Los invasores de la ciudad, gente pésima, sedienta de sangre cristiana y capaz de los peores crímenes, cayeron sobre San Damián y entraron en él, hasta el claustro mismo de las hermanas.
Se derriten de terror los corazones de las damas pobres, balbucean presas de espanto y acuden a su madre entre lágrimas. Ésta, impávido el corazón, manda, pese a estar enferma, que la conduzcan a la puerta y la coloquen frente a los enemigos, llevando ante sí la cápsula de plata, encerrada en una caja de marfil, donde se guarda con suma devoción el Cuerpo del Santo de los Santos.
Y prosternándose de bruces en oración ante el Señor, le dice a su Cristo entre lágrimas: «¿Te place, mi Señor, entregar inermes en manos de paganos a tus siervas, a las que he criado en tu amor? Guarda, Señor, te lo ruego, a estas tus siervas a las que no puedo defender en este trance». […] De inmediato, repentinamente, la audacia de aquellos perros, rechazada por fuerza misteriosa, se convierte en pánico, y, escapándose de prisa por los muros que habían escalado, fueron dispersados por el valor de la suplicante.
TOMÁS DE CELANO. Leyenda de Santa Clara, n.os 21-22