Al seguir atentamente los artículos de este número especial de la revista Heraldos del Evangelio y considerar las numerosas conquistas atribuidas a la persona de Mons. João, un lector que lo conozca poco podría imaginar que su vida discurrió en línea recta, de triunfo en triunfo hasta su partida hacia la eternidad, sin haber sido atravesada en ningún momento por la perplejidad, por la contradicción, por el sufrimiento. Se engaña el que así pensara, pues desde su más tierna infancia aprendió el lenguaje del dolor, el cual sería el inseparable compañero de su existencia.
Con tan sólo 8 años, le sobrevino una misteriosa enfermedad —nunca diagnosticada satisfactoriamente— que lo dejó postrado en cama durante largos meses, hasta el punto de hacerle perder el año escolar. Más tarde aún recordaría la fuerte carga preternatural que acompañó esa indisposición.
Mons. João aprendió, desde su más tierna infancia, el lenguaje del dolor, el cual sería el inseparable compañero de su existencia
Si no le faltaron los sufrimientos físicos, poco representaron éstos en comparación con los morales. Ya hemos visto cómo, al ser hijo único, el aislamiento era el sello distintivo del pequeño João. Y cuando empezó a relacionarse con sus compañeros de clase, vecinos e incluso algunos familiares, vio abrirse ante él un mundo enteramente opuesto a la inocencia, en el que dominaban el interés, el oportunismo y la maldad. ¿Cómo sería el resto de sus años?
Llegados a este punto, nos encontramos ante un problema de difícil solución: ¿cómo narrar con detalle las nueve trombosis, las tres embolias, la mononucleosis y la tuberculosis que le afectaron en su primera madurez, además de las innumerables pruebas que acrisolaron su mente incluso ya en esa época? Ninguna de ellas nos parece menos importante o carente de significado; ninguna de ellas, desvinculada de la perspectiva sobrenatural que estamos siguiendo en estas páginas. Pero avancemos un poco más en la vida de Mons. João, hasta un período que, bien por su gravedad, bien por su carácter parabólico, exige más atención.
«Las cuentas están saldadas y ahora ha llegado tu fin»
El año de 1994 estaba a punto de terminar. Monseñor João había promovido una semana de homenajes al Dr. Plinio con motivo de su cumpleaños, conmemorado el 13 de diciembre, sin imaginar que sería el postrero en esta tierra.
En el último día de las celebraciones, que transcurrió brillantemente, dirigía el coro y orquesta. Cuando en medio de vítores y aplausos se cerraron las cortinas del escenario, se inclinó exhausto sobre el atril de las partituras y dijo: «Ahora, después de este reconocimiento hecho al Dr. Plinio en público, ¡ya puedo morir!». En su devoción filial había demostrado, tanto como le era posible en aquel momento, toda su admiración y arrobamiento por su padre espiritual y, sintiendo una descomunal debilidad orgánica, cantaba como Simeón el Nunc dimittis (cf. Lc 2, 29-32). Ya en su habitación, le asaltaron dolores en la espalda y en el pecho. Así llegó a las fiestas de fin de año…
Después de la cena del 31 de diciembre se retiró ¡con el cuerpo ardiendo de fiebre! Durante la noche el malestar fue agravándose, hasta sentir el sabor de la sangre en su paladar. Llamó al médico, que inmediatamente lo llevó al hospital, donde, tras erróneos diagnósticos de embolia y de cáncer, le comunicaron que padecía sarcoidosis, una enfermedad cuyo origen y evolución eran muy poco conocidos.
Sin expectativas de recuperación en Brasil, viajó a Estados Unidos para recibir tratamiento, que consideraba sólo una escala en su irremediable viaje hacia la eternidad. Estando en el hospital, vio a las enfermeras deshacerse del material usado en un vendaje y, llevado por el tremendo abatimiento que le causaba la dolencia, se decía: «Soy un esparadrapo que ha cumplido su cometido y ahora seré arrojado por la Providencia, no al purgatorio, ni al infierno, sino a un “abandonorio” cualquiera».1
A la lenta y terrible agonía de sus fuerzas físicas se siguió el apagamiento de las luces interiores, hasta que la más cruel noche oscura se posó en el alma de Mons. João. Privado de la compañía de los que más apreciaba, se sentía morir poco a poco y en el exilio. En una comunicación dirigida a su padre y fundador, describía algo de esos tormentos espirituales: «He perdido toda sensibilidad a las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Los propios actos buenos o exitosos de mi vida, cuando afloraban en mi memoria, eran para mí nuevos instrumentos de aflicción: “La Providencia te ha permitido estos resultados para recompensarte el poquitín de bien que hayas podido hacer, al corresponder a algunas gracias recibidas. Las cuentas están saldadas y ahora ha llegado tu fin”».2
Además, Dios permitiría, como había procedido en el pasado con Job, que sus amigos lo atormentaran. En el auge de la fiebre, brotándole sangre por la boca y con los nervios sacudidos por la dolencia, cierta persona, con autoridad en el Grupo de Estados Unidos, lo visitó y le dijo que debería hacer un minucioso examen de conciencia para descubrir la causa más profunda de su enfermedad, pues ésta probablemente tenía su origen en alguna infidelidad a la gracia de la vocación…
El futuro habría de desmentirlo. Monseñor João no padecía como malvado, sino como hijo de Dios y coheredero de Cristo: sufría con Él, para ser glorificado con Él (cf. Rom 8, 16-17).
