Justicia y misericordia: características de un buen pastor

El mundo actual bien puede ser comparado a un pastizal, donde encontramos corderos fieles, ovejas perdidas, lobos feroces e incluso lobos disfrazados con piel de oveja. ¿Cómo les debe tratar a cada cual el verdadero pastor?

Entre las parábolas compuestas por el divino Maestro, quizá ninguna indique mejor cómo debe ser un gobernante que la del Buen Pastor (cf. Jn 10, 1-30). En ella el propio Señor se presenta como verdadero guía, amparo y padre de una multitud de ovejas que oyen su voz y lo siguen.

El cuidado del rebaño, lejos de ser mero ocio o entretenimiento, constituye un oficio de gran responsabilidad: «¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos!», les dijo Dios por boca de Ezequiel (34, 2). Corresponde al pastor fortalecer a la oveja débil y atravesar valles y montes en busca de la que se ha perdido, pero sin descuidar a las robustas, manteniendo el redil resguardado del ataque de los lobos, aún más sabiendo que algunos de ellos osan presentarse disfrazados con piel de oveja.

En este contexto, el pastor no puede dejarse iludir, en nombre de una «misericordia» espuria, por los «ingenuos» balidos de la fiera que se introduce en el aprisco como si fuera un inofensivo cordero, escondida bajo los deslucidos velos de una lana de segunda clase. ¿Cómo calificar al católico que, tras superar numerosos obstáculos, baja al fondo del abismo con peligro para sí mismo, allí recoge cariñosamente a un astuto lobo, suelta en el redil el fruto de su caritativo apostolado y se marcha a dormir sobre los laureles de tan brillante hazaña, después de haber contemplado prolongada y tiernamente a la nueva «ovejita» en «confraternización» con las demás?

Por otra parte —cosa tal vez más difícil—, el buen pastor también tiene que saber diferenciar a estos intrusos de la oveja que, si bien descarriada, huidiza, embrutecida y sucia, continúa siendo oveja, y no debe ser expulsada a bastonazos, porque fuera del aprisco sólo encontrará la muerte.

¿Cómo proceder en estos casos? Quizá el elocuente ejemplo de San Bernardo de Claraval arroje luz sobre el tema. Aunque distante de nosotros algunos siglos, parece resplandecer para todas las generaciones como modelo de buen pastor.

Cisma en la Santa Iglesia

Grave, delicada, compleja, pero al mismo tiempo simple: así se presentaba la paradójica coyuntura europea en la década de 1130.

La Santa Iglesia había sido sacudida en su unidad. Dos prelados afirmaban ser Papas. Es imposible pensar en una situación de mayor gravedad y complejidad, sobre todo porque sendas elecciones se desarrollaron en condiciones ambiguas y parecían irregulares para ambos partidos.

La ciudad de Roma estaba en manos del antipapa Anacleto II. El verdadero Papa, Inocencio II, se vio obligado a refugiarse temporalmente en Francia, nación que pronto adhirió al pontífice. Igualmente Inglaterra y España, entre otras, permanecieron fieles al legítimo Sucesor de Pedro.

La situación era aún más delicada, ya que involucraba no sólo el orden espiritual, sino también el temporal. El trono del Sacro Imperio Romano se lo disputaban Lotario, legítimo heredero y fiel a Inocencio, y el duque de Suabia, seguidor de Anacleto. Por otra parte, el antipapa contaba con Guillermo X, duque de Aquitania, y Roger de Sicilia, «el militar y gobernante más competente de su tiempo».1

Corresponde al pastor fortalecer a la oveja débil y encontrar a la que se ha perdido, sin descuidar a las robustas, manteniendo el redil resguardado del ataque de los lobos
«El buen pastor», de Marten van Cleve

Pese a ello, la solución resultó ser muy sencilla: mientras los fieles parecían perdidos «como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9, 36), para un hombre todo estaba claro. Este varón, cuya tarea fue la de amparar al rebaño de Cristo en el cumplimiento de una misión profética, era nada menos que San Bernardo.

Desvelo en el rescate de una oveja descarriada

Aunque las grandes naciones habían tomado partido por el Sucesor de Pedro, no dejaron de sufrir divisiones internas, incluso en sus más finas capilaridades. Veamos lo que ocurría en la ciudad francesa de Tours.

