Para muchos de nuestros contemporáneos, e incluso para algunos católicos, los santos parecen imponentes montañas de virtud, entes sobrehumanos, predestinados, separados de todo y de todos, inimitables por la grandeza aterradora de sus obras… Sin embargo, desde lo alto del Cielo, donde gozan de la bienaventuranza eterna, ¡cómo deben sonreír ante esa concepción tan poco veraz!
Hombres como todos nosotros, sujetos a las mismas necesidades, vicisitudes y miserias de la vida terrena, ¡cuánto tuvieron que luchar y ser apoyados para seguir con fidelidad el camino que la gracia les mostraba! He aquí una realidad que tendremos la oportunidad de conocer en el día del Juicio. Hasta entonces, vale la pena refutar algunas impresiones falsas con las que el demonio, el mundo o la pereza de nuestra carne pretenden empañar la memoria de estos hombres y mujeres ejemplares.
Una de las grandes mentiras vinculadas al recuerdo de los santos es la de considerarlos almas aisladas. Sí, eso mismo. Personas autosuficientes, que rezaban por los demás sin necesitar que lo hicieran por ellos, que convirtieron multitudes por sí solos y que practicaban la virtud sustentados por una peculiar predestinación divina…
Pues bien, a aquellos que erróneamente creen en tales suposiciones, les dedicamos la siguiente historia. Comienza a finales de 1147, en Alemania.
Fundación del monasterio de Bingen
Hildegarda, una abadesa mística, acababa de fundar el monasterio de Rupertsberg, a orillas del Rin, en un lugar que inmortalizaría su nombre: Bingen.
Sus escritos, de carácter profético, fueron aprobados por el Papa en el Sínodo de Tréveris en 1148 y, a partir de entonces, acudían a ella todos aquellos que buscaban luz y consuelo en medio de las tribulaciones de la vida. Así, Rupertsberg se convirtió enseguida en un verdadero centro de peregrinación para la cristiandad.
Colaboradores de una gran santa
A la sombra de la profetisa de Bingen crecían almas escogidas, suscitadas ciertamente por Dios para allanarle el camino, auxiliarla en sus tareas apostólicas y, por qué no, sostenerla en la virtud. Al fin y al cabo, Hildegarda era tan humana como cualquiera de nosotros, una mujer asaz débil y medrosa que recelaba de todo lo relacionado con la mística, incluso negándose durante décadas a revelar lo que vislumbraba en la «Luz Viviente».
Hoy sabemos que esta actitud reservada hacia sus propias visiones no se debía únicamente a su humildad. Hildegarda había recibido una educación deficiente en los rudimentos de la escritura y apenas dominaba la lengua teutónica, mucho menos la latina… Por ello, necesitó el apoyo de un confesor intrépido, piadoso e instruido para liberarse de los temores que le infundía lo desconocido, así como la compañía de una noble religiosa que le servía de confidente, secretaria y escribana. Bajo su supervisión, ambos trabajaron con ahínco en la elaboración de su primer libro, Scivias, ya fuera transcribiendo o corrigiendo la gramática de sus escritos, ya traduciendo o interpretando sus visiones, como ella misma menciona en el prólogo de la obra.1
Ahora bien, ¿quién era esa joven escogida?
Se trata de Richardis von Stade, descendiente de la poderosa familia de los margraves de Stade. Sobrina de Jutta von Spanheim, antigua maestra de Hildegarda, ingresó en el monasterio poco antes del traslado a Rupertsberg, habiendo sido su madre una de las mayores patrocinadoras de la empresa.
No tardó en surgir entre discípula y maestra una tierna afección, y «la santa le dio a Richardis la más alta muestra de su confianza al hacerla partícipe sin reservas de los sublimes secretos de su corazón y admitirla como compañera y ayudante en su obra».2 La joven seguidora se convirtió, por tanto, en algo más que una hija: una verdadera amiga, una compañera en las tribulaciones.
No obstante, esa dilección debía ser purificada de las manchas del egoísmo humano; y las pruebas enviadas por Dios a Richardis con tal objetivo fueron el preludio de una dolorosa melodía que el futuro reservaba a Hildegarda.
