templo o respondiendo a los guardias del Templo: «Ego sum» (Jn 18, 5), cayendo todos al suelo. Creo que si yo fuera pintor sería capaz de hacer por lo menos unos cincuenta cuadros representando diferentes aspectos que debieron trasparecer en Él en aquel momento.

Lo mismo se podría hacer con respecto a la escena en que, desde lo alto de la cruz, entre gemidos le dijo a su Madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo», y luego al apóstol San Juan: «Ahí tienes a tu Madre» (Jn 19, 26-27). ¿Con qué fisonomía habrá dicho Jesús esto? O bien, cuando le afirmó al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). En este episodio hay que considerar no sólo sus palabras al buen ladrón, sino también su gélido silencio hacia el mal ladrón. ¡Cuánta expresividad tiene el silencio de una persona como Nuestro Señor Jesucristo!

Pues bien, si me fuera dada la gracia de presenciar todo esto, creo que, a pesar de mi empeño por conocer las mentalidades, me olvidaría de todo para prestar atención sólo en Él. Evidentemente, también en la Santísima Virgen y un poco en los Apóstoles; aparte de ellos, nadie más. Ante todo, habría tratado de conocer a Nuestro Señor tanto como me fuera posible. No por querer controlarlo o por desconfianza, sino, al contrario, para poder amarlo y entregarme a Él cada vez más.

¿Cómo será la mentalidad de Nuestro Señor?

Asumida esta concepción del corazón podemos preguntarnos cómo debe ser la mentalidad de Cristo. La respuesta se presenta muy difícil, pues el tema es tan elevado que uno, estando abajo, tiene miedo de subir. Por otra parte, cuando se llega arriba no dan ganas de bajar.

Si consideramos la naturaleza humana del Señor podemos tratar de explicar alguna cosa, porque con respecto a la divinidad el asunto alcanza tal altura que se vuelve imposible para el hombre abarcarlo.

La fe nos enseña que Jesucristo es el Verbo de Dios encarnado que vino a habitar entre los hombres. En su Persona la naturaleza humana y la divina se unen hipostáticamente, de una manera insuperable e inalcanzable para cualquier criatura humana. Ni siquiera la Virgen, a quien creo que se le dio el don de la permanencia eucarística, pudo llegar a una unión con Dios comparable a la de la naturaleza humana de Jesús.

La relación entre la humanidad y la divinidad en la Persona del Verbo es algo tan extraordinario que San Luis, rey de Francia, tenía la hermosa costumbre, después adoptada por toda la Iglesia, de inclinarse cuando durante el credo se decía: Et Verbum caro factum est et habitavit in nobis.

La alegría más grande y el más terrible sufrimiento

¿Qué alegría no debía producir tal unión en la naturaleza humana de Jesús? Sin considerar su divinidad, por la cual Cristo es la propia fuente de toda alegría.

Escenas de la vida del Señor, de Giotto di Bondone – Capilla de los Scrovegni, Padua (Italia) – Camino del Calvario

A pesar de ello, por algún misterio, durante la oración en el huerto esa alegría parece haber dado paso a una terrible sensación de abandono, que lo llevó a pedir: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz» (Lc 22, 42).

Aún más elocuente es el grito lanzado de lo alto de la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34). ¿Qué pasó en aquel momento con esa unión de la naturaleza humana y la divina que pudo causarle un sentimiento tan grande que lo llevó, poco después, a decir: «Consummatum est» (Jn 19, 30) y entregar su espíritu?

Vemos que, a pesar de la unión de la naturaleza humana del Señor con la divina, sufría. Y debido a cierto equilibrio que en esta vida suele existir entre la felicidad y el dolor, considerando las alegrías de Jesús podemos medir cuán profundos debieron ser sus padecimientos.

Creo que uno de los sufrimientos más desgarradores por los que Cristo pasó fue el de lo inexplicable, pues ningún dolor humano es tan grande como el de sufrir sin saber el motivo. A pesar de que el Señor, en cuanto Dios, lo conoce todo y sabía que no era susceptible de culpa, de una manera misteriosa debió haber sentido esa forma de dolor, de lo contrario su sufrimiento no habría sido completo.

