Un varón que salvó a la cristiandad

Embriagados de presunción, los turcos avanzaron con un poderoso ejército contra la isla de Malta. No esperaban, sin embargo, encontrar allí una resistencia que marcaría la historia.

Isla de Rodas, 1523. Dos individuos contemplan la misma escena desde distintas posiciones. Uno de ellos, lleno de odio contra la cruz de Cristo, se encuentra en la playa, observando un barco enemigo que se va alejando poco a poco mar adentro. El otro, sumamente idealista, está en la popa de la embarcación, abandonando con pesar su fortaleza conquistada y rogándole a Dios que le diera un vigoroso amor a la fe que el enemigo tanto odiaba y le permitiera regresar al combate para defender a la Santa Iglesia.1

Estos dos personajes eran la perfecta antítesis el uno del otro. El primero, Lala Kara Mustafa Pasha, futuro gran visir del Imperio otomano, estaba al servicio de su ambicioso sultán Solimán el Magnífico. El segundo, Jean Parisot de La Valette, perteneciente a la Orden de San Juan de Jerusalén, cuyos miembros eran conocidos como Caballeros Hospitalarios, luchaba a las órdenes del gran maestre Philippe Villiers de L’Isle-Adam, a quien sucedería más tarde.

El sultán Solimán – Palacio del Senado, Madrid

Ambos se habían enfrentado por primera vez en el sitio de Rodas, batalla en la que los católicos, tras una intensa resistencia y habiendo causado graves daños a su adversario, fueron, infelizmente, derrotados y obligados a ceder su bastión.

Ahora bien, la historia de estos dos futuros comandantes no acabó en aquel tenebroso momento. La Divina Providencia les había reservado un reencuentro aún más desafiante y decisivo.

El futuro de Europa puesto en jaque

Cuarenta años después del enfrentamiento en Rodas, Solimán volvió a atacar los dominios cristianos por medio de su representante Mustafa Pasha, esta vez en la isla de Malta. Lo que no esperaba, sin embargo, es que encontraría al frente de las tropas adversarias a un alma de elección, cuya fe y gallardía valían incomparablemente más que todas sus fuerzas humanas.

«En la primavera de 1565, el gran maestre [La Valette] tenía 60 años. Tras él quedaba una vida de servicio ininterrumpido a la Orden [hospitalaria]. Excepcionalmente entre los caballeros, a partir del momento en que vistió la túnica de la Orden, con 20 años, nunca volvió a la casa de su familia, en Francia. Lo había dado todo en la guerra en nombre de Cristo: había sido herido gravemente en una lucha con corsarios bereberes; había sido capturado y estuvo un año como esclavo en una galera».2 No obstante, jamás se dejó vencer por las dificultades, pues estaba imbuido de una fe profunda en su misión.

Al igual que toda la cristiandad, tenía muy presente la importancia de la isla de Malta para la contención del avance otomano: si el enemigo la conquistase, Europa estaría expuesta a invasiones y masacres. Entonces, cuando fue alertado del inminente ataque de Solimán sobre este estratégico frente, comprendió que el destino de la Orden de San Juan e incluso de Occidente se hallaba en sus manos.

El sultán, dominado por una delirante presunción, envió a la isla su poderoso ejército: ciento treinta galeras, treinta galeotas, nueve barcazas, diez grandes galeones, doscientas embarcaciones de transporte menores y cerca de veinticuatro mil combatientes, seis mil de los cuales integraban su tropa de élite, los llamados jenízaros. Toda su flota se presentó ricamente adornada, con barcos entallados, estandartes, banderas rojas y blancas, suntuosas tiendas de seda y brocado.

La Valette contaba aproximadamente con ocho mil hombres —de ellos, sólo quinientos eran Caballeros Hospitalarios—, a los cuales se incorporaron algunos campesinos malteses. Y para aumentar su terrible prueba, las fortalezas de la isla desde hacía tiempo necesitaban reformas. «Situación insostenible», concluyeron algunos. Pero el gran maestre sabía que no teniendo nada, lo tenía todo: luchando con escasos recursos, recibiría la victoria de manos del Todopoderoso, que por ellos velaba.

¿Fidelidad o capitulación?

Al amanecer del 18 de mayo, los centinelas avistaron velas en el horizonte. Enseguida sonaron disparos de advertencia, tambores y trompetas, y señales de fuego difundieron la noticia por toda la isla. La población civil se refugió en las fortificaciones mientras los combatientes ocupaban sus puestos. En torno al mediodía, los defensores tenían ante sí un espectáculo aterrador, según lo registró uno de los testigos: «A unos 15 o 20 km de Malta la armada turca era claramente visible, velas hinchadas, de modo que el tejido de algodón blanco cubría la mitad del horizonte hacia el este».3

El sitio de Malta – Palacio del Gran Maestre, La Valeta

La batalla no tardó en iniciarse, y la audacia de los católicos, en brillar en los cielos de la historia.