En 1133, estando vacante la sede episcopal, sucedió que un diácono ambicioso llamado Felipe se hizo elegir para el cargo de obispo e inmediatamente fue hasta el antipapa, Anacleto II, a fin de oficializar su nombramiento. Ahora bien, como había muchas irregularidades en esa elección, el clero de Tours se reunió otra vez y eligió un nuevo sucesor.

Es conmovedor observar la manera que San Bernardo, al enterarse del caso, eligió para tratar a ese rebelde —por cierto, íntimo amigo suyo. El discernimiento profético del santo le hizo ver en él no un lobo empedernido, sino una oveja descarriada. Esto lo sabemos por una carta que el Doctor Melifluo le escribió a Felipe, cuando aún usurpaba la cátedra de Tours:

«Sufro por ti, Felipe amadísimo. […] Mi dolor no es digno de burla, sino de compasión, porque no nace de la carne, ni de la sangre, ni de la pérdida de cosas caducas, sino de ti mismo, Felipe. No puedo manifestarte más expresivamente la causa tan importante de este dolor: Felipe está en peligro.

»Y cuando digo esto me refiero al llanto grave de la Iglesia que en otro tiempo te llevaba en su seno y te vio germinar como un lirio cargado de dones celestiales. […] ¡Pero ay! ¡“Cómo se ha mudado su color bellísimo” (Lam 4, 1)! ¡Qué desilusión tan profunda para Francia que te engendró y te crio!».2

El pecado cometido no hería únicamente al santo abad, sino que ofendía y entristecía principalmente a Nuestro Señor Jesucristo y, con Él, a la Santa Iglesia. No obstante, el conocimiento de la injuria a Dios puede no ser suficiente para convertir a un pecador. También se hace necesario recordarle el peligro que corre su alma:

«Si lo desdeñas todo y no atiendes a razones, por mi parte no perderé el fruto de esta carta que nace de mi amor, pero tú deberás responder de tu desprecio ante el terrible tribunal de Dios».3

Desafortunadamente, esto no fue suficiente. Una vez nombrado legado pontificio para dirimir la cuestión de Tours, San Bernardo destituyó a Felipe de su cargo. Éste, derribado de la altura a la que había llegado sin merecerlo, fue a quejarse a Anacleto, que lo invistió como arzobispo de Tarento.

Por una misión profética, le cupo a San Bernardo la tarea de amparar al rebaño de Cristo
San Bernardo de Claraval – Iglesia dedicada a él en Frankfurt (Alemania)

Pastores que se comportan como lobos

Dejemos, por el momento, a este empedernido para considerar un segundo caso, ocurrido unos años antes, en el cual la actitud de San Bernardo hacia otro prelado fue muy distinta. Hablamos de Gerardo, obispo de Angulema.

Hombre de raras cualidades, se distinguió rápidamente como teólogo, orador y escritor. Sus atributos intelectuales iban acompañados, sin embargo, de una gran codicia. La sed de poder le hizo obtener de Pascual II el cargo de legado pontificio en varias regiones de Francia, dignidad que mantuvo durante el reinado de los tres Papas siguientes.

Una vez que el cisma hubo entrado en el seno de la Iglesia, el soberbio prelado también le solicitó el puesto a Inocencio II. No obstante, el Papa, consciente de su indignidad, rechazó su petición. En consecuencia, Gerardo se unió de inmediato a Anacleto, recibiendo de manos del antipapa el anhelado cargo y convirtiéndose en su fiel colaborador; comenzó, además, a perseguir a los que permanecían fieles al verdadero Sucesor de Pedro.

