Abad de Saint-Denis, embajador real ante las cortes pontificias, primer ministro y consejero del rey Luis VI, regente de Francia durante la segunda cruzada… Así podríamos comenzar la exhaustiva enumeración de los atributos de uno de los más grandes hombres de Estado del siglo xii.
Sin embargo, tales prerrogativas por sí solas no nos moverían a tributarle nuestra admiración. ¡Cuán ilusoria y pasajera es la alabanza de los hombres! Junto a sus glorias terrenas, el inolvidable abad Suger aparece en el firmamento de la civilización medieval como ejemplo de virtud. Sobre todo, nos maravilla el hecho de que haya correspondido a una alta vocación: trasladar el ambiente del Cielo a la realidad visible de esta tierra.
Dotado de admirable inteligencia
El futuro abad vino al mundo en el seno de una familia sencilla y piadosa, entre 1081 y 1082. El lugar de su nacimiento sigue siendo incierto y discutido por los historiadores. Pero más que su ciudad natal, su nombre quedaría ligado para siempre al lugar donde recorrió gran parte de su itinerario: la célebre abadía benedictina de Saint-Denis.
Las benditas paredes de esta abadía reciben al pequeño Suger cuando tan sólo tiene 10 años. Sus padres lo entregan como oblato en manos del abad Yves, confiándole su educación. En poco tiempo, el joven destaca por su propensión y encanto para los estudios, por lo que pronto es puesto junto a los alumnos más aplicados. Entre ellos, Suger encuentra como compañero de estudios al príncipe real Luis, con quien entabla una sincera amistad. Durante diez años, de 1094 a 1104, el noble comparte el mismo trabajo y distracciones con el hijo de un campesino.
A los 23 años, Suger pide el hábito benedictino. El abad Adán lo acoge paternalmente y, discerniendo en él un excelente talento intelectual, lo envía a estudiar a otras escuelas importantes de Europa. Se dice que poseía una admirable elocuencia y una prodigiosa memoria, conservando para siempre lo que había pasado ante sus ojos tan sólo una vez.1
Además de sus cualidades intelectuales, Suger muestra una gran responsabilidad y sentido del orden. Por este motivo, al cabo de unos años Adán le confía el priorato de Toury-en-Beauce, el primero de los monasterios dependientes de Saint-Denis.
Abad de Saint-Denis
A medida que pasan los años, las responsabilidades confiadas a Suger crecen en importancia. En todas ellas obra con precisión y tiene éxito.
En el año 1122, el rey lo nombra su consejero y lo envía como embajador ante el Santo Padre Calixto II. En el camino de regreso, le comunican el fallecimiento del abad Adán y que los monjes ya lo habían elegido su sucesor. Por lo tanto, Suger debe ocupar la sede abacial de Saint-Denis.
En su nuevo cargo, el benedictino se enfrenta a una situación crítica: el monasterio carece de recursos económicos y, sobre todo, muestra una escandalosa decadencia de las costumbres. La abadía se parece más a una residencia principesca que a un cenobio religioso. Cortesanos y nobles, civiles y militares deambulan por los recintos internos del edificio con total libertad. Desafortunadamente, el veneno del mundo también había penetrado hasta cierto punto en el alma de Suger y se apresura a remediar la crisis financiera, descuidando su misión principal de velar por las almas.
Saint-Denis no era la única abadía en la que el espíritu de San Benito se había desvanecido. Más bien, era sólo un ejemplo de la situación en la que se encontraba un gran número de monasterios benedictinos, muchos de ellos afiliados a la reforma de Cluny.
La decadencia de esta institución coincide históricamente con el florecimiento de la familia cisterciense. Encantados por la figura seráfica de fray Bernardo de Claraval, los monjes blancos habían abrazado una conducta de total renuncia al mundo y rigurosa observancia de la regla benedictina. No es de extrañar que, en poco tiempo, surgieran fricciones entre ambos modos de vida.