Tengo la impresión de que así como Dios, después de crear cada ser que existe en el universo, consideró el conjunto y vio que éste era mejor (cf. Gén 1, 31), de modo análogo el Señor, tras haber pasado por todos los tormentos de la Pasión, debió haber visto la belleza del conjunto de sus padecimientos y pensado: «Todo ha sido ofrecido; todo cuanto podía sufrir lo he sufrido, para la redención del género humano». Y entonces exclamó: Consummatum est.

Mentalidad compuesta de contrarios armónicos

Ahora bien, es necesario tener en cuenta estos aspectos de grandeza y fortaleza de alma que vemos traslucir en los últimos acontecimientos de la Pasión del divino Redentor cuando analizamos cada momento de su vida terrena. En efecto, aquel que sufrió una muerte como esa, es el mismo que acarició a los niños cuando se aproximaron a Él y de quienes decía: «Dejad que los niños se acerquen a mí, pues de los que son como ellos es el Reino de Dios» (Mc 10, 14). No hay hombre, de la edad que sea, que al oír estas palabras no se sienta concernido en ellas —pues, ante el Señor, ¿quién no se ve pequeñito?— y piense: «Entonces, también para mí hay un sitio junto a Jesús».

Debemos considerar que estas palabras rebosantes de dulzura salieron de los labios de aquel que durante la Pasión mostró que poseía una inigualable fuerza y decisión.

Escenas de la vida del Señor, de Giotto di Bondone – Capilla de los Scrovegni, Padua (Italia) – La presentación del Niño Jesús

Pero ¿cómo puede el alma humana reunir en una sola imagen todos estos aspectos de manera que, viendo al Señor, lo considere como aquel que expulsó a los mercaderes del Templo y al mismo tiempo vea en Él al Maestro que con indecible bondad acariciaba a los niños, curaba a los enfermos, esparcía en torno suyo alegría, consuelo, tranquilidad, salud y encanto? Más aún, ¿cómo conjugar en una sola visión al varón tan fuerte, único e incomparable que se ve en la Sábana Santa, con el Niño Jesús recién nacido, abriendo los brazos y sonriéndole a la Virgen?

Aunque ya al extender los brazos los pusiera en forma de cruz, prenunciando que nacía para ser crucificado, ¿cómo alguien iba a imaginar que en aquel niño, cándido, inocente y frágil estaba ya el héroe que iría a soportar los más terribles padecimientos que jamás se hayan visto y se verán hasta el fin del mundo?

Males de una visión unilateral

¿Cómo condensar, entonces, todas estas perfecciones del Hombre-Dios en una única visión?

Son tantas que nos vemos inclinados a contentarnos con la consideración solamente de una de ellas. De hecho, cada uno lo adora de la forma que se siente llamado a hacerlo, pero en mi caso particular, por mi forma de ser, nunca me satisfaría adorarlo en uno solo de esos aspectos sin tratar de unirlo a los otros, de modo que constituyera, aunque sumariamente, una noción de conjunto.

Por lo tanto, si hubiera podido conocerlo en esta vida, lo que más me habría gustado admirar en Él serían las transiciones de sus estados de espíritu, para que en esas variaciones pudiera ver yo la armonía que ellas formaban.

En el techo de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús1 hay una pintura al estilo del siglo xix, que tiene la característica, proveniente de una tendencia de los hombres de ese siglo, de representar las cosas exactamente como son en la realidad. De ahí surgió la escuela de arte llamada Realismo. Esto para mí no es verdadero arte, pues el valor de una obra radica en reproducir algo de lo imponderable que sólo captan los ojos de los auténticos observadores.

Si reproducir las cosas tal y como las vemos tiene valor artístico, la más perfecta de las artes debería ser la fotografía. Ahora bien, la mayor laguna tanto del Realismo como de la fotografía está en que no retrata las transiciones de alma a las que me he referido antes. Por eso, en los cuadros de Jesús que siguen esa escuela, se nota que el artista escogió un único aspecto suyo y trató de representarlo. Y en general se busca representar la misericordia infinita del Señor, lo cual, a pesar de muy justo, es incompleto.

