En medio de la acritud de este valle de lágrimas, ¿se puede aspirar a convertir la vida terrena en un antegozo del Paraíso celestial? ¿Tal anhelo es un mero ideal utópico o el cumplimiento del designio de Dios al crear al hombre en sociedad?
«Mi Reino no es de este mundo» (Jn 18, 36), sentenció el Señor ante Pilato. Sin embargo, la orden de evangelizar dada por Él mismo a su Iglesia tiene como objetivo implantar ese Reino espiritual en la totalidad del orbe y, para hacerlo realidad tanto cuanto sea posible, impregnar con la luz del Evangelio la sociedad temporal.
Al instituir la solemnidad de Cristo Rey, el Papa Pío XI quiso dejarles claro a los fieles la necesidad de esa repercusión del Imperio de Cristo —que reina en el Cielo a la derecha del Padre— sobre los corazones, sobre los pueblos y sobre toda la tierra.
No obstante, como esclarece Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, en un comentario a esa conmemoración litúrgica, «hay que distinguir entre el reinado de Cristo en esta tierra y el ejercido por Él en la eternidad. En el Cielo, su Reino es de gloria y soberanía. Aquí, en el tiempo, es misterioso, humilde y poco aparente, pues Jesús no quiere hacer uso ostensivo del poder absoluto que tiene sobre todas las cosas: “Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra” (Mt 28, 18)».1
Y Mons. João continúa: «Pese a que las exterioridades nos dejen una impresión engañosa, Él es el Señor Supremo de los mares y de los desiertos, de las plantas, de los animales, de los hombres, de los ángeles, de todos los seres creados y hasta de los creables. […] Sería erróneo pensar que Él no debe reinar aquí en la tierra. Para comprender bien hasta qué punto Cristo es Rey, es preciso diferenciar su modo de gobernar con el del mundo. […] La realeza de Cristo es muy distinta. Es Rey del universo y, de manera muy especial, de nuestros corazones».2
Para la implantación del anhelado Reino de Dios es necesario que se haga su voluntad «en la tierra como en el Cielo» (Mt 6, 10), conforme Jesús nos enseñó. Por eso la sociedad cristiana, con las limitaciones propias a este valle de lágrimas, constituye ya un antegozo del Paraíso celestial. Y mientras no se realice plenamente ese ideal, toda la Creación estará a la expectativa, como con dolores de parto, según las palabras del Apóstol (cf. Rom 8, 22).
Ideal realizable, dentro del orden verdadero
En su obra La ciudad de Dios, San Agustín traza el perfil de una comunidad verdaderamente cristiana, en la cual se verifican las condiciones requeridas para establecer el Reino de Dios. Tratando al respecto de la paz como supremo ideal de la sociedad terrena y de la celestial, escribe el Águila de Hipona:
«La paz entre el hombre mortal y Dios es la obediencia ordenada por la fe bajo la ley eterna. Y la paz de los hombres entre sí, su ordenada concordia. La paz de la casa es la ordenada concordia entre los que mandan y los que obedecen en ella, y la paz de la ciudad es la ordenada concordia entre los ciudadanos que gobiernan y los gobernados. La paz de la ciudad celestial es la unión ordenadísima y concordísima para gozar de Dios y a la vez en Dios. Y la paz de todas las cosas, la tranquilidad del orden. Y el orden es la disposición que asigna a las cosas diferentes y a las iguales el lugar que les corresponde».3
Como vemos, este texto propone un ideal perfectamente realizable, ya que no es más que el cumplimiento del designio del Creador al plasmar al hombre con instinto de sociabilidad.
A lo largo de los tiempos, distintos pensadores idealistas, románticos o utópicos —desde Platón, pasando por Tommaso Campanella, Francis Bacon o el conde de Saint-Simon, hasta los autores contemporáneos, como el postmoderno Moisés Tello Palomino— celebraron y anhelaron una convivencia fantasiosa. Algunos de ellos pretendieron basarse en una cosmovisión «cristiana», aunque siguieran una doctrina propia, subjetiva y no dogmática. Ecléticos o relativistas, rechazaron la Revelación de aquel que dijo de sí mismo: «Yo soy el Camino y la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6).
