«¡Buaaa! ¡Buaaa!», lloraba Alberto. Como era un niño extremadamente comunicativo, tanto el llanto como la risa se esparcían por toda la casa. Con tan sólo 6 años ya demostraba ser muy inteligente y precoz.
¿Qué le había pasado?
Por la mañana tenía que despertarse de un sueño profundo, vencer la pereza, obedecer a sus padres e ir a la misa dominical con su familia.
Después de la comida, salió a jugar con sus amigos del barrio. Uno de ellos tenía un cochecito nuevo y el demonio insufló un mal deseo en el corazón de Alberto, instigándole a que se apoderara del juguete y lo disfrutara a escondidas. Pero ¡era un error!, y no cedió a esa fea sugerencia, a pesar de que la tentación continuó todo el tiempo de juego. Esta lucha le arruinó la diversión de la tarde, dejándolo muy agotado.
Durante la cena, con todos sentados a la mesa —excepto su madre, que estaba terminando de preparar la comida en la cocina—, se inició una conversación sobre estudios. Sus hermanas comentaban la dificultad que tenían con ciertas asignaturas, y Alberto añadió su atranco en Geografía. Aunque para no parecer un «burro», se le ocurrió que podría echarle toda la culpa al profesor, diciendo que era muy estricto, que no enseñaba fotos, ni les permitía a los alumnos que hicieran maquetas o clases más atrayentes… Sin embargo, al darse cuenta de que mentir de esa manera estaría muy mal, se quedó calladito. Hasta que, faltando poco para terminar la comida, el niño se deshizo en lágrimas, sin dar ninguna explicación a los presentes. Su madre afirmó que tendría sueño; entonces su padre lo llevó a la cama.
Alberto cavilaba bajo la manta, sin lograr explicarse la causa de su tristeza. En el fondo, quería entender por qué nunca podía ceder a sus inclinaciones, sino que siempre necesitaba esforzarse para hacer la voluntad de sus padres o cumplir los mandamientos de Dios, que ya conocía en tan tierna edad. El problema seguía girando en su cabeza hasta que se quedó dormido.
Al día siguiente, lo despertó su padre diciendo:
—Levántate. ¡Tengo una sorpresa para ti!
—Buenos días, papá.
—Hijo, hoy es festivo y no hay clases. Vámonos de paseo.
Una hora después, desayunados, iban ya camino de la misteriosa excursión… El muchacho sólo se enteró cuando llegaron: ¡era un parque enorme donde se podía volar en globo!
—¡Qué fascinante! —exclamó entusiasmadísimo.
Se montó en la barquilla, encendieron la llama y comenzó a hincharse.
—Papá, ¿no vienes conmigo?
—No. Ve solo, que es seguro.
—¡Pero tengo miedo!
—Tranquilo. Reza para que todo vaya bien. No hay peligro.
Durante el breve diálogo, el globo iba elevándose. Soltaron la cuerda que lo aseguraba al suelo y Alberto se encontró en el aire. «¡Dios mío! ¡No me acompaña nadie! ¿A qué santo le voy a pedir ayuda?». Hizo un repaso de memoria de todos los que conocía y se acordó de la imagen de San Alberto Magno, su patrón, que la tenía sobre un mueble en la cabecera de su cama. «¡Ah, será él! —decidió— ¡San Alberto, ayúdame, que tengo miedo! ¡San Alberto, no dejes que me caiga! ¡San Alberto, cuida este globo!». Y cada vez subía más…
—¡Este paseo será inolvidable! —le dijo alguien.
Cuando miró hacia donde venía la voz, vio a un anciano con mitra episcopal, vestido con hermosos ornamentos y de báculo en mano. Y el hombre prosiguió:
—¿No me has invocado? Soy tu santo patrón. Te voy a llevar más alto de lo que imaginas.
El globo se distanciaba de tierra firme y pasó más allá de las nubes. Llegaron a un lugar lindísimo, un nuevo mundo lleno de colores, vida, belleza, atractivo, encanto.
—¿Dónde estamos? —le preguntó el niño.
—¡Esto es el Reino de los Cielos! —respondió el santo.
