Una fiesta de cumpleaños en el Cielo

Los más mínimos detalles de la celebración habían sido preparados eximiamente, demostrando gran amor y admiración. Sólo faltaba saber quién pronunciaría el tan esperado discurso.

¿Sabías que en el Paraíso celestial también hay fiestas? ¡Y son extraordinarias! Pues bien, este mes te voy a contar lo que pasó en una ocasión que marcó los Cielos: uno de los cumpleaños de la Virgen María.

*     *     *

San Juan Evangelista es el gran maestro de ceremonias de las celebraciones marianas. Él conoce bien a su Madre y Señora y sabe complacerla con nuevas sorpresas, cuidando hasta el más mínimo detalle.

En la «víspera» de la gran solemnidad, el Discípulo Amado recorrió todo el Cielo para comprobar los últimos preparativos y tomar las anotaciones necesarias en su libreta de apuntes. El primer lugar al que se dirigió fue el anfiteatro donde ensayaba el coro. Se acercó al regente, se inclinó respetuosamente y lo saludó:

¡Salve, oh arcángel Gabriel!

¡Salve, oh evangelista Juan, hijo predilecto de mi Reina!

¿Cómo van los ensayos?

Muy bien. Cada cantor entona una voz diferente y cada instrumento toca una melodía. La polifonía angélica tiene estas riquezas… La afinación es, en todos los sentidos de la palabra, ¡celestial! Cada nota resuena con verdadero amor por la Santísima Virgen. Es, de hecho, una música que Cielos y tierra nunca han oído.

—Qué alegría saberlo, San Gabriel. Y decidme: ¿fuisteis vos quien la compuso?

¡Oh, no! Para componer algo tan hermoso, sólo la virgen Santa Cecilia podría hacerlo.

—Estupendo. Qué contenta estará Nuestra Señora al escuchar eso. ¡Muchas gracias, santo arcángel! Hasta pronto.

—Hasta pronto, oh apóstol del amor —se despidió San Gabriel.

A continuación, el evangelista se fue hacia el patio principal del Reino de la Bienaventuranza. De lejos oía el sonido de clarines y trompetas, el redoble de tambores, voces de guerra al unísono con los pasos firmes de los soldados de la cruz. Al mando del ilustre combatiente Judas Macabeo, el ejército de héroes, mártires y cruzados ensayaba una gran ceremonia militar. Sobre un brillante corcel se encontraba Santa Juana de Arco portando un estandarte hermoso y rico en simbolismos.

San Juan, al contemplar tal magnificencia, no interrumpió el ensayo. Sintiendo ya las bendiciones en el lugar, estaba seguro de que todo saldría a la perfección. Así que siguió su inspección.

Finalmente, llegó a la cocina; se encontraban allí los santos más variados: frailes y religiosas, madres de familia, nobles de todos los rincones de la tierra. Pero la chef era Santa Ana, la madre de la Virgen Pura. Su maternidad discernía con precisión los platos favoritos de su santísima hija. Reconociendo al maestro de ceremonias a lo lejos, lo invitó a que probara cada plato que sería servido en el banquete.

¡Todo está impecable! María se quedará en extremo conmovida por su dedicación —dijo el Discípulo Amado.

Lo hago con todo el amor de una madre y toda la veneración de una sierva —confesó Santa Ana.

San Juan vio que todos los preparativos estaban bien encaminados, excepto… ¡el discurso! «¡Dios mío, ya me había olvidado! —pensó consigo—. ¿Quién podría hacerlo? El año pasado fue Moisés; ¿quién sería capaz de superar sus palabras? Recurriré a San José, para que me indique a alguien».

—¡Salve, oh padre virginal del Redentor!

—¡Salve, oh Discípulo Amado!

E intuyendo las intenciones de su interlocutor, San José prosiguió lleno de ternura y solicitud:

—¿Hay algo que pueda hacer por vos, hijo mío?

Padre santo, todo está listo para celebrar el cumpleaños de su inmaculada esposa, pero olvidé elegir a alguien para que pronunciara el discurso. ¿Quién sería digno de esa misión?

