Día 13 de agosto de 1792. El sol ya se había puesto cuando el viejo carro cruzó los portones del edificio que un día fue morada de los templarios en la capital francesa, y por eso llamado Temple. Luis XVI, María Antonieta y sus dos hijos, vivirán allí en cautiverio.
Esa noche los prisioneros se sentaron a cenar en una gran sala, cuyo aspecto conocemos por el famoso cuadro Té en casa del príncipe de Conti. En él aparece un niño que, hacía unos años, entretenía a los antiguos residentes del palacio tocando el clavecín. Al contemplar la pintura se tiene la sensación de que las melodías aún resuenan por los pasillos del edificio, contrastando con la trágica situación vivida por la desdichada pareja… ¡Qué diferencia entre el pequeño e inocente clavecinista, cuya música otrora había alegrado los tiempos suntuosos del Rococó, y la rudeza de quienes entonces rodeaban a la reina!
Ojalá, María Antonieta hubiera podido disfrutar, durante los últimos meses de vida, de la compañía de aquel niño. Sin duda, habría sido para ella un motivo de consuelo recordar el feliz día en que, cuando aún vivía en el espléndido palacio de Schönbrunn (Austria), él le pidió el matrimonio, arrancando seguramente una sonrisa de toda la familia imperial.
Pero aquel niño, símbolo de una época moribunda, había muerto prematuramente hacía meses: se trataba de Wolfgang Amadeus Mozart.
Atributos que revelan un elevado llamamiento divino
El Creador dota a todo hombre de ciertas capacidades, las cuales ya le dan gloria por el mero hecho de existir. Pero eso no basta; quiere que tales aptitudes sean desarrolladas y empleadas como instrumento para que otros también se eleven a realidades más sublimes. El que, por ejemplo, ha recibido de Dios el talento musical, debe servir de puente para que sus oyentes experimenten las delicias del Paraíso.
Pues bien, ¿quién no se ha maravillado nunca ante la variedad de movimientos, sutilezas y encantos que emanan de entre tantas de las 754 piezas1 del célebre compositor austriaco? No hace falta ser un experto para darse cuenta de la gran capacidad con la que el Señor dotó a Mozart. Muchas de sus músicas parecen transportarnos del ajetreado contexto en el que vivimos a épocas serenas y afables de antaño, o quizá a un mundo maravilloso y perfecto, que recuerda a los ángeles en el Cielo.
¿Cuáles serían los designios divinos para un alma tan dichosamente adornada? Echemos un vistazo a la existencia de este personaje, tratando de comprender mejor el sublime llamamiento que Dios le confirió.
«Es difícil evitar quererle»
Wolfgang Amadeus Mozart nació el 27 de enero de 1756 en la ciudad de Salzburgo, actual Austria. Fue bautizado al día siguiente, recibiendo el nombre de Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart. Era el séptimo y último hijo de Leopold Mozart y Anna María Pertl.
Desde tierna edad, el niño dio muestras de su talento innato, lo que llevó a su padre, un famoso y experimentado músico, a dedicarse casi exclusivamente a su formación musical y la de su hermana, María Anna, apodada Nannerl.
Los relatos sobre su infancia sugieren que era un niño cariñoso y afable, que brillaba por su inocencia, además de una total ausencia de timidez. Así lo describe el compositor Hasse: «Guapo, vivaz, gracioso y repleto de buenos modales; y, conociéndolo, es difícil evitar quererle».2
Un niño en el regazo de la emperatriz
Entorno a los 5 años, el niño prodigio inició su epopeya componiendo sus primeras músicas. Leopold, creyente en el milagro divino detrás de tal portento y viéndose en la obligación de anunciarlo al mundo —obligación no exenta de cierto interés, por supuesto—, le llevó, en septiembre de 1761, a promocionar su primera aparición pública en la Universidad de Salzburgo, empezando al año siguiente una gira por el Viejo Continente.
El primer destino fue Múnich —donde Mozart se presentó ante el príncipe elector de Baviera, Maximiliano José III— y, más tarde, la capital musical de la época, Viena. Allí culminaría el viaje, presentándose ante la familia imperial, en el palacio de Schönbrunn.
En aquella ocasión se produjo un simbólico encuentro en la vida de Mozart. El niño, vestido con traje lila y un chaleco de camelote adornado con un galón dorado —un auténtico bibelot—, acabó perdiendo el equilibrio y cayendo al suelo. Estando a punto de llorar, se vio ayudado y consolado por una archiduquesa que se había encariñado con él: María Antonieta de Habsburgo, la que más tarde se convertiría en reina de Francia.
