En la Sagrada Escritura abundan los relatos edificantes de mujeres santas, como Ana, la perseverante madre de Samuel; Isabel, madre fiel de Juan el Bautista; y especialmente la Virgen María, Madre del Verbo humanado.
En los ejemplos mencionados, principalmente en Nuestra Señora, la santidad fue inseparable de la maternidad. Por su sí incondicional a la instancia angélica, la Madre de Dios se convirtió en la aurora de la Redención del género humano. Y en el ocaso de la cruz, de Ella emanaron gracias mariales para todos sus hijos, representados en la persona de Juan: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 27). La Madre arquetípica estuvo unida a su Hijo hasta que «vinieron las tinieblas sobre toda la tierra» (Lc 23, 44).
En ese como que «filón maternal» de la historia, la misión personal de las madres se presenta inseparable de la de sus hijos. Es notable el caso de Santa Mónica en relación con San Agustín, pero también el de Mamá Margarita, querida progenitora de San Juan Bosco, cuyo llamamiento se extendió hasta después de su fallecimiento. Una vez, por un milagro, se le reveló post mortem al santo sacerdote, que le preguntó: «Pero ¿no estás muerta?». Ella les respondió: «Estoy muerta, pero vivo». De hecho, las almas santas nunca mueren…
Doña Lucilia Corrêa de Oliveira también fue un ejemplo de madre, más bien, de «madre extremosa» —como ella misma se definía— desde la conturbada gestación del pequeño Plinio. Cuando un médico le instó a que abortara, rechazó de inmediato semejante disparate: «¡Ésa no es una pregunta que se le hace a una madre!».
En su misión maternal se hizo merecedora del étimo de su nombre: fue una auténtica «luz» para su hijo Plinio, sobre todo por la diligente educación religiosa que le brindó. En varias ocasiones él recordaría con nostalgia: «Mi madre me enseñó a amar al Sagrado Corazón de Jesús». Sin este ejemplo materno, no sólo quedaría obliterada la vocación del Dr. Plinio, sino también la de sus seguidores. Sin exagerar, esta revista ni siquiera existiría…
Muchos, a su vez, intentaron apagar la «luz» de Lucilia. El propio mundo decadente post revolución comunista y, más aún, después de la Segunda Guerra Mundial, contrastaba con su mentalidad tradicionalmente católica. Por su fidelidad a la Iglesia, sufrió el ostracismo incluso por parte de ciertos parientes, pero siempre se mantuvo firme, como, mutatis mutandis, María Santísima junto a la cruz.
En la biografía de Dña. Lucilia escrita por el fundador de los Heraldos, Mons. João Scognamiglio Clá Dias, publicada por última vez por la Libreria Editrice Vaticana en 2013, se narran varios episodios notables de su trayectoria embebida de contrastes. En ella, como lo ilustran las páginas siguientes, encontramos la placidez típicamente brasileña hermanada con el celo y la dedicación, la compasión aliada al espíritu de justicia, la dulzura irradiada en medio de la penumbra de una vida abnegada.
Además, al igual que Mamá Margarita, también Dña. Lucilia «vive» incluso después de la muerte. Y hoy más que nunca. Los testimonios de gracias y favores obtenidos por su intercesión, desde los más corrientes hasta los más inverosímiles, constituyen ya una gran colección de «signos», que la Iglesia denominaría fama signorum.
Le corresponde a la Esposa Mística de Cristo establecer infaliblemente quién merece o no figurar con la aureola de santidad. Sin embargo, el Paráclito no pierde el tiempo: actúa siempre en «lo más íntimo de los corazones de sus fieles», como reza el Veni Sancte Spiritus, para indicar las «luces vivas» presentes en este mundo sumido en tinieblas. Y éstas nunca podrán prevalecer ante tanta luminosidad (cf. Jn 1, 5)… ◊