Bélgica, 25 de septiembre de 1912. Del puerto fluvial de Amberes, a orillas del Escalda, zarpa el vapor Krefeld hacia las gélidas aguas del mar del Norte y luego hacia el inmenso océano Atlántico. En la popa del barco alemán, cinco religiosos le dicen el último adiós a su patria, acompañados por la mirada cada vez más lejana del superior general… Son misioneros de la Congregación de la Sagrada Familia, fundada por el P. Berthier, que se lanzan confiados rumbo a un destino incierto en tierras remotas.
Entre ellos se distingue una figura alta, de porte erguido y mirada aguda. Es un sacerdote y se llama Julio Emilio Alberto de Lombaerde. Después de mirar durante largo tiempo el continente que se va haciendo más pequeño a sus ojos, hace interiormente un acto de entrega y de abandono en las manos de la Providencia: «Da mihi animas, cætera tolle. “Llévatelo todo, Señor, pero danos almas”, es todo lo que te pedimos. Adiós a todo, Dios nos basta. Él será nuestra vida y nuestra fuerza. La dulce Virgen, Reina de los corazones, la Estrella del mar, será nuestra luz, nuestro consuelo y nuestro apoyo. Y junto a María, ¡qué bueno es luchar y sacrificarse por Dios!».1
¿Qué es lo que espera encontrar este misionero al otro lado del mundo? ¿Qué almas anhela conquistar para Dios? El destino que le aguarda es nada menos que Brasil, ¡país de «sueños y esperanzas»!2
La mejor limosna y el más precioso regalo
Julio Emilio nació y fue bautizado en Beveren-Leie (Bélgica), el 7 de enero de 1878. A los 17 años, cuando era un alumno interno en el Colegio San José, de Torhout, escuchó el sermón de un obispo sobre las misiones en África. El prelado habló de las penurias que afrontaban los pobres paganos de ese continente e imploró alguna limosna para los desafortunados necesitados. La asamblea quedó muy conmovida con la fuerza de sus palabras: las mujeres inmediatamente dejaron sus joyas, los hombres entregaron relojes, cadenas y oro…
El joven De Lombaerde, sin embargo, comprendió en ese momento que Dios le pedía «la mejor limosna y el más precioso regalo»:3 su propia vida. En una carta que le escribió más tarde al fundador de la Congregación de los Misioneros de la Sagrada Familia, el P. Juan Bautista Berthier, afirmaba: «Lo dejé todo. Rompí con mi futuro temporal y con la esperanza de mi familia para sacrificarme a la gloria del divino Maestro».4
Tan pronto como concluyó sus estudios, entró en la Sociedad de los Misioneros de África, conocida como la de los Padres Blancos; y en 1895 partió hacia Argelia como hermano lego. No obstante, afectado por una dolencia febril que no mejoraba y sintiendo la moción interior de hacerse sacerdote, le prometió a la Virgen que si le concedía su curación entraría en el seminario. La fiebre lo abandonó pronto y regresó a Europa, ingresando finalmente en la citada congregación del P. Berthier, en 1902.
¡Viva Brasil, país de los sueños!
Han transcurrido ocho años. Un día, la sede de la congregación de Grave recibió una visita: el prelado de Santarém, Mons. Amando Bahlmann, quien había ido a rogarle al P. Berthier que enviara misioneros a su prelatura, ya que ésta, como tantas otras regiones del vastísimo Brasil, sufría escasez de presbíteros. Y así fue como De Lombaerde, ya ordenado sacerdote, fue destinado por su fundador a la Tierra de Santa Cruz.
«Aquellos que piensan que el sol se va a apagar harían bien en venir a pasar un verano a Brasil. […] Aquí el sol abrasa… con un calor real, sensible, visible incluso a simple vista».5 Así el P. Julio María, como se le conoció más tarde, comienza la narración de sus primeras impresiones del país al que acababa de llegar. Era un 15 de octubre, memoria litúrgica de Santa Teresa, pormenor que se propuso anotar en su diario. Los religiosos desembarcaron en Recife, desde donde partirían hacia la región amazónica para ejercer allí sus actividades pastorales.