En las letanías del Corazón de Jesús se encuentra la siguiente advocación: Corazón de Jesús, abismo de todas las virtudes. Esto quiere decir que la profundidad de sus virtudes es tal que constituye un abismo para los hombres. Incluso podríamos llamarlo «cielo de todas las virtudes», considerando el cielo como abismo hacia arriba.

Pintando bellezas olvidadas

Cómo sería hermoso que alguien pintara cuadros que representasen otros episodios de la vida de Cristo. Por ejemplo, su meditación en el desierto cuando pasó allí cuarenta días en ayuno y oración. Hasta nos lo podríamos imaginar junto a una piedra, en medio de un paisaje árido, donde solamente hubiera una vegetación ordinaria y escasa, en contraste con la grandeza de esa escena; a lo lejos, extensiones cubiertas de una bonita arena que se encuentra con el horizonte, en el cual se puede ver un atardecer color brasa, recortado por el perfil de Jesús.

O también se podría hacer un cuadro de Cristo agradando a la Virgen. Si Él ya se había deleitado en la observación del universo, ¡cuánto no le habría gustado contemplar a aquella que era superior a todo el universo! Representarlo entonces mirándole a los ojos a María Santísima, y Ella llena de admiración para con Jesús. Él, por su parte, como Creador, piensa: «¡Es mi obra maestra!»; y como Hijo: «¡Es mi Madre! ¡Qué perfección!».

¿Qué no daríamos a cambio de contemplar una escena como esta, aunque fuera por el agujero de una cerradura? Después de verla, ¿para qué seguir viviendo? Porque si alguien me dijera: «Mire el mar, ¡qué bonito!», yo, que tanto me gusta el mar, pensaría: «¿Qué hay que ver en el mar después de haber visto a María?».

En fin, cómo desearía que se buscara representar todos sus estados de espíritu, pues no me contento con adorar y adherir solamente a su misericordia.

Consideración de todo lo que hace palpitar y vibrar el Sagrado Corazón de Jesús

Además, otra cosa que me gustaría hacer sería una colección de todos los timbres de voz del Señor, por ejemplo, mientras enseñaba. Siendo el divino Maestro, ¡cuánta claridad, sabiduría, profundidad, amplitud de horizontes y sencillez debían traslucir en su timbre de voz!

Sagrado Corazón de Jesús – Iglesia de los Santos Simón y Judas, Deudesfeld (Alemania)

Quizá incluso más que los timbres de voz, ¿qué no se daría para tener la representación de algunas miradas de Jesús? Por mencionar tan sólo dos. ¿Cómo fue la mirada que le dirigió a San Pedro, hasta el punto de convertirlo y hacerle llorar amargamente de arrepentimiento durante toda su vida? O bien la última mirada a su Madre al pie de la cruz. ¡Cuánto cariño, aprecio y amor debieron haberse manifestado en esa mirada! Por otra parte, ¿cómo habrá sido su severa mirada para con los mercaderes al expulsarlos del Templo; o su disgustada mirada hacia Pilato; o bien su mirada de reprensión para con Anás y Caifás?

Todo este conjunto está contenido en el Sagrado Corazón de Jesús, en el cual repercutió de tal forma que, en cada uno de esos varios momentos, debe haber latido de manera diferente, ora más intensamente, ora menos.

Por consiguiente, para que tengamos verdadera devoción al Sagrado Corazón de Jesús no basta conocer y amar solamente uno de estos aspectos, sino que es necesario tener una visión de todo el conjunto que Él representa. Esto, por supuesto, nadie puede lograrlo sin un auxilio especial de la gracia. No obstante, para los que anhelan y se esfuerzan por conocer y amar cuanto sea posible este magnífico, indecible e inestimable conjunto, en cierto momento tal gracia les llegará. 

Extraído, con adaptaciones, de:
Dr. Plinio.
São Paulo. Año XIV.
N.º 155 (feb, 2011); pp. 10-15.

 

Notas


1 Santuario localizado en el barrio de Higienópolis, São Paulo.

 

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Del mismo autor

Artículos relaccionados