El coro y seis solistas ejecutan, acompañados por la orquesta, el magnífico «Hallelujah» de Händel. Ahora bien, antes de los compases finales, el recinto súbitamente es inmerso en el más completo silencio… ¿Habrá habido algún fallo en la ejecución de la obra?
Viajemos un poco con las alas de la imaginación y remontémonos al año 1743, más concretamente al día 23 de marzo. Situémonos en la Royal Opera House de Londres. Aquí, un hermoso espectáculo nos está esperando: el estreno en suelo inglés del famoso oratorio El Mesías, de George Friedrich Händel.
Sentémonos bien cerca del escenario, o en alguno de los palcos laterales, para apreciar mejor el conjunto. La platea de nuestro alrededor está compuesta por nobles de relucientes trajes. El propio rey Jorge II honra con su presencia la actuación.
En cierto momento de la pieza, el coro y los seis solistas se posicionan para, acompañados de la orquesta, cantar el final de la segunda parte del oratorio: el magnífico Hallelujah. En ese instante, el monarca se levanta, en señal de admiración por la sublimidad de la obra, e inmediatamente es imitado por todo el público. Esta admirativa actitud del rey se convertirá en una tradición para los ingleses, que será repetida al pie de la letra en cada representación de esa bellísima composición musical.
Pero antes de que resuenen los postreros compases, tras la aclamación de que el Señor reinará «for ever and ever», el recinto súbitamente permanece en un absoluto silencio… ¿Un fallo en la ejecución? ¡No! Únicamente se trata de una estratégica pausa para que se aprecie mejor el último «Aleluya» de la obra.
Durante este corto espacio de tiempo, músicos, cantores y asistentes convergen en un único sentimiento de expectación mientras aguardan atentos el gesto decisivo del director, quien les ordena entonces al coro y la orquesta que ejecuten el arrebatador desenlace de la partitura.
Valiéndonos de la «omnipotencia» de la imaginación, congelemos nuestro curioso viaje en ese exacto momento que precede al glorioso final de la música y aprovechemos ese instante de silencio para meditar un poco…
La música: expresión de sentimientos e imponderables
Entre las distintas manifestaciones artísticas que las civilizaciones han ido desarrollando a lo largo de la Historia, la música ha sido sin duda una de las más elocuentes.
En efecto, la variedad de sonidos, cuando están bien armonizados, es capaz de manifestar lo que sólo se percibe con el corazón y que no siempre es transmisible con palabras: ciertos sentimientos e imponderables que existen en las regiones más recónditas del alma humana.
Así pues, la música es casi necesaria para el hombre. Nosotros mismos, sin darnos cuenta, somos más musicales de lo que pensamos. ¿Cuántas veces no hemos sentido o bien alegría o bien sosiego al escuchar ciertas melodías, o incluso, como reza el viejo refrán, cantamos para espantar nuestros males cuando estamos tristes o preocupados?
Las celebraciones más importantes de nuestra vida suelen ir acompañadas de alguna canción que se ha hecho famosa con el tiempo. Basta recordar que no existe una fiesta de aniversario de nacimiento sin el tradicional Cumpleaños feliz; que los acordes iniciales de la Marcha nupcial de Mendelssohn casi siempre se oyen en las ceremonias de las bodas; que la conocida Marcha triunfal de la ópera Aida de Verdi clausura con frecuencia los arduos años de estudios en las solemnes graduaciones.
La música, sobre todo, embellece y solemniza el culto divino, preparando a las almas para el contacto con el mundo sobrenatural. Si prestamos atención en las festividades del calendario litúrgico veremos que están marcadas por una melodía que resume en sí la nota característica de cada tiempo.
De manera que mientras los acordes suaves y alcanforados del Puer Natus y del Noche de paz impregnan el ambiente de la Navidad, las graves y pausadas melodías del Parce Domine o del Rorate invitan a la penitencia durante la Cuaresma y el Adviento. Y en el Tiempo Pascual las alegrías de la Resurrección se desdoblan en jubilosos Aleluyas al paso que las sublimes notas del Te Deum coronan las solemnes celebraciones de acción de gracias.
Melodías que resumen gracias y estados de espíritu
Sean composiciones vocales, sean instrumentales, la música también es, de forma muy señalada, una expresión del progreso cultural y espiritual de los diferentes pueblos y refleja de un modo muy característico sus estados de espíritu y su mentalidad.
El canto gregoriano es una prueba de ello. Notablemente medieval, siempre estuvo presente en el ceremonial monacal y en las celebraciones litúrgicas. ¿No es verdad que al oírlo hoy día nos sentimos envueltos por esa austera sublimidad tan propia a la civilización de entonces?
Por otra parte, las alegres composiciones instrumentales de finales de la Edad Media, como la francesa Estampie o la italiana Saltarello, ¿no nos traen algo de aquella vitalidad saltarina e inocente que se regocija al sentirse cercana a Dios?
Ahora bien, con el paso del tiempo, el desarrollo de la música ha ido exigiendo del hombre nuevas técnicas, para que a través de ellas se pudieran transmitir otros aspectos del Creador. Una de ellas consiste en el uso de un elemento aún ignorado por los medievales y poquísimo utilizado en sus composiciones: el silencio.
La fuerza simbólica de los momentos de espera
Por increíble que parezca, el silencio puede producir armonías admirables. Una muestra de esto son las composiciones del propio Creador del universo.
Si el lector alguna vez ha analizado ya los sonidos de ciertos fenómenos de la naturaleza, quizá haya tenido la ocasión de apreciar las analogías musicales que Dios puso en ellos. Por ejemplo, el primer acto de la «sinfonía» de un rayo es un bellísimo destello; a él le sigue un breve silencio que, a la manera de lo que sucede en un concierto, anuncia el segundo y grandioso movimiento de la pieza: ¡un magnífico trueno!
