29 de junio – Solemnidad de los santos Pedro y Pablo, apóstoles
Una peculiar comitiva subía a Jerusalén: el Maestro a la cabeza y detrás de Él, temerosos, sus discípulos (cf. Mc 10, 32). Todos intuían que algo sublime estaba a punto de suceder, pero… incluso después de tres años con Jesús, los Apóstoles no se daban cuenta de la grandeza de su propia vocación y menos aún vislumbraban la inmensidad de aquel a quien seguían.
En el camino, el Señor es detenido por dos de sus discípulos: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (Mc 10, 37). Se trataba de una petición demasiado humana, impulsada por el deseo de la gloria de esta tierra…
Con divina paciencia, Jesús busca elevar las miras de aquellos discípulos livianos: «¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber, o bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?» (Mc 10, 38). «Podemos», contestaron. Y el Señor profetiza: «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y seréis bautizados con el bautismo con que yo me voy a bautizar» (Mc 10, 39).
Esta profecía se cumplió en cada uno de los Apóstoles. Sin embargo, al mismo tiempo que predecía el martirio de los suyos, el divino Maestro les mostraba que la Iglesia no se regiría por los dictámenes del mundo.
En efecto, si fuera para conseguir un trono de gloria terrenal, como pedían los dos apóstoles, nada mejor que agradar al mundo, a fin de ser aclamado por él. No obstante, lo que Jesús les ofrecía era su cáliz y su bautismo: el dolor. A través del sufrimiento el Señor salvaría nuestras almas. Y esa misión la legaría a sus discípulos, por tanto, a la propia Santa Iglesia.
Así entendemos por qué la misa de esta solemnidad comienza con la siguiente antífona: «Éstos son los hombres que, mientras estuvieron en la tierra, con su sangre plantaron la Iglesia: bebieron el cáliz del Señor y lograron ser amigos de Dios».1
Convertidos en héroes por el Espíritu Santo, San Pedro y San Pablo, otrora pusilánime el primero y perseguidor el segundo, imitaron al Redentor y, cuales columnas, solidificaron la fundación de la Iglesia bebiendo hasta el final el cáliz del dolor y del martirio, así como predicando el bautismo.
A Pedro, el Maestro lo conoció en su vida terrena y lo sacó de la pesca, para que avanzara en las aguas más profundas del apostolado (cf. Mc 1, 16-18). A Pablo, lo contempló desde el Cielo aún como perseguidor, lo tiró al suelo y lo cegó para que recuperara no sólo la vista de los ojos, sino sobre todo la de su alma (cf. Hch 9, 1-22).
A ambos, el Señor unió en un mismo cáliz de dolor, por el martirio. Derramaron su propia sangre y se ofrecieron en holocausto, para dar testimonio de que en la Iglesia de Cristo se da hasta la vida, si fuera necesario, pero nunca se dejará de predicar las verdades del Evangelio para estar más en consonancia con el trono de falsa gloria que ofrece el mundo.
A ejemplo de ellos, se nos invita a recordar la esencia de la misión salvífica de la Iglesia, que es ante todo proclamar la verdad evangélica, luchando por la salvación de las almas. A nosotros nos corresponde «seguir en todo las enseñanzas de aquellos por quienes comenzó la difusión de la fe»,2 como reza la oración colecta.
San Pedro y San Pablo, rogad por la Santa Iglesia. ◊
Notas
1 Santos Pedro y Pablo, apóstoles. Misa del día. Antífona de entrada. In: MISAL ROMANO. Texto unificado en lengua española. Edición típica aprobada por la CEE. 3.ª ed. Madrid: Libros Litúrgicos, 2020, p. 715.
2 Idem, Oración colecta, p. 715.