Venerable Pío Bruno Lanteri – Sagaz como la serpiente…

Hubo un sacerdote que consiguió burlar en repetidas ocasiones los ataques de la policía imperial y que creó un sistema de correo más rápido que el oficial… ¿Quién fue?

La ausencia de creatividad es uno de los rasgos más característicos de la acción del demonio. En efecto, al analizar atentamente la historia se percibe cómo, a lo largo de los siglos, las embestidas del poder de las tinieblas contra el bien han sido innumerables, pero siempre se asemejan en la sustancia y los métodos. En esta repetición interminable, la variación de personajes y lugares no es más que una etiqueta engañosa para un contenido que suele ser el mismo.

Las obras divinas se caracterizan por una creatividad sobreabundante y renovado vigor, fruto de la infinitud de su Artífice

En cambio, las obras divinas se caracterizan por una creatividad sobreabundante, fruto de la infinitud de su Artífice. Dios es por excelencia ese buen padre de familia que sabe sacar de su tesoro cosas nuevas y antiguas (cf. Mt 13, 52), y en defensa de la Santa Iglesia también sabe valerse de los medios más diversos.

Centremos nuestra atención en uno de ellos, siguiendo la historia de un joven seminarista ardiente de celo por la causa católica.

¿Qué camino seguir?

Pío Bruno Pancrazio Lanteri nació el 12 de mayo de 1759 en Cúneo, un municipio del Piamonte vecino de Francia, junto a los imponentes Alpes. Hijo de padres muy piadosos, recibió una educación religiosa ejemplar desde pequeño. Sin embargo, cuando tenía tan sólo 4 años, falleció su madre, por lo que más tarde declararía: «Casi no he conocido otra madre que María Santísima, y no he recibido en toda mi vida más que caricias de una Madre tan buena».1

El P. Bruno Lanteri

Esta celestial Señora le tenía reservada una gran misión, la cual Bruno sin duda intuía. Con 17 años se presentó ante su progenitor a fin de pedirle permiso para entrar en la Cartuja. Aunque amaba mucho a su hijo, este buen padre sabía que no era lícito oponerse a lo que parecía ser un llamamiento divino. Así que, en poco tiempo, Lanteri ingresaba en el monasterio.

No obstante, muy pronto descubriría que Dios no lo había destinado al claustro. Su débil salud no le permitía soportar los rigores de la vida cartujana, y enseguida el prior del monasterio lo convenció de que si la Providencia no le había dado al joven aspirante los medios necesarios para emprender ese camino era porque le reservaba otro.

Reconociendo que no tenía vocación contemplativa, Bruno aún conservaba su deseo de hacer algo por la Santa Iglesia. Entonces le pidió a su obispo que lo aceptara como postulante al sacerdocio, y fue admitido en breve. Para continuar sus estudios, se trasladó a Turín e ingresó en la universidad, algo muy loable, pero que le acarrearía un enorme riesgo.

Al borde de la herejía

Cerca de Francia, la ciudad de Turín se vio infectada por el mismo mal que asolaba por entonces el reino de la flor de lis: el jansenismo, que se agravó en los dominios piamonteses por un latente clima de oposición entre el gobierno civil y la Santa Sede. Esa herejía rigorista y llena de amargura impregnaba gran parte de los ambientes eclesiásticos, dificultando la buena formación de un seminarista.

El peligro se presentaba tanto mayor cuanto más se divulgaban tales desviaciones, a través de una prensa mal gobernada y altamente perjudicial para el pueblo, por lo general carente de grandes conocimientos teológicos. Lo que Bruno necesitaba en ese momento era encontrar a alguien que lo guiara, y su infalible Madre pronto se lo enviaría…

Convertido durante una lectura

Se trataba de un jesuita —o más bien un exjesuita, pues la Compañía de Jesús estaba cerrada en aquella época— que tenía un pasado peculiar.

Nicolas-Joseph-Albert de Diessbach nació el 15 de febrero de 1732 en Berna (Suiza), en el seno de una familia noble, pero adepta del calvinismo. Poseedor de espíritu muy lógico y cuestionador, se sintió disgustado enseguida con la falaz doctrina y se declaró ateo.

A continuación decidió seguir la carrera militar y se alistó en el regimiento comandado por su tío paterno; no tardó mucho en alcanzar el grado de capitán. Su distinguido origen le permitía acceder a las casas de las mejores familias de la ciudad donde prestaba servicio, y precisamente en una de esas visitas comenzó su conversión.

El anfitrión, ferviente católico, puso sabiamente un buen libro al alcance de su invitado. La atracción del capitán Diessbach por la lectura era tanta que no pudo contenerse. A partir de ese momento se adhirió a la religión verdadera.

