De distintas maneras, los hombres alaban la memoria de quien ha marcado el pasado: le dedican escuelas, calles o monumentos, escriben acerca de su persona… Sin embargo, ¿de qué vale toda la gloria mundana ante un elogio divino? Por ejemplo, Jesús afirmó de Juan el Bautista que «entre los nacidos de mujer» (Lc 7, 28) ¡no hubo nadie mayor que él!
Ahora bien, ¿cómo enaltece el Altísimo a alguien destinado a dejar una imborrable huella para el futuro? Revelando algo sobre él que marque a todas las almas. Es lo que hizo el Padre eterno con su Unigénito por medio de una voz que vino del Cielo: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo» (Mc 9, 7). Esta forma de alabanza sólo Dios la puede hacer.
Los autores sacros comúnmente relacionan eras históricas con las Personas de la Santísima Trinidad: se asocia el Antiguo Testamento al Padre, el Nuevo Testamento al Hijo y un período futuro, de especial glorificación de Dios y de María, al Espíritu Santo.
El comienzo de cada una de esas eras está señalado por una revelación. Así, en el Antiguo Testamento Dios se manifestó como causa primera y último fin, autor único de todas las cosas, padre próvido, justo y misericordioso. Para inaugurar el Nuevo Testamento el Hijo mismo se dio a conocer al mundo como Salvador, Redentor y Mediador. Y es opinión corriente entre los teólogos que el Reino del Espíritu Santo será abierto mediante una nueva explicitud, una nueva luz con respecto al «Gran Desconocido», la cual, aunque contenida en la Revelación, permanece oculta bajo el velo del misterio y por eso nunca ha sido verdaderamente comprendida por los hombres hasta hoy. Dicha luz deberá marcar los siglos futuros y cambiar el curso de la Historia, hasta el punto de dar como resultado la fundación de una nueva civilización.
Pero al ser el Espíritu Santo el divino Esposo de María Santísima y dada la altísima perfección del vínculo existente entre ambos no se comprendería que Él fuera glorificado sin que se promoviera la glorificación de su Esposa. Por consiguiente, es de esperar que las maravillas obradas por la gracia con vistas a la instauración del Reino de María tengan como elemento central la exaltación de la Virgen, de un modo tal que ningún hombre haya podido imaginar.
Por otra parte, Dios suele intervenir en los momentos en los que todo parece perdido, escuchando las súplicas de aquellos que, en medio de las más desgarradoras pruebas, se niegan a traicionar sus esperanzas. No importa si son pocos y débiles, siempre y cuando sean fieles: cuanto peor es la prueba, mayor será la posterior glorificación, pues el Señor se aprovecha de las propias insidias del demonio para vencerlo y humillarlo aún más.
De modo que la exaltación de María preparada por Dios será una revancha aún más humillante que el enorme odio que siempre ha manifestado Satanás con relación a Ella. El Todopoderoso nunca deja nada impune y se venga del mal hecho a los suyos. ◊