Sucede que fuera de los raíles de la única religión verdadera, la católica, —cimentada en la Revelación, en la Tradición y en el Magisterio— fácilmente se descarrila en la búsqueda de la felicidad. Además, toda utopía se presta a graves errores y puede significar un ideal enormemente atractivo, pero, al mismo tiempo, una fantasmagoría irrealizable. Cada uno la concibe según su credo, por no decir su capricho…
«Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados»
Cabe ahora preguntarse si existió alguna vez una colectividad conforme el Evangelio. En su encíclica sobre la constitución cristiana de los Estados, escribió León XIII al respecto:
«Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes […]. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios y quedará vigente en innumerables monumentos históricos que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer».4
De hecho, la Edad Media fue, en su apogeo, la realización de una verdadera sociedad cristiana. No obstante, aunque la coyuntura sea muy diferente, se puede atribuir análoga apreciación a lo que, durante los siglos XVII y XVIII, en América del Sur se denominó República guaraní, más conocida como reducciones jesuitas.
Ejemplo de auténtica civilización cristiana
Esa peculiar institución misionera resultó de la cristalización de los valores del Evangelio en un pueblo en que había abundado el pecado —idolatría, poligamia, antropofagia, embriaguez, sensualidad—, pero en el cual después superabundó la gracia. Bajo la dirección de los hijos de San Ignacio de Loyola, los guaraníes empezaron a vivir en sociedad de modo ejemplar, acostumbrándose a la buena convivencia, al trabajo disciplinado y a la práctica de la religión. De esa forma, las reducciones se convirtieron en un modelo de colonización orgánica y benévola, un singular encuentro de culturas que, muchas veces dejando de lado estereotipos, por así decirlo, irrenunciables, se armonizaron para servir a la causa de Dios, en beneficio de los cuerpos y de las almas.
El emprendimiento, maravilloso y efímero, marcó profundamente los diversos campos de la actividad humana, despertando la atención permanente de los estudiosos. De él dan testimonio no sólo abundantísimos documentos, sino también ruinas majestuosas, algunas de las cuales clasificadas por la UNESCO como patrimonio de la humanidad. Varias de esas reducciones dieron origen a prósperas ciudades, como Encarnación, en Paraguay, o Posadas, en Argentina.
El resultado alcanzado no fue, como suele afirmarse, la materialización de una utopía social o de una república comunista, sino de una civilización cristiana, inevitablemente condicionada, como es natural, al contexto de la época, lo cual acabó llevándola a la extinción. En efecto, la mezquindad, la envidia y otros viles intereses de cortesanos europeos y mestizos frustraron la realización de ese ideal, en cuyo seguimiento los guaraníes hubieran llegado muy probablemente a un apogeo insospechable.
Corazones coronados de sólidas virtudes evangélicas
Una elocuente señal de esa conquista espiritual y social es una carta del obispo de Buenos Aires, el andaluz Pedro de Fajardo. Tras visitar algunas de las reducciones de Paraguay, escribía el 20 de mayo de 1721 al rey de España, Felipe V: «En estas numerosas tribus, compuestas por indios naturalmente inclinados a todo tipo de vicios, reina tal inocencia de costumbres que no creo que se cometa un solo pecado mortal. El cuidado, la atención y la vigilancia continua de los misioneros previenen hasta las más pequeñas faltas».5 ¿Acaso la inocencia y el rechazo al pecado mortal por parte de un pueblo no son las bases de una sociedad verdaderamente cristiana?