De la confianza sin límites nace un milagro
La salida del oscuro túnel de la sarcoidosis se produciría de la forma más inesperada. En abril de 1995, cuando aún se encontraba en Estados Unidos, Mons. João sufrió una violenta trombosis, que derivaría en una embolia pulmonar. Ingresado nuevamente en el hospital, fue sometido a numerosos exámenes. El día 26, fiesta de la Madre del Buen Consejo, le llevaron una fotografía de esta advocación. Sosteniéndola en sus manos, rezó fervientemente pidiendo una orientación en medio de esa terrible situación.
En el otro extremo del continente, una oración ardiente se elevaba del corazón paternal del Dr. Plinio a los pies de María: «Ya que está expuesta aquí la imagen de Nuestra Señora del Buen Consejo, no puedo olvidarme […] de nuestro João, que todavía sigue en Estados Unidos. Pidámosle a la Virgen que, según sus designios, lo reintegre, con la salud restablecida, a nuestro ambiente lo antes posible».3
A la lenta agonía de sus fuerzas físicas causada por la sarcoidosis se siguió el apagamiento de las luces interiores, hasta que la más cruel noche oscura se posó en el alma de Mons. João
En María, las oraciones de padre e hijo se encontraron, y el Cielo no pudo resistirse a ellas. Aquel mismo 26 de abril, los médicos revelaron un sorprendente prodigio: las pruebas requeridas por las circunstancias demostraron no sólo la recuperación de la embolia, sino también la curación de la sarcoidosis, de la que, inexplicablemente, no quedaba ni rastro.
Esa horrible etapa concluiría con la sabia intervención de Mons. João para resolver un problema muy distinto: el secuestro de un miembro del Grupo, del que el lector ya ha tomado conocimiento. Su estancia en el extranjero se prolongaría hasta finales de agosto, y sólo regresaría a Brasil para acompañar otro vía crucis: el de su padre espiritual. El reencuentro se produjo en la puerta de la ambulancia que trasladaba al Dr. Plinio al hospital donde pasaría sus últimos días.
«Mi amigo, de quien yo me fiaba…»
«La mayor manifestación del amor es el perfecto don de sí mismo».4 En la nueva fase que comenzaba con el fallecimiento del Dr. Plinio, Mons. João no escatimaría esfuerzos, gastando su propia salud, tiempo y atención en tender la mano a quien necesitara su ayuda, y ofreciendo su amistad a los que luchaban por el bien.
Uno de los mayores dolores que sufrió tras la muerte del Dr. Plinio fue el hecho de que algunos hermanos de ideal se coligaran para impedir su actuación e influencia
Uno de los mayores dolores que sufrió durante este período fue el hecho de que algunos miembros del Grupo, envidiosos de la prominencia que le confería la situación, decidieran impedirle sus actividades e influencia. Así, una vez más, se cumplían las palabras del salmista: «Mi amigo, de quien yo me fiaba, […] es el primero en traicionarme» (40, 10).
Varios de los que hasta entonces había considerado sus hermanos de ideal se mancomunaron para destruir su honor y se dedicaron a difundir graves calumnias morales, desprovistas de todo fundamento. Santo Tomás ya había afirmado con razón: «Los malvados, […] incapaces de criticar la vida de los justos, tienen la costumbre de calumniarlos acusándolos de no actuar con recta intención».5
A pesar de todo, pasados los años y cesadas las relaciones con aquellas personas, Mons. João todavía rezaba por ellas y se preocupaba por su salvación eterna, como lo haría por sus amigos fieles.
«Señor, sólo una gota, ¡no!»
Como consecuencia de su ordenación sacerdotal en 2005, el dolor, que siempre había estado presente en la vida de Mons. João, encontró su significado más sublime, permitiendo que se le aplicara, en cuanto alter Christus, la enseñanza de la teología: «La amistad de Jesús […] es tan fuerte como tierna, tiende a purificar por la prueba y a asociar a las almas al misterio de la Redención por el sufrimiento».6 Su existencia se convertiría, a su manera, en una prolongación del santo sacrificio. Pero para ello el Redentor le pediría su consentimiento.