En 1132, San Bernardo se vio obligado a dirigir una carta a los obispos de Aquitania denunciando el crimen de Gerardo. Si no conociéramos el vigor de las almas santas, no pensaríamos que provendría del Doctor Melifluo:

«El enemigo de la cruz de Cristo, y lo digo llorando, tiene la osadía de arrojar de sus sedes a los santos que no rinden homenaje a la fiera, la cual “abrió su boca para maldecir a Dios, insultar su nombre y su morada” (Ap 13, 6). Pretende levantar un altar contra otro altar y no le avergüenza confundir lo lícito con lo ilícito. Se esfuerza en suplantar unos abades por otros y unos obispos por otros obispos, arrinconando a los católicos para promover a los cismáticos. […] Recorre mar y tierra para hacer un obispo, que va a resultar un hijo del infierno, con doble culpa que él (cf. Mt 23, 15)».4

Con todo, el ímpetu y el furor de estas imprecaciones no se debían a meras inconformidades personales, sino al hecho de que se había transformado en lobo quien debía ser pastor. En otra carta, dirigida a Godofredo de Loroux, célebre literato de la época, el santo abad expresa su gran indignación contra estos malos pastores:

«Aquella bestia del Apocalipsis, a la que dieron una boca blasfema y le permitieron guerrear contra los consagrados (cf. Ap 13, 57), se sienta en la cátedra de Pedro “como un león ávido de presa” (Sal 16, 12). Además, otra bestia rezonga sibilante junto a ti, “como un cachorro agazapado en su escondrijo” (Sal 16, 12). Una más feroz y la otra más astuta, juntas “se han aliado contra el Señor y contra su Ungido” (Sal 2, 2)».5

Muerte de los dos prelados

Dos obispos, con conductas igualmente pecaminosas, recibieron de Bernardo de Claraval un trato diferente. ¿Qué final tuvieron estos hombres sobre los que posó la diestra de un santo, en uno para apartarlo con violencia y en el otro para indicarle el camino de vuelta al redil?

Mucho tiempo esperó el Doctor Melifluo para divisar a lo lejos al hijo pródigo que regresaba a la casa paterna (cf. Lc 15, 20). Sólo unos años después, en 1139, los vientos justicieros se arrojaron contra aquella casa construida sobre la arena (cf. Mt 7, 26-27). Estando ya restablecida la unidad de la Santa Iglesia, Inocencio convocó un concilio y depuso a todos los prelados otrora partidarios de Anacleto.

Destituido de la diócesis de Tarento y privado del ejercicio de las funciones litúrgicas, Felipe encontró refugio en el claustro cisterciense de Claraval, donde vivió sus últimos años bajo el desvelo y la protección de San Bernardo. De corazón sincero, el penitente se enmendó profundamente y mereció nueva condescendencia por parte del santo, que después de cierto tiempo le escribió al papa Eugenio III, entonces reinante, rogándole la total absolución de Felipe:

«Tengo otro asunto que no mezclo con los demás porque me toca y me angustia más que los otros y necesita la insistencia especialísima de mi súplica. Nuestro Felipe se había ensalzado y ha sido humillado; pero volvió a humillarse y no ha sido ensalzado, como si el Señor no hubiera dicho ambas cosas (cf. Mt 23, 12)».6

Esta petición muestra hasta donde llegó el aprecio de aquel buen pastor por una oveja que se dejó reconducir por él. Por esta misiva, el santo abad obtuvo el permiso para que Felipe ejerciera nuevamente su ministerio sacerdotal.

En sentido diametralmente opuesto, según todo parece indicar, Gerardo recibió la suerte de los desdichados, muriendo en 1136 «sin haber manifestado el menor asomo de arrepentimiento».7

San Bernardo: ¿un mal pastor?

Si San Bernardo hubiera tenido con Gerardo la misma benevolencia que prodigó con Felipe, ¿acaso no encontraríamos también en él un penitente contrito? Al fin y al cabo, la misericordia siempre salva… ¿Se habría equivocado el Doctor Melifluo en su forma de proceder? ¿Podría su lenguaje firme y aguzado provenir de un corazón insensible al diálogo, desprovisto de caridad?

Eso es lo que parece saltarnos a la vista al contemplar tales hechos. Sin embargo, en la propia vida del Señor leemos que el joven rico, a quien el divino Maestro miró con amor, rechazó el llamamiento a ser apóstol (cf. Mc 10, 21-22). Los espíritus ciegamente pacificadores también se sorprenderían si vieran salir de los labios divinamente dulces de Jesús estas palabras: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!», «sepulcros blanqueados», «¡serpientes, raza de víboras!» (Mt 23, 27.33).