Una sociedad para hacer el bien

Bruno discernió el camino que Dios le había trazado al conocer «Amicizia Cristiana» y a su fundador el P. Diessbach

Pero Diessbach se había vuelto un católico demasiado serio como para contentarse sólo con su salvación. Tras haber ingresado en los jesuitas y empezado su actividad apostólica, veía con tristeza que el catolicismo se encontraba socavado en muchas aspectos, sobre todo por la propagación de herejías en toda la prensa. Había que hacer algo.

Fue entonces cuando tuvo una idea: fundar una sociedad —en este caso, secreta— para ayudar a resolver la situación. Corría el año 1775 cuando nació la Amicizia Cristiana. ¿Qué haría propiamente esta institución?

El P. Nicolas-Joseph-Albert de Diessbach, fundador de «Amicizia Cristiana» – Colegio San Miguel, Friburgo (Suiza); en el destacado, el voto de adhesión a la sociedad realizado por el P. Bruno Lanteri

Los buenos libros hacen buenos «amigos»

La principal actividad de Amicizia Cristiana estaba estrechamente vinculada a la conversión de su fundador. ¿Acaso ésta no se había obrado en virtud de una buena lectura? Pues bien, Diessbach promovió que su sociedad fuera una auténtica fábrica de libros benéficos.

Los miembros examinarían los escritos católicos para comprobar su ortodoxia y fidelidad a la Santa Sede. Si los consideraban buenos libros, no sólo se archivarían en la biblioteca de la sociedad, sino que también se difundirían entre el pueblo, tan carente de la verdadera doctrina.

Solamente seis integrantes formarían su junta directiva y estarían a cargo de una compleja y estructurada maquinaria de recogida de datos, análisis de doctrinas, reclutamiento de nuevos asociados y difusión de las obras.

Católicos ejemplares

Sin embargo, restringir la acción de la Amicizia a este aspecto meramente práctico sería reducir considerablemente su verdadero alcance. De hecho, no era una simple sociedad de prensa, sino una congregación religiosa sui generis.

Mucho más que grandes capacidades intelectuales, lo que se exigía a sus miembros era una conducta ejemplar. Un aspirante, por ejemplo, se sometía a un año de continuo examen para verificar la conformidad real de su vida con los principios católicos. Finalizado el período de evaluación, si era considerado digno, debía hacer tres votos: no leer ningún libro prohibido durante un año; consagrar una hora semanal a la atenta lectura de un libro de formación religiosa proporcionado por la asociación; obedecer a sus superiores en lo concerniente al buen orden y la actividad común de la Amicizia.2

Además, se establecieron algunas reglas para sus integrantes, como la frecuencia regular de los sacramentos, media hora de meditación y lectura al día y la realización de un retiro espiritual una vez al año. Así, mediante una vida interior bien estructurada, estarían verdaderamente preparados para emprender una fecunda labor apostólica.

Lanteri y la «Amicizia Cristiana»

Huelga decir que, tras conocer al P. Diessbach, Bruno se incorporó inmediatamente a su movimiento, pues veía en él el camino que Dios le había trazado. A su vez, ciertamente debido a una misteriosa intuición, el propio jesuita percibió que aquel discípulo no era «uno más». Prueba de ello es la especial atención y confianza que desde el principio depositó en ese joven, que ni siquiera había sido ordenado.

Le fue revelado, por ejemplo, el código que utilizaba la sociedad para mantener en secreto su correspondencia, y ésta empezó a pasar toda o en gran parte por sus manos.

En 1783, poco después de haber concluido sus estudios y recibido la unción sacerdotal, Lanteri se convirtió en el segundo hombre de la Amicizia de Turín, la sociedad matriz, de gran importancia en relación con las demás. Y con la muerte de Diessbach en 1798, asumió definitivamente el mando de la institución en esa ciudad.

Bruno también contribuyó a dar forma y promover el crecimiento de otras sociedades hermanas, como Amiche Cristiane, entidad femenina que desarrollaba un apostolado similar al de su homóloga masculina, y Amicizia Sacerdotale, cuyo objetivo era la formación del clero. Asimismo, recibió el gobierno de Aa,3 que trabajaba con los seminaristas.

Al dirigir estas asociaciones, Lanteri trataba de emplear todos los medios necesarios para la conservación de la fe católica, el progreso en la virtud y la defensa de la Santa Sede. Respecto a este último punto, hay un hecho muy interesante que reseñar.

En defensa del Papa

Napoleón afligía a toda Europa. Habiendo hecho prisionero al papa Pío VII en Savona, el emperador exigió que se le reconociera su derecho a nombrar obispos. Pero el vicario de Cristo sabía que se trataba de una actitud inaceptable y, en consecuencia, su postura era un intransigente rechazo.