Un inesperado nombramiento
En 1151, una «elección» de dudosa legitimidad puso fin a tan elevada relación. Hildegarda recibió la comunicación de que Richardis había sido elegida para el cargo de abadesa de un convento donde nunca había vivido… Las autoridades eclesiásticas le ordenaban entonces que, obedeciendo a la práctica habitual, autorizara la salida de la monja hacia su nuevo destino: el monasterio de Bassum, en Sajonia.
¿Quién había orquestado tal elección? ¿Y a quién beneficiaría? ¿A la comunidad que elegía para sí a una desconocida? ¿A la joven e inexperta elegida, que ignoraba completamente el arte de lidiar con almas? ¿A los intereses de una familia poderosa y rica, que no necesitaba tales honores? Un caso extraño éste, en el que nobles, arzobispos y hasta el Papa intervinieron contra los propósitos de Hildegarda, a quien antaño habían apoyado con tanto ahínco…
Pues bien, sin comprender las razones que motivaron tal elección, y asistida por una gracia de discernimiento, la santa se sintió en la obligación de defender la vocación de su hija espiritual. Conocía claramente la voluntad divina con respecto a Richardis y, además, sabía que ésta tenía un papel indispensable en el cumplimiento de su propia misión. Por consiguiente, se negó a obedecer aquella orden.
Hildegarda contraataca
Como la ambición de la madre de Richardis pudiera ser la fuerza impulsora de tal nombramiento, le escribió en un tono duro e incisivo: «La dignidad abacial que deseas para ellas3 ciertamente, ciertamente, ciertamente no es la voluntad de Dios ni compatible con la salvación de sus almas. Por lo tanto, si eres la madre de estas hijas tuyas, ten cuidado de no convertirte en la ruina de sus almas, pues luego, aunque no lo desees, te lamentarás con amargos gemidos y lágrimas. Que Dios ilumine y fortalezca tu buen juicio y tu alma en el escaso tiempo que te queda por vivir».4
También recurrió al arzobispo de Bremen, hermano de Richardis, en términos conmovedores: «Escúchame, postrada a tus pies con lágrimas y quebranto […]: cierto hombre horrible apartó a nuestra queridísima hija Richardis de mi consejo y mi voluntad y de los de mis otras hermanas y amigos, separándola de nuestro claustro […]. Te ruego por aquél quien entregó su vida por ti, y por su nobilísima Madre, que me envíes a mi queridísima hija».5
Hildegarda incluso escribió al arzobispo de Maguncia, que bruscamente le había ordenado que permitiera la salida de Richardis: «Estas causas que acerca del derecho de esta doncella se han alegado, ante Dios son inútiles. […] El Espíritu de Dios dice en su celo: “¡Oh pastores, lamentaos y llorad en este tiempo, porque no sabéis lo que hacéis cuando desparramáis los cargos constituidos por Dios en función de las oportunidades de lucro”».6 Y, en una carta posterior, llegó a anunciarle al prelado su cercana muerte. «El cielo de la venganza del Señor se ha abierto […]. Pero tú, levántate, porque tus días son breves».7 Depuesto del arzobispado en 1153 —entre otras razones, por malversación de fondos—, falleció pocos meses después de leer la profética misiva.
Haciendo un último esfuerzo, Hildegarda apeló al romano pontífice, pero todo fue en vano: los hombres habían decidido que Richardis debía seguir su camino lejos de ella, a pesar de que Dios mismo había unido sus vías.
Si bien que el golpe final estaba por llegar. El paso decisivo hacia la separación vendría de quien la santa abadesa menos esperaba: la propia Richardis…

Santa Hildegarda recibe una comunicación sobrenatural en presencia de su confesor y Richardis – Biblioteca Estatal de Lucca (Italia)
¿Ser un sol o un simple reflejo de él?
Ante una situación tan compleja, Richardis encontró la gran encrucijada de su vida: aceptar el cargo de abadesa por amor a sí o renunciar a él por amor a Dios y a su madre espiritual, Hildegarda.
Presionada por todos, y quizá con más impetuosidad aún por los primeros destellos de la ambición, acabó aceptando el cargo. Parece que ya no le bastaba con figurar en el firmamento de la Iglesia como una estrella iluminada por la gloria de Hildegarda… Richardis deseaba brillar por sí misma, ser un sol y no solamente un hermoso reflejo de él.
Así pues, en una despedida que imaginamos dramática, abandonó a su superiora y partió rumbo al monasterio de Bassum.
