Todo iba bien. Hasta que un día sus vidas cambiaron completamente. Por su insensatez, perdieron un mundo de maravillas y se vieron arrojados a un terrible valle de lágrimas… Sí, querido lector, me refiero a la historia de Adán y Eva, o más bien a nuestra historia. Expulsados del paraíso terrenal, sobre ambos recayeron varias maldiciones, que se desdoblarían en su descendencia a lo largo de los milenios. Una de ellas se encuentra expresada así en la Sagrada Escritura: «Comerás el pan con el sudor de tu frente» (Gén 3, 19).
Se entiende que estas palabras aluden al esfuerzo que a partir de entonces el hombre tendría que hacer para ganarse su propio sustento. Sin embargo, dejando de lado este trágico escenario, las palabras divinas suscitan cierta curiosidad: si Dios menciona el pan con tanta naturalidad en esa sentencia, ¿no sería conocido ya en los comienzos de la humanidad? Y entonces surge otra pregunta: «Adán y Eva, ¿erais vosotros quienes lo hacíais? ¿O el Padre eterno os lo daba, como “pan bajado del cielo” (cf. Sal 77, 24)?». Dejo la respuesta a merced de su imaginación, querido lector, para pasar a una cuestión más trascendente.
Algunos teólogos plantean la hipótesis de que la segunda Persona de la Santísima Trinidad se habría encarnado aunque no hubiera existido el pecado original, a fin de coronar la obra de la creación con la unión hipostática. Si esto es cierto, ¿no podemos conjeturar que también se instituiría la santísima Eucaristía?
Quizá por eso el pan está presente en las comidas desde el Edén, a fin de habituar a la humanidad a su uso, predisponiéndola a desear un pan superior, inimaginable, como es la sagrada Comunión.
Sea como fuere, el momento de la institución de este augusto sacramento llegó cuando, el Jueves Santo, el Señor proclamó: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros» (Lc 22, 15). El Corazón de Jesús vibraba de emoción al darse, por fin, en alimento a la naturaleza humana y permanecer con nosotros hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28, 20).
«Éste es el pan de los ángeles dado en alimento a los peregrinos, el verdadero pan de los hijos». Las generaciones se han sucedido desde la Santa Cena y el fervor de los fieles nunca ha cesado de buscar nuevas expresiones para alabar a la Eucaristía. Y uno de los títulos encontrados ha sido Pan de los fuertes.
Pan de los ángeles, pan de los fuertes… «La hostia consagrada no es un manjar propio para mí, que no soy ni una persona valiente ni un espíritu angélico», podría concluir alguien. Nos conocemos muy bien… ¡Cuántas cobardías y vacilaciones en la fe, cuántas vergonzosas capitulaciones ante las tentaciones del enemigo! Si la Eucaristía le hubiera sido dada sólo a los habitantes del paraíso terrenal, al menos estaría proporcionado. Pero ¿a nosotros?
¡Lejos de nosotros caer en esta mentira del demonio! Como enseñó San Pío X al promover la Comunión frecuente, la recepción del Santísimo Sacramento no es un premio para los perfectos, sino un auxilio para nuestra flaqueza. El secreto está en cómo, por qué medio, nos presentamos para recibir el sacramento del altar.
Aunque nuestra conciencia no nos acuse de pecado mortal, sentimos cierta indignidad ante Jesús Hostia. ¿Cómo encubrirla y atraer los efectos sublimísimos del banquete celestial? Sólo hay un modo: recibirlo por medio de la Santísima Virgen. Ella, la más perfecta devota de la Eucaristía, prepara nuestra alma revistiéndola de sus virtudes, para que seamos dignos receptáculos de su Hijo, y lo acoge y adora en nuestro nombre. Por tanto, «en ningún sitio se le puede encontrar tan cercano y al alcance de la debilidad humana como en María, pues para esto bajó a Ella».
Tan rico alimento sólo será bien aprovechado gracias a la intercesión de Nuestra Señora, ya que, en todas partes, Jesús será siempre el pan de los ángeles y de los fuertes; en María, en cambio, Él se convertirá en «el pan de los niños y de los débiles». ◊