Un burro… ¡burro de verdad!

Inesperadamente lo sacaron del establo y lo llevaron a la plaza principal. Su sueño parecía que se hacía realidad, ¡antes inclusive de lo previsto!

«¡Uf! ¡Por fin ha terminado la guerra! He sufrido mucho más que los caballos de los soldados. Además, llevando a lomos litros de agua todos los días… ¡El héroe soy yo! Si no fuera por mí, todos habrían muerto de sed», decía Empinado, un burrito de carga llamado así porque caminaba con las orejas estiradas y el hocico siempre erguido.

El imponente, fuerte y alto caballo del general, portando una hermosa insignia dorada otorgada al más veloz e intrépido equino en combate, le contestó de arriba abajo:

Si realmente eres el héroe que dices ser, ¿dónde están tus medallas, tus trofeos o, al menos, tus cicatrices y heridas gloriosas?

—¡¿No las estás viendo?! —le interpeló levantando aún más las orejas—. Tengo una grande y profunda marca en mi espalda de los arreos que me colocaban, todos los días, con dos galones de agua pesadísimos, colgados uno a cada lado. Además, mis patas están desgastadas por el largo trayecto que tenía que recorrer, sin descanso, transportando provisiones. Es evidente que esto merece una recompensa mucho mayor que la tuya, pues tú has llevado a un hombre incomparablemente más ligero que mi carga.

Dirigiéndose a sus ilustres compañeros, el caballo del general proclamó con aire burlón:

Amigos míos, ¿habéis visto cómo han tratado injustamente a este animal? Las hazañas que acabamos de escuchar, realizadas por él, realmente merecen el más grande de los premios, digno de un auténtico… burro: ¡una nube de polvo!

Dicho esto, todos empezaron a mover sus cascos alrededor de Empinado, de modo a envolverlo en una espesa nube de polvo. Luego se marcharon entre risas y relinchos, dejándolo solito en el establo. Ahora bien, no por eso dejó el burro de hacer honor a su apodo…

«Ninguno de ellos reconoce mi valía. Pero ¡no importa! Sé que los seres humanos sí, ¡me aprecian! Ya he oído muchas veces llamarle un hombre a otro “burro” para felicitarlo. ¡Es el mejor elogio que un ser racional puede recibir! También sé que “caballo” es el peor insulto para ellos… Tarde o temprano seré recompensado, y así demostraré mi superioridad sobre esta panda de “caballos”».

Inmerso en estos pensamientos, o mejor dicho, en estas alucinaciones, Empinado se quedó dormido.

Al día siguiente, bien temprano, lo sacaron inesperadamente del establo y lo llevaron a la plaza principal de la aldea. El sueño de ser galardonado y aclamado por todos parecía que se estaba realizando incluso antes de lo previsto: lo revistieron con una hermosa capa plateada, toda ella adornada con piedras preciosas de los más variados colores; le calzaron unas delicadas botas de cuero, cuya parte superior estaba envuelta en piel de armiño, y, finalmente, le colocaron en su lomo una magnífica caja de oro que contenía en su interior algo muy valioso que el burrito no conocía, pero que creía que era su tan anhelado premio.

Poco después, gente de todas las clases sociales y animales de todas las especies empezaron a llenar la plaza. Una enorme alfombra roja fue extendida desde donde se encontraba Empinado hasta la entrada de la catedral, situada a varios metros. Sus orejas nunca habían estado tan erguidas como en aquella ocasión.

«Seguramente —pensó para sí—, las autoridades del ejército reconocieron mi heroísmo y ahora me recompensarán tamaña muestra de lealtad coronándome dentro de la catedral. Seré el rey no sólo de los burros, sino de todos los animales de la región. Ahora sí, ese caballo pretencioso va a ver quién merece verdadera admiración.

Al mediodía un toque de trompetas anunció el comienzo de la ceremonia, y un incontable número de soldados, precediendo al burro, iniciaron la marcha hacia la catedral. Según iba pasando, el público, emocionado, lanzaba rosas y aplaudía. No cabiendo en sí de orgullo, Empinado miraba de un lado a otro, movía el rabo y, por supuesto, mantenía el hocico y las orejas muy erguidas. Su arrogancia, sin embargo, alcanzó el auge cuando vio a sus adversarios, los caballos, de cara al centro e inclinándose ante su paso.

¡No podía ser mejor! Ningún cuadrúpedo en la historia había recibido tanta gloria y honor como él. Entonces, subió la escalera principal; su corazón latía cada vez más rápido a medida que se acercaba al pórtico del templo. Finalmente, las puertas se abren. ¿Para él? No…

Un respetable anciano, vestido con un atuendo deslumbrante y portando en su mano derecha un hermoso cayado de punta redondeada, tomó de los lomos de Empinado la preciosa caja y entró al recinto sagrado junto con todos los presentes. A lo lejos se oían sonidos de trompetas, himnos gloriosos, acordes de órgano. El burro, no obstante, fue llevado a una zona lateral por un criado, que lo ató a la verja, le quitó toda la lujosa vestimenta y lo dejó expuesto al calor del sol.

Pero… ¿y la corona? ¿Para quién eran las rosas, las palmas, las reverencias y aclamaciones? ¿No eran por el magnífico, incomparable y heroico Enpinado?

—Hermanos míos —proclamó una voz grave y pausada, procedente del interior de la catedral—, estamos reunidos aquí para introducir solemnemente estas preciosísimas reliquias de nuestro santo patrón, en señal de agradecimiento por su protección y por la victoria que, por su intercesión, Nuestro Señor Jesucristo nos ha alcanzado en esta terrible guerra…

Pues no, todo aquel homenaje no iba dirigido a Empinado, sino al santo patrón de la ciudad y, por su intermedio, al Rey de reyes y Señor de señores. ¿Cómo compararse con alguien infinitamente más grande?

Ya casi estaba por entrar en la catedral cuando Empinado fue conducido a una zona lateral, despojado de la vestimenta lujosa y dejado al sol. Por primera vez, bajó sus orejas y elevó su corazón, lleno de amor a su Creador

El burro se dio cuenta entonces de lo equivocado que estaba. Ahora veía claramente lo que antes el orgullo le había impedido comprender: era un simple animalito de carga, que había sido muy «burro», todo hay que decirlo, al elevarse a la categoría del más valiente de todos. Y aunque fuera el mejor entre los burros, esto no venía de él, sino de su Creador, quien le había concedido ese día la gracia inmerecida de llevar a lomos un valioso tesoro, así como la de reconocer su humilde condición.

El obispo prosiguió:

—En efecto, no es la destreza del soldado ni la velocidad del caballo lo que garantizan la victoria. Ésta depende de Dios, que únicamente la concede a quienes reconocen su propia insuficiencia y debilidad. No seamos insensatos al pensar que el éxito ha venido por causa nuestra; todo lo que somos y tenemos ha sido dado por el Todopoderoso.

Así, por primera vez en su vida, el burro bajó las orejas y elevó su corazón, lleno de amor y adoración, hacia el Creador. ◊

 

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