«Realmente, es el país de los sueños —comenta—. Aquí todo crece en los árboles: el azúcar, el jugo [de caña] e incluso la leche. Sólo faltan dos cosas, quizá todavía las descubra: un árbol que produzca jamón y otro que produzca huevos. Después de todo esto, y a pesar del calor, todos gritarán: ¡viva Brasil!».6
Tras una estancia de algunos días en la capital pernambucana, el P. Julio María partió hacia Natal y luego se dirigió a San Gonzalo, donde el P. Luis Bechold, uno de los primeros misioneros de la Sagrada Familia en tierras brasileñas, era vicario. Allí comenzó a prepararse para el apostolado, dedicándose a aprender la lengua y las costumbres del país. Pasaba sus días entregado al estudio del portugués y esforzándose por conocer al pueblo, con el objetivo de «asimilar la manera de ser del brasileño».7
Comienzo del apostolado
En la víspera de Navidad, ya dominaba la lengua lo suficiente como para ayudar en las celebraciones de Nochebuena. Y su estreno en las actividades pastorales fue bastante completo: después de la Misa del Gallo en una de las pequeñas iglesias de la parroquia, se dirigió a una segunda comunidad, donde celebró a las dos de la madrugada, y luego a una tercera, a la que llegó alrededor de las cinco y media, habiendo realizado a caballo los largos trayectos que las separaban.
Debido a la gran extensión del territorio y al reducido número de sacerdotes de la parroquia, eran muy raras las ocasiones en que el pueblo podía asistir al santo sacrificio. Así pues, la avidez de aquella gente sencilla y sin instrucción por escuchar sus palabras le impresionó mucho. Acostumbrado a la falta de fe que azotaba al Viejo Continente, se sorprendió con la multitud de personas congregada a la entrada de las iglesias, deseosas por verlo llegar, pedirle su bendición o simplemente tocarlo. Apenas había espacio para todos dentro de los templos, y en una de las misas los niños se apiñaban a sus pies, en el presbiterio…
Un pueblo que ama a la Iglesia, sin conocerla…
En su diario misionero vemos cómo, además de tejer pintorescos comentarios sobre la naturaleza y el clima, el P. Julio María se dedicó a trazar un retrato moral y psicológico del pueblo brasileño y a describir la situación religiosa del país. Desde el principio llamó su atención el hecho de que la mayoría de la población era prácticamente ignorante en materia de fe. Según él afirma, «el brasileño tiene un fondo de fe sincera», pero «ama su religión sin conocerla; se jacta de ser cristiano, sin saber los deberes que este título le impone».8
«Son restos de una religión todavía arraigada y amada —escribe el misionero—, a pesar de la ignorancia y la indiferencia que, poco a poco, la desfiguran y amenazan asfixiarla. Es como el remanente que aún subsiste, o mejor dicho, una chispa de fe viva bajo las cenizas, pero casi a punto de apagarse, si una mano sacerdotal no viene a reavivarla. ¡Qué importante es, en estos países, el papel civilizador del sacerdote!».9
Profundizando en estas consideraciones para discernir los elementos que mantenían encendida la llama de la fe en el corazón de aquellas personas, al sacerdote belga le pareció que la respuesta era muy sencilla: se trataba de la arraigada devoción que nutrían por la Santísima Virgen y, junto a ella, una gran veneración por la figura del sacerdote. Tales disposiciones interiores era lo que conservaba su adhesión a la Iglesia Católica, a pesar de saber poco sobre ella.
Siendo él mismo muy devoto de la Madre de Dios, concluía: «Es imposible que Ella no se interese por un pueblo que la honra y le rinde tantos homenajes de ternura».10
Aquel que puede abrir las puertas del Cielo
Numerosos fueron los episodios en los que el P. Julio María pudo asombrarse con las manifestaciones de confianza que los fieles le tenían por ser sacerdote. Dondequiera que iba, los niños acudían a besarle las manos, y las mujeres se detenían un instante, lo miraban y se santiguaban.
