Solemnidad de Todos los Santos – 1 de noviembre
Los pasajes de la Palabra de Dios elegidos por la Santa Iglesia para la liturgia de esta solemnidad pueden ayudarnos a contemplar la historia de una manera muy diferente a la aburrida sucesión de fechas y hechos que se enseñan en el colegio. Sí, porque ese gran proceso que se desarrolla bajo la mirada de Dios, desde la creación hasta el fin del mundo, tiene como eje precisamente a aquellos que hoy conmemoramos: los santos.
En la primera lectura, tomada del Apocalipsis, las palabras del ángel muestran cómo Dios adelanta o pospone su intervención —que deja cualquier «hazaña» humana a la altura de la más completa insignificancia— según estén preparados «los siervos de nuestro Dios» (7, 3), marcados en la frente con un misterioso signo.
Éste bien puede simbolizar el carácter de bautizados. Si supiéramos valorar debidamente el gran regalo de amor que el Padre nos ha dado, el de ser sus hijos (cf. 1 Jn 1), no temeríamos nada ni nos desanimaríamos ante las contrariedades que el mundo contemporáneo presenta a quienes aspiran a mantenerse fieles al llamamiento a la santidad inherente al sacramento del bautismo.
Aunque nuestra entrega a Dios esté amenazada en todo momento por las innumerables solicitaciones al mal que nos rodean, el salmo responsorial subraya que la bendición del Señor desciende sobre aquellos que tienen «manos inocentes y puro corazón» (23, 4). Si tratamos de ser así, formaremos parte del puñado de justos que desempeñan un papel determinante en las irrupciones divinas en los acontecimientos de la historia.
Dichos acontecimientos siempre conducen a la victoria del bien, a pesar de que las apariencias a veces indiquen lo contrario. El Cuerpo Místico de Cristo está llamado a crecer constantemente en gracia, como lo manifiestan las variadas y nuevas formas de santidad que ha generado a lo largo de los siglos. Y la unión entre la Iglesia militante y la Iglesia triunfante es la que impulsa tal progreso, por el cual, en el fin del mundo, la Jerusalén celestial descenderá a la tierra, haciendo que el tiempo dé paso a la eternidad.
¿Cómo participar en semejante maravilla? En este valle de lágrimas, eso es imposible sin grandes tribulaciones (cf. Ap 7, 14)… Pero en el Evangelio de hoy (cf. Mt 5, 1-12a), el divino Maestro nos enseña que, incluso en medio de las dificultades, aquellos que luchan con determinación, por amor a Él, ya experimentan aquí algo de la felicidad celestial, que los eleva por encima del común de los hombres.
El patrón de relaciones humanas que el Señor instauró en el sermón de la montaña contradecía radicalmente las costumbres de la Antigüedad, tanto la pagana como la hebrea. Sin embargo, el desapego de los bienes terrenales, el amor al sufrimiento, la mansedumbre, la sed de santidad, la misericordia, la pureza de corazón y tantos otros valores elevados por Él a la categoría de bienaventuranzas terminaron por impregnar de dulzura a la humanidad, hasta el punto de cambiar por completo su fisonomía.
Esta sublime invitación también resuena en nuestros oídos, instándonos a abrazar la santidad con el mismo fervor que llevó a la gloria celestial a tantos hermanos y hermanas que nos precedieron con el signo de la fe. Basta con confiar en la gracia recibida en el bautismo y aceptar todo lo que Dios desee de cada uno de nosotros. ◊