El año de 2009 estaba en curso. En los primeros días de mayo, Mons. João había ido a Europa para ocuparse de los intereses de la obra. Estando en Roma, celebraba la santa misa. En el momento de la comunión, con el cáliz en las manos, dio un paso en falso y un poco de la preciosísima sangre salpicó su vestidura blanca. Mientras purificaba el tejido, sintió que el Señor le decía: «Hijo mío, he derramado toda mi sangre por ti; ¿podrás derramar unas cuantas gotas por mí?».
El sacratísimo cuerpo de Jesús está en la gloria del Cielo y, por tanto, ya no puede padecer; entonces, en su Cuerpo Místico es donde Cristo sigue sufriendo su Pasión. En ese momento, el rostro llagado de la Iglesia le era presentado a Mons. João, pidiéndole que se dejara clavar en la cruz y sufriera con ella y por ella. «Señor, sólo una gota, ¡no! Por ti quiero derramar toda mi sangre», fue su pronta y generosa respuesta.
Completo abandono en las manos de la Providencia
Un fuerte malestar lo consumía cuando regresó a São Paulo. Fue al hospital pensando que sus ojos veían las luces de la ciudad por última vez, y allí le diagnosticaron una neumonía avanzada.
Su aceptación, no obstante, permanecía intacta. A dos heraldos que le llevaron algunas pertenencias, les dijo: «Debemos estar dispuestos a aceptar cualquier sacrificio que la Providencia nos pida, y a cumplir sus designios». Siguiendo al pie de la letra este propósito, lo aplicaba hasta en las pequeñas cosas: «Ni siquiera sé qué hora es, no sé nada; he decidido abandonarme en manos de la Providencia», le comentó a uno de sus hijos que lo visitó en la UCI. A otro, que manifestó su pesar por el dolor que estaba soportando, le respondió: «Lo que hace la vida de un hombre es el sufrimiento. El resto no vale nada».
Los primeros pasos de su lenta recuperación estuvieron acompañados de una intensa prueba. Una vez más se sentía como «un esparadrapo desechado». Sin embargo, una tarde cuando fueron a visitarlo encontraron un brillo especial en sus ojos, señal de que alguna luz se había encendido en su alma. Después reveló que la gracia había hecho resonar en su interior la certeza de que no moriría en esa ocasión: «Todavía quiero utilizarte».
La consumación del sacrificio
Después de una ardua recuperación, siguió un breve intervalo de bonanza. ¿Sabía Mons. João que le quedaba poco tiempo para llevar a buen término parte de su misión en esta tierra? Lo cierto es que en ese ínterin luchó por las dos conquistas que más quería: la glorificación de su padre espiritual y la perpetuidad de la institución que había fundado. El inicio de su obra maestra sobre el Dr. Plinio, escrita de su puño y letra, y la aprobación pontificia de dos sociedades de vida apostólica coronaron sus esfuerzos.
En este período, durante el ofertorio de una misa celebrada por él, Mons. João recibió una señal misteriosa: escuchó, con los oídos del espíritu, sonar una campanilla. Una intensa alegría acompañó el fenómeno, haciéndole comprender que la Providencia le avisaba de que algo muy grandioso, impensable para la mente humana, estaba a punto de suceder. Pero para que tal visión se hiciera realidad y las campanas tocaran de júbilo en la tierra o, tal vez, en la eternidad, tendría que enfrentarse a una terrible tormenta, sólo proporcional a la gloria que estaba por llegar.
Como ya se ha mencionado en varios de los artículos de esta edición, después de la misa matutina del 2 de junio de 2010, mientras desayunaba en compañía de algunos de sus hijos, Mons. João sufrió un ataque cerebrovascular. Comenzaba un período doloroso, que se extendería por más de catorce años.
La prueba que lo asumió a partir de entonces nunca sería desvelada del todo. Dios le pedía que, aunque siempre estaría acompañado del afecto y del cuidado de los suyos, sufriera solo: dotado otrora de una privilegiada facilidad de expresión, se encontró prácticamente privado de la palabra. Una gran angustia resultaría de esto. ¡Cuántas veces, al discernir en sus hijos los problemas que los afligían, su corazón paternal se oprimía al no conseguir llegar hasta ellos! ¡Cuántas aflicciones padecía al contemplar desde su atalaya profética los graves acontecimientos que sacudirían el orden eclesiástico y temporal, y sentirse impedido de alertar, como querría, al mundo!