Entre calumnias y verdades, la pelea de cistercienses y cluniacenses llega a su clímax. Es menester una intervención seria que resuelva el problema. Movido por la obediencia, San Bernardo escribe una Apología en defensa del estado religioso. La obra destaca, inicialmente, cómo todas las órdenes deben vivir en armonía en el seno de la Iglesia, formando en ella un solo cuerpo. A continuación, denuncia enérgicamente las desviaciones de ciertos monasterios cluniacenses, mostrando cómo habían abandonado el espíritu religioso. Atento a los detalles, recrimina, entre otros puntos, la ausencia de mortificación en la comida y en el descanso, el desmedido fausto de algunos abades y superiores, y las decoraciones mundanas de algunas iglesias y edificios.
Esta denuncia, sumada al modelo de integridad que era el propio San Bernardo, mueve a Suger a reformar su comunidad. El fervor del abad al celebrar el santo sacrificio, la piedad con que asistía al canto del oficio y su celo por la liturgia brillan ahora como edificantes ejemplos para los monjes que, como él, desean plenamente una vida de austeridad y perfección. Y el vínculo contraído entre ambos abades desde entonces se mantendría hasta que la muerte los separara. En los planes de la Providencia, el santo de Claraval se había convertido no sólo en el factótum, sino en la luz misma que iluminaba el vitral del alma de Suger. Y muy pronto ese rosetón produciría magníficos reflejos.
Pionero de la arquitectura gótica
Da la impresión de que el propio Dios «esperaba» ansiosamente la conversión de Suger para confiarle un altísimo llamamiento y recompensar su alma con nuevos dones. El Todopoderoso quería hacer de él un intérprete del Cielo para los hombres.
Un capítulo significativo en la historia de Suger fue la reforma llevada a cabo en todo el edificio de la abadía de Saint-Denis, especialmente con la construcción de un nuevo coro para la iglesia. En este emprendimiento se definió una innovación arquitectónica: columnas altas y esbeltas, con arcos que terminan en punta, hacia el cielo. Era el inicio del estilo gótico.
A juzgar por las bendiciones inherentes a las iglesias que, a partir de Saint-Denis, adoptaron el mismo estilo, nos damos cuenta de que no hay proporción entre el ingenio puramente humano y las gracias vinculadas por Dios a esos edificios sagrados. Así pues, cabe plantearse una cuestión: aunque no conste en las fuentes históricas, ¿no le habrá sido revelado a Suger, bien por una voz interior, bien por una acción angélica, la manera de transformar el lugar de culto en un pequeño Cielo? ¿No podría ser este hecho el punto de partida de un nuevo régimen de gracias, del que el esplendor de la Edad Media no era sino el comienzo? A suposiciones, que nos parecen tan razonables, la historia lamentablemente no responde de forma explícita…
Las obras de restauración duran unos años y, finalmente, en junio de 1144 tuvo lugar la ceremonia de consagración del edificio. Obispos y nobles forman un solemne cortejo, encabezado por el propio rey, Luis VII. Las reliquias de los santos son expuestas para la veneración de los fieles, en particular, la urna de plata que contiene los restos mortales de San Dionisio, primer obispo de París. La bendición que impregna el recinto eleva a todos a una atmósfera celestial, y parecen estar más en el Paraíso que en esta tierra.
Regente de Francia
Pasan algunos años y, en 1147, el rey se encuentra de nuevo en Saint-Denis. Bajo los arcos góticos, no está a la espera de ninguna ceremonia ni inauguración. Lo que le llevó allí fue el deseo de partir hacia Tierra Santa. En la abadía, el Papa en persona le entrega el estandarte de mando. Era el principio de la segunda cruzada. Pero ¿por qué decidió el soberano organizar sus ejércitos y marchar hacia Jerusalén?