Otro testimonio, éste más reciente, manifiesta la excelencia conseguida en las reducciones en lo que respecta a las celebraciones religiosas. El entonces cardenal Eugenio Pacelli, futuro Papa Pío XII —en calidad de legado pontificio en el 32.º Congreso Eucarístico Internacional, realizado en Buenos Aires— así se expresaba el 10 de octubre de 1934, durante el discurso inaugural de ese magno evento:
«Vosotros no sois un pueblo neófito, habéis vivido cuatro siglos de cristianismo, y esos siglos están repletos de hazañas eucarísticas. Todos hemos leído entre dulces lágrimas de emoción, las narraciones de aquellas sencillas fiestas eucarísticas, sobre todo de las fiestas del Corpus, que se celebraban en las antiguas reducciones. […] Jesús, desde la Hostia Santa se siente rodeado de corazones coronados con macizas virtudes evangélicas como si hubiera bajado a su huerto y le acariciara el perfume de las más bellas flores. Allí se veía realizada, como quizá no se ha realizado jamás en la historia, la idea central del presente congreso, el reinado de Jesucristo en lo que tiene de íntimo para el alma y lo que tiene de majestuoso para los pueblos. Ni una sola alma, ni una sola institución, podían esquivar los rayos del sol de la Eucaristía».6
Para quien conoce cómo las magnificencias de la cristiandad europea se formaron a lo largo de siglos de gestación bajo los auspicios de tantos santos, héroes y genios, es difícil imaginar que en una región recién salida de la barbarie se realizaran maravillas como las mencionadas en el discurso.
Rumbo a la implantación del reinado de Jesús y María
En el transcurso de la historia se verifica un movimiento pendular que lleva a los hombres, después de experimentar fracasos y sufrir desilusiones, a anhelar un regreso a la posición contraria a la que se encontraban. Así nos lo enseña Nuestro Señor Jesucristo, de forma tan poética y tocante, en la parábola del hijo pródigo. Y a eso aspira actualmente una ponderable porción de la humanidad, harta del caos reinante, aunque tal anhelo no esté siempre claro en sus mentes confusas y exhaustas.
En todo caso, hacia esa dirección caminan necesariamente los destinos del mundo contemporáneo, que le dio la espalda a las enseñanzas de Jesús y no quiso prestar atención a las distintas advertencias de la Virgen en sus apariciones. Esta Madre de Misericordia se empeña en socorrer y regenerar, a pesar de que sus hijos permanezcan obstinados en el error. Pero el mundo acabará rindiéndose, algo como Saulo en el camino de Damasco, ante el grandioso acontecimiento prenunciado en Fátima: el triunfo del Inmaculado Corazón de Nuestra Señora, es decir, el establecimiento de una sociedad cristiana, el Reino de Cristo, el Reino de María.
«Si Cristo es Rey por ser Hombre Dios y recibió poder sobre toda la Creación en el momento que fue engendrado, se deduce entonces que la excelsa ceremonia de unción regia que lo elevó al trono de Rey natural de toda la humanidad se realizó en el purísimo claustro materno de María Virgen. El Verbo asumió de María Santísima nuestra humanidad y adquirió así la condición jurídica necesaria para ser llamado Rey con toda propiedad. En ese mismo acto, también la Virgen pasó a ser Reina. Una sola solemnidad nos dio un Rey y una Reina».7
En la ardorosa esperanza del Reino de Jesús y María, el cual constituirá una esplendorosa sociedad cristiana y marial, sigamos resolutos y firmes rumbo hacia tan elevada meta, dedicados a la oración y al apostolado. ◊
Notas
1 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Lo inédito sobre los Evangelios. Vaticano: LEV, 2012, v. VI, p. 485.
2 Ídem, pp. 485-487.
3 SAN AGUSTÍN. De Civitate Dei. L. XIX, c. 13, n.º 1. In: Obras completas. Madrid: BAC, 1958, v. XVII, p. 1398.
4 LEÓN XIII. Immortale Dei, n.º 28.
5 FAJARDO, Pedro. Lettre au roi, 20/5/1721. In: LETTRES ÉDIFICANTES ET CURIEUSES, écrites des missions étrangères. Mémoires d’Amérique. 2.ª ed. Lyon: J. Vernarel, 1819, t. V, p. 399.
6 SERNANI, Giorgio. Dios de los corazones. Evocación del XXXII Congreso Eucarístico Internacional celebrado en Buenos Aires en 1934. Buenos Aires: María Reina, 2010, p. 20.
7 CLÁ DIAS, op. cit., p. 492.