Esa breve pausa, durante la cual hay quien se entretiene en someterla a intrigantes cálculos y fórmulas matemáticas, es a su modo tan elocuente como el trueno, ya que proclama su proximidad. Y es curioso notar que, en general, cuanto más largo y silencioso es el tiempo que precede al trueno, más deseamos oírlo; y más violento y sonoro se presenta cuando llega.
En este fenómeno, la naturaleza entera como que retiene su esplendor un instante: todo parece inclinarse con profunda veneración ante el Amo del universo, cuya implacable justicia será simbolizada a continuación por el trueno. Desde dentro de esa «pausa» respetuosa y sumisa la tempestad estalla en una maravillosa explosión.
Ciertamente, los medievales comprendieron ese aspecto simbólico del silencio, pero no supieron utilizarlo en sus composiciones. Posteriormente, algunas almas sensibles se aprovecharon de él para conferirle a la música unos reflejos más claros de la majestad y de la justicia divinas, cuyas manifestaciones conviene que se guarden con reverencial expectativa.
Los silencios de Dios a lo largo de la Historia
Tan elocuente como las melodías de una orquesta, esos «silencios sinfónicos» son una imagen del modo de actuar de Dios en la Historia: antes de iniciar una obra grandiosa hace una pausa que prepara el corazón del hombre para que acepte la inminente manifestación de su gloria.
Una rápida mirada sobre el desarrollo de los siglos nos hará percibir muchos «momentos de quietud» divinos, seguidos de una fulminante intervención.
Es lo que se verifica en los años que precedieron al Diluvio, cuando los hombres vivían entregados a la impiedad y mientras, delante de ellos, Noé construía el arca, que les anunciaba la cercanía del castigo (cf. Gén 6, 7). Asimismo, Dios parecía mostrarse indiferente durante la construcción de la torre de Babel, pero aguardaba que los hombres ejecutaran su pérfido plan y entonces finalmente les confundiría sus lenguas (cf. Gén 11, 1-9).
Ejemplo supremo fue el silencio más sublime de la Historia: aquel que rodeaba el Santo Sepulcro mientras el cuerpo sin vida de Nuestro Señor Jesucristo permanecía en él. Aunque dolorosísimo para toda la Creación y, principalmente, para el Corazón de su Madre Santísima, prenunciaba, no obstante, la victoria más grande de todos los tiempos.
Así pues, los momentos de muda expectación despiertan en las almas fieles la esperanza y hacen que en ellas broten bellísimos actos de fe, al mismo tiempo que sirven de profética advertencia para que los pecadores se conviertan y se preparen para las grandes operaciones divinas.
Felices quienes son capaces de amar la inminente victoria de Dios en medio de las pausas que la preceden y parecen que la contradicen, porque serán dignos de participar de las alegrías de su realización.
¿Cuál es nuestra actitud ante esos «silencios sinfónicos»?
Regresemos ahora a nuestro viaje inicial. Retomemos nuestros asientos en la distinguida platea de la Royal Opera House y escuchemos, todavía en pie, las notas finales del Hallelujah llenando el recinto con su grandiosidad. Los acordes de esta celebérrima composición son capaces de transportar a las almas hacia una atmósfera victoriosa, prefigura, quizá, de un reino muy superior y mucho más sobrenatural que aquel en donde su compositor vivió.
Empapados aún por las impresiones de tan inusual viaje en el tiempo, le invitamos, querido lector, a analizar un poco esta época en que vivimos. ¿Qué parte de la divina sinfonía de los acontecimientos estamos actualmente presenciando? ¿No estaremos, tal vez, en medio de uno de esos silencios prolongados que preceden hechos verdaderamente gloriosos?
Vivimos, sin duda, días calamitosos, marcados por la inseguridad, por el abandono de la fe y por el caos. Y al ser Dios el «Señor vengador de las injusticias», el «Dios justiciero» (cf. Sal 93, 1), no puede dejar de estar listo para intervenir, con el fin de que el mundo se convierta y reciba nuevamente a la vida de la gracia.
A nosotros nos cabe estar atentos y vigilantes. ¡No permanezcamos ajenos a los signos que nos son enviados! El «gran final» de la Providencia está a punto de ser ejecutado. Entonces, ¿seremos tan insensatos que, creyendo que ya «ha acabado la obra» en estos días sin gloria, nos marchamos, alejándonos del escenario y del divino Director?
Para que la incredulidad y la indiferencia no echen raíces en nuestras almas, pidamos el auxilio de la Reina de la fe, la Virgen vigilantísima, Madre de Dios y nuestra. Ella nos enfervorizará y nos dará valentía para luchar hasta el final por su divino Hijo, por la Santa Iglesia y por la instauración del Reino de Dios sobre la faz de la tierra.
Así, seremos dignos de figurar al lado de las almas justas y proclamar por toda la eternidad: «Grandes y admirables son tus obras, Señor, Dios omnipotente; justos y verdaderos tus caminos, Rey de los pueblos. ¿Quién no temerá y no dará gloria a tu nombre? Porque vendrán todas las naciones y se postrarán ante ti, porque tú solo eres santo y tus justas sentencias han quedado manifiestas» (Ap 15, 3-4). ◊
Salve María. He tenido el placer, porque es un verdadero placer, de dirigir en varias ocasiones y con distintos músicos y coral, el Alleluya de «El Mesías». El instante al que se refiere el artículo contiene una fuerza casi sobrenatural. Los silencios, la mayoría de veces, son tan importantes como las notas. En esos dos segundos que dura el silencio, casi siempre, lo rompe el auditorio emocionado. E inmediatamente el público, al igual que en su día el rey, se pone en pie. Alleluya