Mustafa Pasha había enviado un contingente de soldados a la costa oeste de la isla para que la invadieran durante la noche, sin que fueran vistos. No obstante, vigilantes como verdaderos hijos de la luz, los centinelas avistaron los barcos invasores anclados en las aguas de una serie de pequeñas bahías. Antes de rayar la aurora, un destacamento de caballería avanzó hasta el lugar bajo el mando de un guerrero francés, La Rivière, con la misión de tenderles una emboscada a los intrusos y tomarlos prisioneros.

«La Rivière y algunos hombres estaban bien agazapados, acechando a la vanguardia, ganando tiempo, cuando uno de los jinetes rompió el cubrimiento y galopó en dirección hacia ellos. Confuso, La Rivière salió de su escondite y fue descubierto por los turcos. Ante su sorpresa, el francés no tuvo más remedio que atacar al enemigo, pero su caballo fue derribado y él, preso y arrastrado a las galeras. Los defensores conocían las implicaciones. En la guerra, todos los prisioneros útiles eran torturados para que dieran informaciones».4

¿Qué pensamientos no habrían asaltado la mente de este combatiente durante los terribles momentos de dolor y miedo en los que se veía solo y cruelmente amenazado? ¿Tendría la fe y el coraje suficientes para ser fiel a la causa de la Iglesia en aquella angustiosa situación?

Idealismo probado con sangre

Unos días después de su captura, La Rivière —que probablemente ya habría sido torturado— fue llevado, por orden de Mustafa Pasha, a la cima de una colina desde donde podía divisar las defensas católicas. Bajo seductoras promesas de libertad, le invitaron a que revelara los puntos vulnerables. Les señaló dos lugares. Entonces Mustafa hizo que su ejército avanzara sobre las zonas indicadas, para comprobarlo.

Al percatarse del acercamiento del enemigo, los guerreros cristianos tomaron sus posiciones. La Valette sabía que sus hombres ardían en deseos de enfrentarse a los invasores, así que decidió concederles esa oportunidad. Esperó que los turcos estuvieran a la distancia de disparo y entonces ordenó el avance de setecientos tiradores acompañados por un destacamento de caballería. Debió tener a raya, lanza en puño, al resto de soldados, pues de lo contrario ninguno habría permanecido en su puesto, ¡tal era su ardor!

Tras cinco horas de enfrentamiento, los católicos hicieron retroceder a sus enemigos con tanta furia que pusieron en riesgo la vida del propio gran visir. Éste, al constatar que el valeroso La Rivière lo había enviado a una emboscada, ordenó que lo golpearan de forma inhumana hasta que muriera.

Así partía hacia la eternidad aquel varón de incomparable generosidad, cuyo heroísmo conmovió a Dios y también a los católicos de todos los tiempos. Sin duda, su fidelidad compró para los adversarios de Cristo una derrota aún más cruel que su muerte, y para los católicos, un triunfo aún más hermoso que su martirio.

Resistiendo hasta lo imposible

La batalla, no obstante, estaba muy lejos de terminar. La Valette tuvo que perseverar contra toda esperanza en su dificilísima resistencia durante tres meses más, bajo el incesante fuego enemigo, mientras aguardaba que sus innumerables peticiones de refuerzos fueran atendidas. En medio de sufridas batallas, los soldados y la población maltesa no dejaban de implorar la intervención divina, con procesiones, plegarias y fervorosa frecuencia a los sacramentos.

La anhelada ayuda llegó solamente el 7 de septiembre, víspera de la fiesta del nacimiento de la Virgen María. Ese día desembarcó en las costas maltesas un batallón de diez mil hombres, procedente de Sicilia bajo el mando de don García Álvarez de Toledo. Hasta ese momento, ambos ejércitos estaban agotando sus últimos recursos y únicamente la fuerza de La Valette mantenía a los defensores vivos; con la llegada del auxilio, sin embargo, una gran esperanza inundó el corazón de los malteses, mientras el pavor se apoderaba de los enemigos.

Don García Álvarez de Toledo y sus tropas desembarcan en Malta – Palacio del Gran Maestre, La Valeta

Previendo la derrota, Mustafa Pasha preparaba a su ejército para batirse en retirada. Pero el 9 de septiembre… se le presentó una última oportunidad: un desertor, que poseía otro punto de vista sobre la situación, se acercó a contarle que la cifra de los recién llegados era de seis mil y que estaban agotados y hambrientos por el penoso viaje, hasta el punto de que no conseguían siquiera mantenerse en pie. Confiando en esta información errónea, el gran visir revocó su decisión y decidió desplegar diez mil hombres, los cuales la madrugada del 11 de septiembre desembarcaron de las galeras en la oscuridad.