Una vez, un septuagenario que llevaba cincuenta años deseando encontrarse con un sacerdote se le acercó y, con lágrimas en los ojos, le besó la mano. Cuando el P. Julio le preguntó qué podía hacer por él, respondió:
—¡Que qué quiero, padre! Lo que quiero es oírlo, porque la salvación está en sus labios.
En otra ocasión vio a una anciana llegar a las puertas de la pequeña iglesia local, encorvada por el peso de la edad y el cansancio. Había hecho un largo viaje a pie, desde su pueblo hasta allí, motivada por el ardiente deseo de ver al sacerdote y acercarse a la sagrada Eucaristía.
Rumbo a Macapá
Concluido el período de su preparación, el P. Julio partió hacia Macapá en enero de 1913. Primero pasó por Belém, donde visitó las misiones de la Colonia del Plata y se encantó con la selva amazónica. Al llegar a su destino final fue recibido por un hermano de vocación, el P. Lauth. Después de abrazarse con emoción, éste intentó entablar una conversación en su lengua materna, el francés, pero sin éxito, porque ya no lo hablaba bien… Sin entender las palabras aportuguesadas que oía, el P. Julio le dijo: «¡Vamos! Estamos en Brasil. Hablemos portugués».11 Sólo entonces se sintieron a voluntad.
La primera visita que hizo fue al Santísimo Sacramento, a quien le agradeció el éxito de su viaje y le pidió por sus hermanos y por todas las almas que evangelizaría. En Macapá, De Lombaerde se enfrentó a una realidad muy distinta. «El ministerio en la Amazonia fue más que arduo, lleno de innumerables sacrificios, de inmolación tras inmolación, aliado a una gran pobreza. Las distancias para recorrer eran inmensas, penosas e incluso peligrosas».12 Nada de esto, sin embargo, le quitaba el aliento.
Por otra parte, lo que realmente le preocupaba era el estado de las almas: la práctica de la religión se restringía a ciertas ceremonias y a actos externos, sin devoción ni verdadera piedad, y vigoraba una profunda corrupción de las costumbres, las cuales se habían vuelto verdaderamente paganas e incluso anticristianas. Además, al no haber sacerdotes que instruyeran al pueblo, aparecieron hombres que se disponían a presidir las ceremonias y oraciones, atraídos por el deseo de lucrar a costa de las necesidades de los fieles, contribuyendo a desviarlos aún más de la verdad.
El sacerdote rápidamente atribuyó esta situación al hecho de que allí, contrariamente a lo que observó en otras regiones de Brasil, la devoción a la Virgen casi había desaparecido. Para él, el primer remedio que emplearía debería ser «colocar a la Madre de Dios en su pedestal»,13 afirmando que ése era el único modo de hacer reinar a Nuestro Señor Jesucristo.
Entonces, sin perder tiempo, el P. Julio María comenzó a recorrer los pueblos, enseñándoles el catecismo a los niños y atendiendo personalmente a los enfermos. Para evangelizar mejor a la juventud masculina que veía abandonada a una vida frívola, fundó una escuela para chicos. «Él era el médico. Era el farmacéutico. Era el maestro de escuela por excelencia»,14 lo que rápidamente le granjeó no sólo la confianza del pueblo, que volvió a frecuentar las iglesias, sino también el reconocimiento de las autoridades públicas.
Para las jóvenes, decidió por fin concretar una inspiración que llevaba mucho tiempo guardada en su alma: la fundación de la Congregación de las Hijas del Inmaculado Corazón de María.
Catolicismo militante y valiente
El deseo de fundar una congregación de sacerdotes misioneros lo movió a dirigirse al sur, donde encontró el apoyo de Mons. Carloto Távora, obispo de Caratinga (estado de Minas Gerais). El prelado le confió la parroquia de Manhumirim, pequeña localidad de la Zona da Mata, de la que tomó posesión en abril de 1928.