El Señor afirmó: «Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» (Jn 13, 15). Él es el modelo de cómo tratar a los lobos y a las ovejas, de saber el momento de expulsar a los mercaderes o de perdonar a la mujer adúltera, de apartar a un pecador impenitente o rescatar a quien aún puede ser salvado. Valorando desde la distancia el proceder de San Bernardo, es posible percibir cómo sus actitudes no fueron arbitrarias, sino regidas por esa luz profética.

Para diferenciar las ovejas descarriadas de los lobos que amenazan al rebaño, a ejemplo de San Bernardo, es necesario imparcialidad, paciencia y una profunda vida interior
«El buen pastor», de Thomas Cole – Museo de Arte Americano Crystal Bridges, Bentonville (Estados Unidos)

Un ejemplo a seguir

No obstante, el gran problema que queda detrás de esto, la pregunta que no quiere callar es la expuesta al principio de nuestro artículo: ¿cómo diferenciar las ovejas descarriadas y los lobos que amenazan al rebaño, a fin de que nosotros no nos equivoquemos?

Siglos después de San Bernardo, el incomparable Jean-Baptiste Chautard —por cierto, hijo espiritual suyo— tejió un elogio en el cual, creemos, se resumían los principales criterios para el buen pastoreo de las almas.

Según Dom Chautard, al analizar atentamente la historia del abad de Claraval «el lector sabrá distinguir hasta qué extremo la vida interior había hecho impersonal a este hombre de Dios. Sólo despliega la firmeza de su carácter cuando llega a una persuasión completa de la ineficacia de otros medios. Así, llevado por su gran amor a las almas, y por una inexorabilidad en la defensa de los principios, después de haber manifestado una santa indignación y exigido remedios, reparaciones, prendas y promesas, se le ve entregarse con una dulzura maternal a la conversión de quienes su conciencia le había obligado a combatir».8

Por lo tanto, ante todo, es necesario imparcialidad: no moverse nunca por antipatías o apegos personales, sino siempre en función de la causa de Dios, por una intención pura que prácticamente excluye la posibilidad de error. Por cierto, cualquier subordinado se da cuenta con facilidad cuándo el amor propio alimenta o no una actitud de su superior. En segundo lugar, hay que tener paciencia: muchos recaen porque son débiles, no hipócritas.

Sin embargo, esto jamás podrá incurrir en una transigencia para con los principios de la doctrina y de la moral católicas. Misericordia no es sinónimo de connivencia o negligencia. La primera caracteriza a los pastores de ovejas; las otras, a los encubridores de lobos. Cuando fuere preciso adoptar la táctica de la firmeza, no se debe titubear ni siquiera un minuto.

Finalmente, es indispensable cultivar una profunda vida interior, que nos llevará siempre a consultar al Espíritu Santo. En la mayoría de los casos, nos hablará por la boca de un experimentado director espiritual, de un santo, o incluso de un profeta como San Bernardo. 

 

Notas


1 LUDDY, Ailbe J. São Bernardo de Claraval. São Paulo: Cultor de Livros, 2016, p. 276.

2 SAN BERNARDO DE CLARAVAL. Carta 151. In: Obras Completas. 2.ª ed. Madrid: BAC, 2003, t. vii, pp. 535; 537.

3 Ídem, p. 537.

4 SAN BERNARDO DE CLARAVAL. Carta 126, n.º 7. In: Obras Completas, op. cit., p. 471. Cabe señalar que los seguidores de Anacleto eran bastante hostiles a la influencia de San Bernardo y difícilmente aceptarían el frescor de su misericordia. Poco después de la primera embajada del abad de Claraval al ducado de Aquitania, los cismáticos llegaron a destruir el altar donde había ofrecido el santo sacrificio. (cf. LUDDY, op. cit., p. 279).

5 SAN BERNARDO DE CLARAVAL. Carta 125, n.º 1. In: Obras Completas, op. cit., p. 459.

6 SAN BERNARDO DE CLARAVAL. Carta 257, n.º 1. In: Obras Completas, op. cit., p. 833.

7 LUDDY, op. cit., p. 328.

8 CHAUTARD, OCR, Jean-Baptiste. L’âme de tout apostolat. 15.ª ed. Paris: Téqui, 1937, pp. 136-137.

 

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