Lejos de Hildegarda, la muerte
El desconsuelo se apoderó entonces de Hildegarda con una vehemencia inusual, porque su estima por Richardis se basaba en una revelación divina. De hecho, había conocido la misión de su pupila en una visión y Dios las había unido de tal manera que su partida fue como si le hubieran arrancado el corazón: «¡Ay de mí, madre, ay de mí, hija! ¿Por qué me abandonaste como a una huérfana? Amé la nobleza de tus costumbres, tu sabiduría y tu castidad, tu alma y toda tu vida […]. Ahora que se golpeen en el pecho conmigo todos los que tienen un dolor semejante al mío, los que poseyeron en el amor de Dios tal caridad en su corazón y en su espíritu hacia una persona, como yo la tuve contigo; y que de repente les fue quitada, como tú fuiste separada de mí».8
Pasaron los meses y el distanciamiento se hizo definitivo…, eterno. Arrepentida de su error y, sin duda, sopesando las repercusiones de su acto —que supondría un obstáculo para el pleno cumplimiento de la misión de su fundadora—, Richardis deseó con lágrimas regresar con ella; sin embargo, la muerte se lo impidió. La abadesa de Bassum falleció el 29 de octubre de 1152. Ni siquiera había transcurrido un año desde su salida de Rupertsberg.
Una obra incompleta para siempre…
La complejidad de las revelaciones con las que la Providencia iluminaba el espíritu de Hildegarda requería un alma par, capaz de «traducir» tales comunicaciones sobrenaturales en enseñanzas vivas para los siglos venideros. Quien haya entrado en contacto con las obras de esta elocuente doctora de la Iglesia habrá sentido la falta de tal complemento: visiones de difícil comprensión o de sentido inextricable para quien no está habituado a la relación con el Cielo; un lenguaje cautivador, pero a menudo oscuro, alejado de la realidad… ¡Qué diferentes serían esos escritos si hubiera una pluma que los transcribiera, un corazón capacitado que explicitara sus misterios!
A partir de ese lamentable episodio, la vida de Hildegarda nunca volvió a ser la misma. La cruz que cargaba, ya tan pesada por su carácter profético, se volvió aún más penosa. Necesitaba algo tan humano como una amistad que, purificada de todo egoísmo, la auxiliara a cumplir plenamente su llamamiento. Así, el lugar imprescindible de Richardis nunca fue enteramente ocupado…9
Que su vida nos sirva, al menos, de ejemplo: en el camino de la santidad, nadie está exento de cumplir una misión junto a sus hermanos bautizados y puede ser que la cruz que hoy nos negamos a llevar se vuelva un peso aún mayor para otras almas en el futuro… ◊
Notas
1 Cf. Santa Hildegarda de Bingen. Scivias. São Paulo: Paulus, 2015, p. 98.
2 Herwegen, Hildephonse. «Les collaborateurs de Sainte Hildegarde». In: Révue Bénédictine. Abbaye de Maredsous. Año XXI. N.º 1 (1904), p. 305.
3 Santa Hildegarda se refiere a Richardis y a su sobrina Adelheid, también nombrada abadesa de un monasterio.
4 Santa Hildegarda de Bingen. «To the Margravine Richadis». In: The Letters of Hildegard of Bigen. Oxford: Oxford University Press, 2004, t. iii, p. 120.
5 Santa Hildegarda de Bingen. «Carta a Hartwig, arzobispo de Bremen, entre 1151 y 1152». In: Cartas de Hildegarda de Bingen. Epistolario completo. Buenos Aires: Miño y Dávila, 2015, t. i, pp. 71-72.
6 Santa Hildegarda de Bingen. «Carta a Enrique, arzobispo de Maguncia, año 1151». In: Cartas de Hildegarda de Bingen, op. cit., p. 100.
7 Santa Hildegarda de Bingen. «Carta a Enrique, arzobispo de Maguncia, año 1153». In: Cartas de Hildegarda de Bingen, op. cit., p. 102.
8 Santa Hildegarda de Bingen. «Carta a la abadesa Ricarda de Bassum, entre 1151 y 1152». In: Cartas de Hildegarda de Bingen, op. cit., pp. 195-196.
9 Hildegarda gozó de la amistad espiritual de varias religiosas y monjes, que la auxiliaron en las mismas tareas hasta el final de sus días; no obstante, en ninguno de ellos la santa vislumbró la predilección divina que se posaba sobre Richardis.