El nuevo párroco decidió marcar el inicio de sus actividades con celebraciones especiales en honor de la Santísima Virgen, lo que disgustó a los numerosos protestantes de la ciudad, llevándolos a difundir un panfleto contra la devoción mariana. La reacción no se hizo esperar: el P. Julio María aprovechó la ocasión para publicar en el boletín local una respuesta categórica y muy fundamentada en las Escrituras y en la teología. Los católicos se emocionaron al ver el espíritu lúcido, decidido y militante de su líder y las posiciones se definieron. Buscando evitar polémicas, el periódico de Manhumirim le pidió al sacerdote que escribiera sobre otros temas… Fue entonces cuando decidió fundar un semanario católico, al que llamó El Luchador.
Como fruto de su celo apostólico, la iglesia se llenó enseguida de fieles, se incrementó la vida sacramental, las asociaciones católicas ampliaron sus filas y florecieron las obras sociales, como la construcción de escuelas, hospitales y asilos. Al mismo tiempo, el P. Julio María se dedicó a la fundación de dos prósperos institutos: los Misioneros Sacramentinos de Nuestra Señora, con la erección de un seminario apostólico, y las Hermanas Sacramentinas de Nuestra Señora.
Sus acciones no dejaron de suscitar amigos y adversarios… El 24 de diciembre de 1944 un accidente automovilístico puso fin a sus actividades en esta tierra, permitiéndole actuar aún más eficazmente junto a los suyos desde la eternidad.
Anhelos del corazón de un misionero
Sería demasiado narrar en este artículo toda la trayectoria del P. Julio María, en sus obras, luchas y dificultades. Nos gustaría más bien llamar la atención sobre una característica que en él destaca especialmente: su ideal misionero.
Registrados en su diario, los pensamientos de su corazón giraban en torno al deseo de salvar las almas, haciendo que el Señor reine sobre ellas por medio de su Madre Santísima: «Miro mi crucifijo y me quedo pensando que, en labios del divino Salvador, hay algo infinitamente agradable y triste; un eco de esta oración del Calvario: “¡Tengo sed!…”. Sed de esas pobres almas que viven y habitan lejos de Dios, lejos de toda práctica religiosa, en total ignorancia de la vida cristiana y de lo que sólo les puede conseguir la salvación».15
Llevado por tales deseos, el P. Julio hace un llamamiento a los hombres de su época que, no obstante, se puede aplicar con mucha razón al mundo de hoy día, más necesitado que nunca de misioneros de fuego que le restauren el precioso don de la fe: «Oh, jóvenes levitas, cuyas almas rebosan de abnegación y de entusiasmo, que a veces nos preguntan: ¿qué podemos hacer por Dios y por las almas? ¡Venid! Dad a Dios y a la Iglesia de Brasil vuestras fuerzas, vuestro celo y vuestras vidas, que harán brotar de vuestros pasos una mies digna de los Javier y de los Claver. ¡Tendréis que sufrir! […] Pero ¿qué importa el sufrimiento? Lo que importa es que Dios sea conocido, que las almas sean salvadas y que logremos la conquista del Cielo. ¡Morir! Pero lo que importa es una muerte que da la vida; es una tumba que conduce a la gloria. Padres, ¡os espero! ¿No os prometo sino cruces? ¡Oh, no! Os prometo más: sufrir y morir por Dios; ¡os prometo el triunfo!».16 ◊
Notas
1 DE LOMBAERDE, Julio María. Diário missionário. Belo Horizonte: O Lutador; 1991, p. 28.
2 Ídem, p. 20.
3 BOTELHO, SDN, Demerval Alves. História dos Missionários Sacramentinos. Belo Horizonte: O Lutador, 1994, t. I, p. 28.
4 Ídem, p. 30.
5 DE LOMBAERDE, op. cit., p. 79.
6 Ídem, p. 81.
7 BOTELHO, op. cit., p. 83.
8 DE LOMBAERDE, op. cit., p. 84.
9 Ídem, p. 85.
10 Ídem, p. 135.
11 Ídem, p. 244.
12 BOTELHO, op. cit., p. 92.
13 DE LOMBAERDE, op. cit., p. 259.
14 MIRANDA, SND, Antonio. Pe. Júlio Maria, sua vida e sua missão. 2.ª ed. Belo Horizonte: Imprensa Oficial, 1957, p. 210.
15 DE LOMBAERDE, op. cit., p. 234.
16 Ídem, p. 86.