Enseguida, se encontraron con un grupo de luminosos bienaventurados. De ellos salía mucha luz, pero había partes de sus cuerpos especialmente resplandecientes: ora los ojos, las piernas, el torso o la cabeza, ora la lengua o las orejas, etcétera. Su presencia transmitía suavidad, paz y alegría.
—¡Qué hermosos son! —exclamó Alberto.
—¡Oh, sí! Ése es el coro de los que tuvieron alguna dolencia en vida. En sus enfermedades se unieron a la Pasión de Cristo, ofreciendo pacientemente todos sus sufrimientos y cantándole al Señor un continuo himno de acción de gracias —explicó el obispo.
—¡Por eso tuvimos que subir tanto para llegar hasta ellos!
San Alberto sonrió, intensificó la llama y el aerostato se elevó aún más. Los dos sobrevolaron un segundo grupo de bienaventurados. Tenían mayor gloria y sus corazones eran como el sol.
—¿Y estos quiénes son? —preguntó el pequeño.
—Son los que hicieron obras de caridad. Acogieron, hospedaron, cuidaron y sirvieron a los pobres, peregrinos y enfermos. No rechazaron ningún sacrificio por amor al Redentor; de hecho, veían a Cristo en todos los desafortunados y de allí sacaban fuerzas para su trabajo.
—¡Vaya! Cuando sea adulto trataré de ser como ellos, para hacer feliz a Dios.
—Todavía no se ha acabado, Alberto.
—¡¿De verdad?!
El celestial amigo volvió a intensificar el fuego y subieron a otro nivel en el Paraíso. Desde lo lejos se podía sentir un perfume suavísimo y un magnífico bienestar. Ambos se acercaban a otro grupo. El niño indagó:
—¿Qué virtudes practicaron en la tierra?
—Mi querido protegido, estás delante de los anacoretas del desierto. Renunciaron a todos los placeres, incluso a los más lícitos, para dedicarse a la penitencia.
Alberto se fijó que su fisonomía era seria, pero al mismo tiempo llena de ligereza, lo que les confería una increíble dignidad. Y el santo añadió:
—Vencieron todas las sugerencias del demonio, del mundo y de la carne; por otra parte, vivieron en oración, en ininterrumpida convivencia con lo sobrenatural.
Levantando sus ojitos hacia su bondadoso amigo, el muchacho exclamó admirado:
—¡Qué camino tan difícil eligieron!
El prelado sonrió, dando a entender que aún quedaba más por conocer. Esta vez el aerostato voló alto, muy alto. Allí estaban Jesús y María, sentados en sendos tronos. A su alrededor había muchos santos, contentísimos con la convivencia de la que disfrutaban.
—Alberto, ¿te das cuenta de lo satisfechos que están nuestros Reyes con esos servidores?
—¡Sí! Quiero que los dos estemos muy cerquita de ellos, como estas almas. ¿Qué hicieron para tener tan gran recompensa?
—Renunciaron a su propia voluntad para hacer siempre la de Dios, obedecieron los mandamientos, a sus padres y a sus superiores. Sometieron sus deseos al yugo de la obediencia, simbolizado por las brillantes cadenas de oro que llevan alrededor del cuello. Su premio es ser, en el Cielo, los más íntimos de Jesús y de María.
—Pero, San Alberto, ¿los anteriores no hicieron también la voluntad del Señor?
—Es cierto, aunque de otra manera. Aquellos siguieron la voz del Señor que les hablaba al corazón; éstos obedecieron a otros, reconociendo en ellos la palabra de Jesús. Aquellos adquirieron gran mérito; pero éstos obtuvieron mayor gloria sacrificando sus propias inclinaciones.
Dicho esto, el celestial obispo comenzó a enfriar el aire del globo. El pequeño entendió que ya era hora de irse. Faltando poco para aterrizar, San Alberto le dijo:
—Puedes ser como cualquiera de los tres primeros coros. Lo mejor sería como el batallón de los obedientes. Vuelve a tu vida cotidiana y practica lo que has aprendido hoy. Te ayudaré siempre. Te he llevado al Cielo en un globo, ahora quiero conducirte allí a través de la virtud. ◊