Años más tarde aún se contaría cómo, en aquel mismo día y lugar, el pequeño Wolfgang se había puesto, despreocupadamente, en el regazo de la fortaleza matriarcal que era la emperatriz María Teresa. La abrazó, la besó calurosamente y, señalando con el dedo a la princesa que lo había ayudado, dijo:
—Más adelante me casaré con ella.
—¿Y por qué? —le preguntó la emperatriz.
—Porque ella ha sido buena conmigo.
Se trataba de una curiosa manifestación de afecto inocente entre dos almas marcadas por una delicadeza y una gracia incomparables. Casi podría decirse que la obra de Mozart no era más que María Antonieta musicalizada, del mismo modo que podría decirse que María Antonieta era la música del Antiguo Régimen encarnada en una dama.
¿Habría algún designio de la Providencia detrás de la amistad nacida entre estos «compendios» de toda una mentalidad y una época histórica? Es difícil saberlo con certeza, ya que tal relación no llegó a desarrollarse.
Veinte años por Europa
La astucia de Leopold Mozart le llevó a planificar meticulosamente las jornadas de su hijo, desde los estudios musicales elementales hasta la agotadora rutina de los conciertos —sin excluir, cabe señalar, la práctica de la piedad católica—, que en ocasiones le pasó factura a la salud del niño, quien, aun disfrutando de la música, enfermaba a menudo.
En 1763, tras un breve retorno al hogar, comenzó otra larga gira de tres años por el Viejo Continente. Naciones como Alemania, Francia, Inglaterra, Países Bajos y Suiza fueron los destinos en esa ocasión, con frecuentes presentaciones para la alta aristocracia. En Versalles, por ejemplo, el niño fue escuchado por Luis XV y, en Londres, por Jorge III. En Inglaterra entabló amistad con Johann Christian Bach, hijo de Johann Sebastian Bach, convertido al catolicismo, y entró en contacto con sus composiciones. Es muy probable que Mozart también en este viaje conociera la obra de George Frederick Haendel. Durante su estancia en París, Wolfgang publicó su primera partitura.
No había pasado ni un año desde su regreso a Salzburgo y la familia partió de nuevo hacia Viena. Durante este período, la viruela que se propagaba se llevó a dos niños y dejó cicatrices indelebles en la cara de Mozart.
A finales de 1769, padre e hijo se dirigieron a Italia, no sin antes hacer escala en importantes centros musicales europeos. Una vez en la Ciudad Eterna, el niño sólo tuvo que escuchar dos veces la interpretación del famoso Miserere de Allegri, cuya copia estaba estrictamente prohibida por el Vaticano, para transcribirla de memoria con la mayor precisión. Cuando la noticia de la «transgresión» llegó a oídos del sumo pontífice Clemente XIV, éste, asombrado ante tal portento, en lugar de ordenar que castigaran a Mozart, le confirió el grado de caballero de la Orden de la Espuela de Oro.
Las habilidades del muchacho se desarrollaban rápidamente, y con ellas su prestigio y producción no hicieron más que aumentar.
Los primeros reveses
No obstante, como ocurre con cualquier hijo de Adán en esta tierra de exilio, los reveses no tardaron en aparecer en el horizonte. En Salzburgo, Wolfgang trabajaba para el arzobispo, también soberano reinante de aquella tierra. Con el nombramiento de Hieronymus von Colloredo para el cargo empezaba una nueva y dura etapa en la vida de Mozart. El apoyo que tenía del anterior prelado cesó con su sucesor en la sede episcopal, que se mostraba inflexible con su salario y sus conciertos fuera de la ciudad. Esto llevó al joven compositor a buscar mejores puestos, especialmente en Viena, pero sin éxito.
De Francia parecía que llegaba la solución. Durante una estancia en París, le ofrecieron el cargo de organista de la capilla real de Versalles, con un buen estipendio. Allí estaría continuamente en contacto con el rey y la reina, en una rutina bastante estable, pero muy distintos eran los objetivos de Mozart… y rechazó la propuesta. María Antonieta tenía una nueva oportunidad de «ser buena» con Wolfgang; sin embargo, su reciprocidad no fue la misma que en la infancia.
Es difícil, o más bien imposible, excogitar qué consecuencias habría tenido la presencia del músico en el orden social de la nación de San Luis. Quizá, con la elevación de sus armonías, habría cooperado tendencialmente a romper el impulso de la Revolución de 1789 y el odio gratuito de ésta para con María Antonieta.
Además, ¿cómo se habría desarrollado la personalidad del joven Wolfgang en ese ambiente? La corte francesa merecía censura desde muchos puntos de vista, pero no se hallaba tan manchada por el ambiente de igualitarismo y la ausencia de formalidad que José II promovía en Viena. Pues bien, en esta ciudad es donde Mozart pasó la última década de su existencia.