San Juan acudió a San José para que le indicara alguien digno de pronunciar el discurso a la Reina del Cielo

San José levantó la mirada en silencio, como si estuviera penetrando la sabiduría de Dios. Hasta que, volviendo a fijar los ojos en San Juan, esbozó una leve sonrisa y respondió:

La persona más adecuada este año es el gloriosísimo príncipe de la milicia celestial, San Miguel Arcángel. ¿Qué os parece?

Sin hallar palabras para agradecerle tan acertada idea, el maestro de las ceremonias se arrodilló y, tomando las manos de su consejero, las besó. A continuación, salió en busca del gran arcángel.

De repente oyó que alguien lo llamaba. Era una voz noble, varonil, decidida y respetuosa.

—San Juan.

Al volverse, se sintió abrumado de admiración: ¡era quien estaba buscando!

¡Generalísimo de los ejércitos divinos, qué alegría encontraros!

—El placer es todo mío. He venido hasta vos para ponerme a vuestra disposición en cualquier cosa que necesite de la celebración del cumpleaños de María Santísima.

«¡Vaya, San José nunca falla!», concluyó en su interior.

—¡Precisamente erais vos a quien necesitaba! ¿Podríais dar el discurso de nuestra victoriosa Emperatriz?

—¡Ésta es una misión muy alta! ¿Alcanzaré los objetivos que deseáis?

—Estoy seguro de que sí, pues fue San José mismo quien os recomendó.

Ah, si fue él, entonces confío en que Dios me inspirará. Rezad por mí, os lo suplico.

—¡Por supuesto! ¡Os lo agradezco mucho, San Miguel!

Y los dos se despidieron con una reverencia.

*     *     *

Finalmente, ¡la gran celebración estaba a punto de empezar! Mientras transcurría el 8 de septiembre en la tierra, ¡el Cielo se revestía de la más especiales pompas! El coro y orquesta presentaron la música compuesta por Santa Cecilia, la cual recibió el siguiente comentario de Nuestro Señor Jesucristo:

He aquí la melodía que, hoy en día, mejor expresa el amor de mi Corazón por mi Madre.

Enseguida tuvo lugar la ceremonia militar. Cualquiera que contemplara la mirada de María en ese momento comprendería el pasaje de las Escrituras que la alaba como «terrible y majestuosa como un ejército formado en batalla» (Cant 6, 10).

Una vez rendidos todos los homenajes, la cohorte celestial se reunió en el salón para cenar. Al final, habiendo entrado la tarta y los regalos, San Miguel se levantó y, tomando posición en medio de la asamblea de los santos, reverenció a Dios y a la augusta cumpleañera con una pausada y profunda reverencia. Y entonces comenzó a declamar:

Señora y Reina nuestra, ¿cómo alabar adecuadamente vuestras insondables perfecciones, inferiores sólo a las de vuestro divino Hijo? Merecéis ser glorificada por vuestra altísima contemplación, que os llevó a conocer como nadie los misterios de Dios y a discernir sus designios para toda la creación. Inquebrantable ante la espada del dolor, vuestro Corazón Inmaculado se ha vuelto invencible en la lucha contra Satanás y sus secuaces y, por tanto, ningún poder en la tierra ni en el Cielo se atreve a levantarse contra vuestro brazo poderoso. Vuestra ardiente caridad nunca ha flaqueado, haciendo de vuestra existencia una continua ascensión de entusiasmo. Y si vuestra grandeza impar os elevó ya en vida al trono de la Trinidad, vuestra humildad sin mancha atrajo a Dios a la tierra. Por nuestra parte, nos corresponde tan sólo renovar nuestra entrega amorosa e incondicional como esclavos, que en el día bendito de vuestro natalicio os hicimos. Paraíso de Dios, alegría de los ángeles, gloria de la humanidad, deseamos serviros por toda la eternidad, haciendo resonar en todo el universo: ¡Quién como Dios! ¡Quién como la Virgen! ◊

 

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