Al serle presentado el rostro llagado de la Iglesia pidiéndole que sufriera con ella y por ella, la respuesta de Mons. João fue inmediata: «Señor, Por ti quiero derramar toda mi sangre»
Apuros menores se volverían corrientes. En no pocas circunstancias se veían frustrados los intentos de expresar mínimos deseos y de hacerse entender sobre asuntos tan comunes como el menú, la medicación o el cambio de un simple reloj. Para alguien poco familiarizado con el dolor, estas dificultades pueden parecer diminutas. Sin embargo, ¿alguna vez se ha imaginado el lector cuánto heroísmo se le ha exigido para soportarlas ininterrumpidamente, con paciencia y ánimo fuerte durante más de una década, sin proferir una sola queja jamás?
Otro serio obstáculo se sumaría: su personalidad se caracterizaba por una diligente agilidad, que lo llevaba a estar presente junto a sus subordinados en las situaciones de mayor riesgo, para después eclipsarse cuando las solucionaba. En el combate por los intereses de la Iglesia nunca midió esfuerzos ni distancias. No obstante, debido a la inmovilidad del lado derecho de su cuerpo, se vio obligado a usar una silla de ruedas y a depender en todo de la ayuda de otros. En tono jocoso, llegó a afirmar que, solo, no era capaz ni siquiera de ahuyentar a un mosquito…
Las dificultades de locomoción generarían mil y un inconvenientes y agravarían muchos otros. Cada día Dios le requería una nueva renuncia, otra aceptación más. Y lo que no le era pedido, lo mortificaba espontáneamente. En lo referente a su alimentación —pequeña satisfacción que sería tan legítima en su estado—, adoptó la costumbre de reducir considerablemente la cantidad cada vez que la comida servida le agradaba especialmente. Algo similar ocurría con el descanso: nunca lo extendía más allá del tiempo habitual, aunque hubiera perdido horas de sueño por insomnio o malestar. Y los ejemplos podrían multiplicarse… Por cierto, Mons. João había establecido el límite: a la Providencia le daría «toda su sangre».
Sus últimos meses se asemejaban a una batalla espiritual en que parecía querer ofrecerle al Cielo, en vigilias, oraciones y sufrimientos de los más diversos órdenes, todo lo que estuviera a su alcance, sin ceder jamás al desaliento. Mientras sus ojos carnales se iban cerrando a este mundo, su espíritu experimentó una elevación sin precedentes, evidenciada en la sublimación de su trato tanto con las realidades sobrenaturales como con sus circunstantes.
Al fin y al cabo, al no tener nada más que ofrecer sino su propia vida, Mons. João pronunció serenamente su consumatum est para, después de personalizar de alguna manera los dolores de la Esposa Mística de Cristo en la tierra, unirse por entero al Salvador en la eternidad.
Corredentor con Cristo
Bien podría decir con San Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24). De hecho, en los padecimientos sufridos con tanto amor y generosidad por nuestro fundador, hemos visto cumplidas las palabras de un eminente teólogo contemporáneo al comentar esa osada —¡y cuan real!— afirmación del Apóstol: «Nosotros podemos utilizar nuestros sufrimientos poniéndolos al servicio de la obra redentora de Cristo. […] Podemos y debemos ser corredentores con Cristo».7
Sus últimos meses fueron una batalla espiritual en donde le ofrecía al Cielo todo cuanto estuviera a su alcance, hasta el momento en que, habiendo sorbido enteramente el cáliz del dolor, entregó su propia vida
Los sufrimientos de Mons. João, unidos a aquellos de valor infinito de la divina Víctima del Gólgota, conquistarán frutos de gracia a lo largo de los siglos y perpetuarán su presencia por medio de su legado, de sus hijos y de su acción en las almas y en los acontecimientos.
Ojalá quienes se beneficien de este ofrecimiento estimen el alto precio que se pagó por ellos, pues cuando la santidad parecía extinta de la tierra, hubo un varón que hizo del ideal de perfección divina propuesto por Jesús (cf. Mt 5, 48) su meta; cuando los hombres pisoteaban la ley de Dios, hundiéndose en el fango de los placeres ilícitos, alguien sufría por ellos sin que lo supieran; cuando la Barca de Pedro se veía amenazada por la peor tempestad de su historia, los dolores de un justo se convirtieron en prenda, ante el Padre, de su victoria.
La Iglesia nació cuando la sangre brotó del costado abierto de Cristo en la cruz, se expandió a través de la sangre de los mártires, y hasta el fin del mundo la sangre será la única garantía del triunfo de la esposa del Cordero sin mancha, del León de Judá. ◊
Notas
1 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Carta al Dr. Plinio, 15/3/1995.
2 Idem, ibid.
3 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 26/4/1995.
4 GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald. El Salvador y su amor por nosotros. Madrid: Rialp, 1977, p. 380.
5 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Commento al Libro di Giobbe, c. I. Bologna: Studio Domenicano, 1995, p. 38.
6 GARRIGOU-LAGRANGE, op. cit, p. 492.
7 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Jesucristo y la vida cristiana. Madrid: BAC, 1961, pp. 575-576.