Época de cambios
Todo ser humano es social por naturaleza, por lo que el entorno tiene una profunda influencia en el carácter de los individuos. Ya al principio de la creación, Dios estableció: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gén 2, 18). Y esta realidad va más allá del ámbito natural para alcanzar, sobre todo, el espiritual, donde se necesita un guía para permanecer en los caminos del Señor.
Lamentablemente, el compositor no encontró tal apoyo en esa etapa de su vida. Aún en París, otra desgracia llamó a su puerta: el fallecimiento de su querida madre. Mozart carecía de alguien que le ayudara en la práctica de la virtud. En consecuencia, al mismo tiempo que Europa era asolada por las ideas de la Ilustración, el alma del joven genio atravesaba situaciones atormentadoras…
El niño agraciado, inocente y amable había cambiado con el paso de los años. La edad adulta trajo consigo marcas indelebles y frívolas en Wolfgang, empezando por su negativa a someterse a la autoridad paterna, así como el surgimiento de un carácter orgulloso, vulgar y grosero, y una evidente irresponsabilidad en la gestión de las finanzas y de la vida en general. En vano lo amonestó el viejo Leopold, profundamente perturbado por estos cambios.
En Viena, el final de sus días
En 1781 el compositor abandonó definitivamente la antigua Salzburgo para trasladarse a la cosmopolita Viena. En este último período de existencia, que tuvo un próspero comienzo, compuso obras considerables como Las bodas de Fígaro, Idomeneo, Don Giovanni, La flauta mágica, Réquiem y Ave Verum corpus. Mozart también conoció en esa época al célebre músico Joseph Haydn, que pasó a tenerlo como amigo y gran inspiración hasta el final de su vida.
Poco más de un año después de su llegada a Viena, Mozart entraba en la catedral de San Esteban para contraer matrimonio con Constanze Weber. De esta unión nacerían seis hijos, de los cuales sólo dos sobrevivirían más allá de la infancia. Muchos describen a su esposa como irresponsable y caprichosa, aunque es difícil conciliar esta idea con su conducta posterior. Lo cierto es que no resultó ser el apoyo sobrenatural y religioso que tanto necesitaba nuestro compositor.
A pesar de los innumerables conciertos, se presentaron nuevas dificultades económicas y, con ellas, el declive físico. Su salud, que nunca había sido muy vigorosa, comenzó a empeorar rápida e incomprensiblemente, ocasionando el 5 de diciembre de 1791, a la edad de 35 años, el cierre definitivo de sus ojos a esta tierra.
Una mirada retrospectiva
Al conocer la existencia de Mozart, tan intensa como breve, tan fructífera como conturbada, tan sublime como trágica, se tiene la impresión de que algo quedó incompleto en la vida del compositor.
Todo hombre está llamado a la santidad y, hasta que alcanza esta meta universal, algo de su obra queda empañada, por muy brillante que haya sido. Los logros de cada ser humano pueden, por tanto, considerarse como una mezcla de luz y tinieblas, en la que una u otra se hacen más perceptibles a medida que se acerca o se aleja del plan divino.
¿Qué hubiera sido de aquel Amadeus —amado de Dios— si hubiera correspondido al amor que venía de lo alto? ¿Qué obras diáfanas habría compuesto? ¿Qué bien habría hecho? ¿Qué daño habría evitado?
En definitiva, no nos detengamos en las desdichas de su existencia, sino en los momentos en los que brilló su vocación, gracias a la blancura de aquella inocencia que se ve reflejada en muchas de sus obras.
El día del Juicio final, cuando se abra el Libro de la Vida, esperamos descubrir que, por misericordia divina, la Santísima Virgen se haya compadecido del bohemio compositor, así como María Antonieta se entristeció al ver a aquel niño del chaleco lila tendido en el suelo en Viena, y lo haya levantado del suelo, no para subir al regazo de una emperatriz de este mundo, sino para llevarlo, Ella misma, en sus brazos virginales. Y que, por intercesión de la Medianera de todas las gracias, esta alma haya logrado en el Cielo mucho más que en la tierra. ◊
Notas
1 De ésas, 132 no llegaron a concluirse (cf. COMBARIEU, Jules. Histoire de la musique. Des origines à la mort de Beethoven. Paris: Armand Colin, 1913, t. II, p. 537).
2 LANDON, H. C. Robbins (Org.). Mozart, um compêndio. Guia completo da música e da vida de Wolfgang Amadeus Mozart. Rio de Janeiro: Jorge Zahar, 1996, p. 123.