Los guerreros cristianos consiguieron actuar a tiempo: antes de que amaneciera, La Vallette ordenó que todos sus hombres se dispusieran en terreno elevado.

Finalmente, la merecida victoria

La ansiada claridad del sol llegó. Una vez más, aquellas dos miradas otrora presentes en el sitio de Rodas se encontraban cara a cara. En esta ocasión, sin embargo, los católicos no tenían la menor intención de llegar a acuerdos o ceder, estaban convencidos, por la gracia divina, de que las almas que aman enteramente no pueden confabularse con el mal.

Con el auxilio del Señor Dios de los ejércitos, los defensores de la fe avanzaron, alcanzando antes que los musulmanes una posición de ventaja, la cima de una colina, y allí plantaron sus estandartes. Y entonces, ¡comenzó la encendida batalla!

«La decisión de Mustafa de atacar resultó ser ahora un terrible error de juicio. La fuerza cristiana era mayor de lo que el [traidor] había afirmado —y estaban más descansados que los musulmanes, que ya llevaban en el campo cuatro meses. Los otomanos empezaron a flaquear».5 El impacto de los malteses contra las filas enemigas provocó la desbandada final, a pesar de los insistentes esfuerzos de Mustafa Pasha por mantener a sus soldados en la lucha. Los insolentes injuriadores de la fe huyeron, entonces, de forma desordenada.

«Levantamiento del sitio de Malta», de Charles-Philippe Larivière – Palacio de Versalles (Francia)

Los últimos momentos de la batalla por Malta fueron librados a orillas de la bahía de San Pablo, lugar del naufragio del barco del Apóstol, de gran significado religioso para los malteses. El gran visir y los sobrevivientes del ejército otomano volvieron a sus tierras, dejando atrás a cerca de diez mil hombres caídos en combate. Malta, por su parte, se había convertido en una «isla destrozada, árida, saqueada y arruinada»,6 según las palabras de Giacomo Bosio, historiador oficial de la Orden, contemporáneo al asedio. De sus ocho mil guerreros, tan sólo seiscientos seguían en condiciones de portar armas, y la mitad de los caballeros hospitalarios había perecido.

Pese a todo, por una extraordinaria protección de la Providencia, la victoria fue de la cristiandad y, por lo tanto, de la Santa Iglesia Católica. El heroísmo y la sangre de aquellos valientes guerreros no fueron empleados en vano.

Imitemos su magnanimidad

Reza el dicho que «un rey fuerte hace fuerte a un pueblo débil». En la increíble historia del Gran Sitio de Malta, se puede afirmar con seguridad que detrás de la valentía y perseverancia de las tropas católicas estuvo la virtud de La Valette. Más que gritar exhortaciones y órdenes, fue para los soldados el ejemplo vivo de la intrepidez y de la fe incondicional que les habría de obtener la victoria, y su fuerza ante las dificultades hizo invencible la frágil resistencia de los suyos.

La Valette fue un varón impar, pues la grandeza de un hombre se mide por aquello que defiende, por aquello que ama, por aquello en lo que cree; y el intrépido gran maestre defendió, amó y creyó en la victoria católica, cuyo destino descansaba sobre sus hombros. 

 

Notas


1 Los datos históricos del presente artículo han sido sacados de la obra: CROWLEY, Roger. Impérios do mar. A batalha final entre cristãos e muçulmanos pelo controle do Mediterrâneo, 1521-1580. São Paulo: Três Estrelas, 2015.

2 CROWLEY, op. cit., p. 143.

3 Ídem, p. 154.

4 Ídem, p. 157.

5 Ídem, p. 252.

6 Ídem, p. 253.

 

1 COMENTARIO

  1. Jean Parisot de La Valette, noble francés, me hace recordar, en sus libros sobre la Nobleza, al Dr. Plinio Corrêa de Oliveira, cuando define la misión que deben cumplir estas élites de modo ejemplar:

    «Es que perseveren con firmeza en la Fe, en la práctica ejemplar de los Mandamientos y en la vida de piedad, alimentada por la asidua frecuencia de los Sacramentos, pues sin esos recursos sobrenaturales el apóstol de nuestros días nada conseguirá hacer, como nada hubieran hecho los apóstoles de antaño».

    La Hna. Gabriela, autora de este artículo, subraya cómo no dejaban de implorar la intervención divina, con procesiones, plegarias y fervorosa frecuencia de sacramentos.

    De ahí salió toda la fortaleza de este personaje para guiar a su pueblo y defender así la Santa Iglesia Católica.

    Fé Colao – Asturias, España

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