En la guerra mística y metafísica librada entre la Mujer y la serpiente, algunos de los más certeros cañonazos se dan en la tierra, en los actos realizados con solemnidad, compenetración y ceremonial.
L a campana anuncia que ha llegado el momento de la bendición del Santísimo Sacramento. Los religiosos, silenciosamente, se van colocando en los bancos de la capilla prestos a recibir las gracias propias a este acto litúrgico.
Después de haber cantado el Pange lingua, el oficiante traza en el aire, tres veces, una amplia señal de la cruz con la custodia, envuelta en incienso. Algunas oraciones más y el Santísimo Sacramento es repuesto en el sagrario. Un canto en alabanza a la Reina del Cielo encierra la ceremonia.
Sin embargo, los religiosos aún no se han marchado de la capilla. Se les entrega solemnemente unas cartelas que contienen uno de los siete salmos penitenciales. Una vez que las reciben hacen una genuflexión, de dos en dos, y salen del recinto en filas alineadas cantando con energía.
A cierta altura, cesan las voces. Durante unos instantes sólo se oye el paso decidido del conjunto que avanza. Luego, uno de los religiosos inicia el rezo del milenario salmo de David y, de manera concomitante, todos levantan las cartelas sacras para suplicar, en rectus tonus, el perdón de Dios.
¿Hacia dónde se dirige tan majestuoso cortejo? Se desplaza de la capilla al refectorio adonde, después de haber sido alimentada el alma, lo será el cuerpo. Es algo que todo ser humano ha de hacer cotidianamente… Los integrantes de ese conjunto, no obstante, marcan esa necesidad terrena con una disposición de ánimo sobrenatural. Procuran que las comidas, como los demás actos del día a día, se revistan de ceremonial.
El ceremonial es consuelo para las almas penitentes, alegría para los escuadrones celestiales, arrobo de los bienaventurados. Es el cántico de la Iglesia Católica, bálsamo de sus heridas, eco de su pasado y aclamación para su mañana. Es la voz del Espíritu Santo, gemido inefable que clama, cántico de la amada. Es el grito del Dios de las victorias y ornamento de la armada divina.
Quien lleva una vida marcada por el ceremonial se vuelve hermano de los seres angélicos, pues afirma con su actitud la superioridad del espíritu sobre la materia, al paso que proclama que el rumbo de la Historia está marcado por lo que sucede en lo más alto del firmamento celestial.
Se puede afirmar, en efecto, que hay una cadena áurea que une la tierra al Cielo cuyos eslabones son la vida marcada por el ceremonial. En cada gesto litúrgico realizado con compenetración, en los pasos cadenciosos de un cortejo, cada movimiento sincronizado obedeciendo a la voz de mando, en la postura piadosa y recogida durante las comidas o en la oración, el buen Dios revigora su alianza con los hombres.
Con el esplendor de sus ritos y ceremonias, la Iglesia se reviste de la gloria de la cual muchos quieren despojarla y apresura el día de la intervención del Altísimo. A Él clama a través de la divina ventana que el Cielo abre para contemplar a los hijos de la Virgen avanzando en filas cerradas contra la obra de Satanás. Pues en la guerra mística y metafísica librada entre la Mujer y la serpiente, algunos de los más certeros cañonazos se dan en la tierra, en los actos realizados con solemnidad, compenetración y ceremonial. ◊