El Papa encarcelado necesitaba ayuda urgente para defender a la Iglesia; ¿dónde podría encontrarla? Bruno tenía una solución

No obstante, para asestar un golpe certero a la arrogancia del prepotente emperador, y salvaguardar así la integridad del rebaño, Pío VII necesitaba las actas oficiales del Concilio Ecuménico de Lyon, donde ya se había debatido y resuelto la cuestión. Con ellas en la mano, podría redactar un nuevo documento —basado en el magisterio tradicional de la Iglesia—, que esclareciera las conciencias de una vez por todas. Aunque existía un inconveniente: el gobierno francés había prohibido, bajo pena de muerte o exilio, entregarle al Papa cualquier escrito sin haberlo analizado previamente. Entonces, ¿cómo hacerle llegar ese texto? Bruno tenía una solución.

Él, que ya había promovido una incesante colecta de donativos para sustentar al augusto prisionero, decidió dar una muestra más de su fidelidad y conseguir el documento, incluso si le costara la vida. Para ello, recurrió a un caballero conocido suyo, que se dispuso a llevarle la correspondencia al sumo pontífice.

Al llegar ante éste, el caballero se arrodilló para besarle los pies mientras escondía las actas del concilio en el dobladillo de su sotana. Poco después, salía a la luz el documento de Pío VII. Napoleón tuvo un arrebato de ira. «¡¿Cómo?!», ​​se preguntaban todos; el gobierno francés no sabía qué responder…

Encuentro de Napoleón Bonaparte y el papa Pío VII, de Jean-Paul Laurens

Sagacidad de los hijos de la luz

Por supuesto, esa convenientísima invisibilidad no duraría eternamente; la fama de ardiente católico de la que gozaba Lanteri, en sí, bastaba para hacerlo sospechoso. No pasó mucho tiempo antes de que llamaran a su puerta con la intención de llevar a cabo una redada en busca de pruebas que lo incriminaran.

El anfitrión, aunque obligado a la hospitalidad, observaba la escena con una curiosa sonrisa en los labios. De hecho, el secretario de Bruno ya había previsto el embate y limpiado la zona de cualquier papel sospechoso. Incluso cabría preguntarse si no estaba al tanto de la futura investigación…

El católico ha de usar todos los medios lícitos a su alcance para defender a la Iglesia, aliando la sencillez de la paloma con la astucia de la serpiente

Por cierto, el sistema de comunicación de las amicizie era extremadamente eficaz. Para hacerse una idea basta decir que, durante el exilio de Pío VII, el propio director general de la policía imperial en Roma, Norvins-Montbreton, constató en varias ocasiones que las noticias llegaban de París más rápidamente mediante el servicio de información católico que a través de los correos especiales del gobierno.4 Es verdad que muchos fieles habían tomado la iniciativa de ayudar al Papa por medio de correspondencia secreta, pero Lanteri era un exponente de entre los que supieron combinar muy bien la sencillez de la paloma con la sagacidad de la serpiente (cf. Mt 10, 16).

Una lección

Innumerables hechos más atestiguan aún esa forma diferente de luchar por la Santa Iglesia emprendida por el Venerable Pío Bruno Lanteri. Basta decir que fundó una congregación religiosa, los Oblatos de la Virgen María, y una sociedad análoga a las amicizie, pero que debía ser pública, la Amicizia Católica.

En resumen, la epopeya de este varón escogido encierra una lección: para defender los derechos y el honor de nuestra Santa Madre Iglesia, el católico ha de emplear todos los medios lícitos a su alcance. Y, recordémoslo, éstos no faltarán, porque la creatividad no es un problema para la Sabiduría divina. ◊

 

Notas


1 Gastaldi, Pietro. Della vita del Servo di Dio Pio Brunone Lanteri fondatore della Congregazione degli Oblati di Maria Vergine. Torino: Marietti, 1870, t. iv, p. 21.

2 Cf. Piatti, omv, Tommaso. Il Servo di Dio Pio Brunone Lanteri. 4.ª ed. Torino-Roma: Marietti, 1954, p. 42.

3 Esta sociedad había sido fundada en París, hacia el 1702, y se extendió por Francia y regiones vecinas, entre ellas la ciudad de Turín. Su nombre es discutido, aunque lo cierto es que el misterioso acrónimo puede descifrarse como Amicizia Anonima (cf. Piatti, op. cit., p. 61).

4 Cf. Cristiani, Léon. Um prêtre redouté de Napoléon. P. Bruno Lanteri. Nice: Procure des Oblats de la Vierge Marie, 1957, pp. 88-89.

 

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