El universo mineral siempre ha ejercido una misteriosa y paradójica fascinación sobre la humanidad. El hombre es incomparablemente más noble que las piedras, que ni tienen vida ni se mueven; sin embargo, esos mismos títulos que las hacen inferiores a nosotros les confieren un modo de superioridad: al ser inmóviles, se vuelven en cierto sentido inmutables; muertas, se revisten de perennidad.
En consecuencia, el hombre ha buscado desde tiempos inmemoriales eternizarse en monumentos. Cierto autor clásico tenía razón cuando afirmaba que la arquitectura ha sido, desde el origen de la civilización hasta el siglo xv, «el gran libro de la humanidad».
Como toda obra de autoría colectiva, este libro presenta una notoria diversidad de estilos. En sus primeras páginas sólo figuran letras dispersas: por recordar un hecho de la Antigüedad, se erigía una simple estela. Pero estos jeroglíficos aislados se fueron agrupando poco a poco y, según el desarrollo natural de cada nación, formaron frases, párrafos, capítulos enteros: entonces surgieron las pirámides de Egipto, el Partenón de los griegos, el templo de Salomón.
No obstante, el «libro de la humanidad» tiene una curiosidad: aunque variado, conserva un mismo lenguaje a lo largo de todas sus páginas. Irónicamente, no hubo una torre de Babel para los edificios. Éstos siempre se han comunicado y hasta el día de hoy se comunican en un único idioma: el del símbolo. Cada una de esas construcciones representa una concepción de la vida, del universo y —principalmente— de Dios que, a su momento, es situado por el hombre en el lugar que le corresponde en la historia.
El templo de Salomón tuvo su época, pero hubo de curvarse ante el zigurat babilónico. Más adelante, vemos al Partenón griego imponiéndose, seguido por el Panteón romano. Éste último también fue barrido a su vez y, sobre las cenizas de la gloria latina, surgió el románico.
Ahora bien, toda narrativa tiene momentos de clímax. Si podemos comparar la historia de la arquitectura con un libro, sin duda el período que siguió al románico fue uno de esos auges. Por toda Europa, de las paredes oscuras de las iglesias brotaron luz y colores: los vitrales. Las arcadas, que adquirían altura y levedad, se convirtieron en estructuras que apuntaban al cielo. En la arquitectura cristiana sucedió lo mismo que con el bastón seco de San José: un milagroso florecimiento de lirios. Por eso Raúl Glaber, contemporáneo de estos hechos, afirmó admirado: «Era como si el mundo se sacudiera y, despojado de su vetustez, se revistiera de un blanco manto de iglesias».1
Nacía el gótico, una obra conjugada de un pueblo. Ahí la escultura, la pintura, la música, en fin, todas las artes se aliaban al servicio de la arquitectura, porque ésta servía a Dios. Se trataba de un símbolo perfecto de la sociedad medieval, una época en que la jerarquía humana unía esfuerzos para dedicarse mejor al Altísimo y «la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados».2 La catedral era una teocracia plasmada en edificio.
Parecería entonces que el tejido arquitectural de la humanidad había alcanzado un ápice. Después de todo, se había establecido allí el Reino de Cristo. Sin embargo, el curso vital del gótico se interrumpió. A partir del siglo xvi, la arquitectura se volvió un insípido arte clásico, inspirado en la Grecia y Roma paganas. Comenzaba la fase de decadencia que llaman Renacimiento, el ocaso que tantos toman por aurora.
Sí, ocaso, porque a partir de ahí la arquitectura religiosa dio paso a la arquitectura profana. Poco a poco se acabó la fase de los templos y empezó la fase de los palacios. Las construcciones se volvieron hacia este mundo y se olvidaron del Cielo. Pronto se acordarían de él de nuevo, es verdad; pero ya no con amor, sino con hostilidad. No se trataría ya de elevarse para alcanzar el Paraíso, sino para agredirlo: llegaría la era de los rascacielos.
Si el Renacimiento constituyó un crepúsculo, la época contemporánea es noche. Si seguimos a este ritmo, ¿qué vendrá después? Se diría que el libro de la humanidad sólo podría terminar en tragedia; pareciera mejor interrumpir su redacción como mal menor. Pero no.
De repente, en un continente que no conoció el gótico —o al menos no lo conoció vivo— se produce un fenómeno aún más admirable que el ocurrido en el período medieval. Junto a una de las ciudades más grandes del mundo —la São Paulo de los edificios aplastantes, de las avenidas cacofónicas, del hormigón, del asfalto, del alquitrán, de lo ceniciento, en definitiva— surge un edificio rebosante de colores, de luz, de vida. ¿De qué se trata? Mirabile dictu, de una iglesia.
A una velocidad sorprendente, construcciones similares se multiplican por todo Brasil y más allá: las obras aumentan en América y ¡llegan hasta África! Se diría que es una especie de incendio, a modo del fuego nuevo que se propaga en la ceremonia de la Vigilia pascual. ¿Cómo definir este fenómeno? ¿Un renacimiento? No. Una resurrección.
Habría mil maneras de presentar la génesis del estilo arquitectónico de los Heraldos del Evangelio. De entrada, sería imposible no mencionar a Mons. João, el cual —cumpliendo el deseo de su padre espiritual y maestro, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, de ver nacer construcciones que, de alguna manera, reflejaran las gracias conquistadas por el Inmaculado Corazón de María para su Reino— fue capaz de idear y poner en marcha esta obra titánica, estando presente a cada paso, dirigiendo, perfeccionando, estimulando, entusiasmando. No hay duda de que las formas, los colores, los diseños, todo nace de su audaz corazón.
Como toda causa es mayor que su efecto, parece lógico concluir que estos maravillosos templos se extienden hoy por el orbe porque en su origen hay un alma «mayor que el templo» (Mt 12, 6). No obstante, tal afirmación constituye únicamente una parte de la realidad. Si nos detuviéramos aquí, veríamos a un genio, pero nos olvidaríamos del luchador; tendríamos a un visionario, pero se nos escaparía el profeta.
«Le ciel est gothique» —el cielo es gótico—, afirmó de manera análoga nuestro fundador en 2013, en una entrevista a determinada revista francesa, cuando le preguntaron acerca de la razón de nuestro estilo. Si el mundo piensa que ha conseguido enterrar lo sobrenatural, sellando su victoria con una losa de hormigón, hay quien proclama lo contrario.
Pero las palabras no bastan. Vuelan, y tal vez alguien pueda fingir no haberlas escuchado. Pues bien, que quede escrito en la roca el desafío: hay un Cielo, y llegará el día en que transformará la tierra. Así, la respuesta a la insolencia de este mundo se transforma en el prenuncio de un nuevo orden de cosas. Y las construcciones ideadas por Mons. João se convierten en gigantescas profecías de piedra. ◊
Notas
1 RAÚL GLABER. Historiarum sui temporis. L. III, c. 4: PL 142, 651.
2 LEÓN XIII. Immortale Dei, n.º 9.