El reinado de Luis VII presenta, tristemente, sombras inexcusables. Y uno de los graves reproches a su comportamiento es la violenta disputa contra uno de sus vasallos, el conde Teobaldo de Champaña. En 1143, el monarca devastó la región e incendió el pueblo de Vitry-sur-Marne, en los dominios del conde. Esta conducta tiránica fue duramente impugnada por San Bernardo y Suger, los cuales hicieron que el rey, tras algunas reticencias, reconociera su error y restableciera la paz. Al volver en sí, se llenó de remordimientos, especialmente por haber cometido el sacrílego e injusto crimen de prenderle fuego a la iglesia donde se habían refugiado los habitantes de Vitry.
Deseoso de hacer penitencia por su pecado, Luis VII anunció, en la Navidad de 1145, su propósito de partir hacia Tierra Santa. Los nobles enseguida lo apoyaron. El Santo Padre, Eugenio III, también se mostró de acuerdo con la iniciativa. En cambio, San Bernardo y Suger, viendo el peligro que significaba para el reino la ausencia del soberano, le aconsejaron que desistiera de su intento. Sin embargo, el rey estaba seguro de su decisión y dio orden de que se llevaran a cabo todos los preparativos para la cruzada.
Así, en junio de 1147, Luis VII marcha a Jerusalén y el peso de la nación recae enteramente sobre los hombros de Suger, nombrado regente contra su voluntad. Aquel espíritu que antes buscaba ansiosamente nuevos cargos, ahora, teniendo a su alcance el primer puesto en el reino, protesta, prefiriendo la soledad y el silencio del claustro. Sólo la obediencia al sumo pontífice le obliga a aceptar el nombramiento.
Como era de esperar, enseguida estallan las primeras revueltas y los desórdenes. Los nobles deciden apoderarse de las fortalezas reales, algunas poblaciones se levantan contra sus propios obispos, pequeños señores asaltan las tierras de los monasterios. Por si fuera poco, Roberto de Dreux, hermano del soberano, abandona la cruzada e intenta hacerse con la corona. Suger resiste y refuerza las guarniciones reales. Envía una carta perentoria a Luis VII, mostrándole el estado del reino de Francia, y obtiene de Eugenio III la excomunión para quienes intentaran perturbar la paz de la nación.
Estos acontecimientos precipitaron, sin duda, el retorno del monarca, que se produce en julio de 1149. Suger, finalmente, pudo regresar a su abadía, no sin antes recibir, del rey y del pueblo, el merecido título de «padre de la patria».2
La muerte de un santo
De vuelta en su querida abadía, Suger pudo prepararse por fin para su encuentro definitivo con Dios. El testamento que había escrito años antes, en 1137, denota esta santa preocupación ¿Qué expresa el poderoso abad en previsión de su muerte? Arrepentimiento por sus años vividos en frivolidad y una petición a los monjes para que le supliquen a Dios el perdón de sus pecados. El humilde recuerdo de sus faltas y relajaciones le sirvieron de garantía para que, incluso en los faustos de la corte y el aplauso del mundo, mantuviera intacta su integridad y, así, pudiera comparecer ante el juicio divino con el alma limpia.
El postrer momento se asoma en el horizonte próximo de Suger a finales de 1150. La gravedad de la muerte, que amenazaba con ser inminente, le impele a pedir socorro a quien lo había liberado del pecado y que ahora podría introducirlo en el Cielo. Por medio de cartas, ambos abades se despiden de este mundo con un lenguaje sobremanera elevado. En breve, también lo acompañaría San Bernardo hacia la eternidad.
Era el 13 de enero de 1151 cuando Suger sintió que había llegado su hora. Se despide de la comunidad postrándose ante cada uno. De esta forma, quería mostrar su arrepentimiento por las posibles ofensas cometidas contra ellos. Tras este sublime gesto de humildad, el abad entrega su alma a Dios, mientras sus monjes cantan el credo. ◊
Notas
1 Cf. Darras, Joseph-Épiphane. Histoire générale de l’Église depuis la création jusqu’a nos jours. Paris: Louis Vivès, 1877, t. 25, p. 164.
2 Gobry, Ivan. Les moines en Occident. Paris: François-Xavier de Guibert, 2008, t. vi, p. 119.