Cuando el Imperio romano se desmoronaba y las invasiones bárbaras sacudían el mundo, Dios suscitó una virgen valiente y confiada, que derrotó a Atila con las armas de la fe y, al mismo tiempo, meció en sus brazos la civilización que nacía bajo el signo de la cruz.
Corría el año 423, período conturbado, plagado de guerras y hostigamientos, en el que una civilización agonizaba en sus últimos estertores.1 El Imperio romano, otrora casi indestructible, amaga desplomarse bajo el furor de las invasiones bárbaras. Entre acuerdos y maniobras militares, se había logrado un tiempo de paz; pero la vida que fluía por sus venas ya no era la misma. En su territorio se habían establecido esos pueblos usurpadores y, aparentemente apaciguados, seguían siendo una constante amenaza.
En la Galia, de momento igualmente pacificada, nace una niña. Como muchas vocaciones providenciales, es hija de la espera, de la oración y de la promesa. Gerontia y Severus hacía algunos años que se habían casado y le pedían al Cielo la dádiva de convertirse en padres. El nombre de la pequeña, para unos, Janua nova, Puerta nueva; para otros, basado en la raíz de la lengua celta, Geno eff, Boca del cielo. Aunque no sepamos a ciencia cierta la etimología de su nombre, la realidad histórica muestra que Genoveva fue, de hecho, una «puerta» por la que habría de empezar una nueva era y, por su santidad, la «boca» por la cual el Cielo habló.
Escogida por Dios a una edad temprana
Severus había ocupado, en su juventud, un alto cargo en el ejército romano en tierras galas, aunque fuera de origen germánico. Gerontia era hija del comandante, también bárbaro, bajo cuyas órdenes Severus luchaba. Profundamente católicos, sin mezcla de arrianismo —herejía que aún asolaba aquella época—, la fe era un importante factor de unión entre los dos. Habiéndose retirado para cuidar de sus bienes en Nanterre, cerca de Lutecia, la actual París, Severus recibió el influyente puesto de administrador del imperio en la región.
Fue entonces cuando Genoveva vino al mundo. Su infancia transcurrió en la serenidad y la inocencia de la vida en el campo. Cierto día —tendría alrededor de 7 años— un gran alboroto se apoderó de la aldea, a la vista de un acontecimiento inesperado. Descendiendo por el Sena en una pequeña flota, dos obispos hicieron un alto en aquellas tierras. San Germán de Auxerre y San Lupo se dirigían, por mandato del Papa San Celestino, a Bretaña para combatir a los herejes pelagianos, que con sus errores arrastraban a los fieles.
Una muchedumbre los esperaba a orillas del río, para recibir su bendición y acompañarlos hasta la iglesia. Añorado tiempo en el que un pontífice santo encargaba a dos prelados santos defender la ortodoxia de la doctrina; y ellos, conscientes de que nada podían sin la gracia de Dios, concebían sus paradas no solamente para reponer energías, sino sobre todo para implorar, ante el Altísimo, luces y fuerzas para el cumplimiento de su misión.
Severus y Gerontia, autoridades civiles de aquel lugar, fueron sus anfitriones; también la pequeña Genoveva, entusiasmada entre el pueblo, acompañaba a los santos obispos. Antes de llegar a la iglesia, San Germán fijó la mirada en la niña e, interrumpiendo la marcha, preguntó a la asistencia:
—¿Cómo se llama esta jovencita?
«Genoveva», le respondieron varios; «es la hija de Severus y Gerontia», añadieron otros. Lo que San Germán contempló sobrenaturalmente, nadie lo sabe. Pero lo cierto es que el Espíritu Santo le reveló que la voluntad del Señor reposaba sobre la niña de forma especial y le había reservado un futuro grandioso.
—¿Es vuestra hija? —le preguntó al matrimonio—. ¡Felices sois vos que engendrasteis tan venerable descendencia! Los ángeles del Cielo celebraron su nacimiento alegres y exultantes. Ella será grande ante el Señor.
La pequeña se adelantó y el obispo le puso la mano sobre su cabeza.
—Genoveva, hija mía, ¿quieres consagrar tu virginidad a Dios y sólo a Él entregarle tu corazón?
—Sí, padre mío.
Y, en una profecía que resumiría el largo itinerario de Genoveva en esta tierra, San Germán prosiguió:
—El Señor dará poder y fuerza a tu ímpetu.
Al día siguiente muy temprano, Severus entró en la habitación de su hija para despertarla: San Germán y su comitiva se marchaban y el obispo deseaba verla antes de emprender el viaje. Genoveva se levantó presurosa y, ante el prelado, prometió una vez más consagrar su virginidad. Su padre, al besar el anillo episcopal de San Germán, le expresó su dolorido consentimiento de entregar a Dios a su niña, más valiosa que un tesoro.
Incomprensión materna y castigo divino
En su casa, no obstante, les aguardaba una tempestad… Gerontia, que no acompañó a su esposo para la despedida y ni siquiera se enteró de que Genoveva había salido, no vio con buenos ojos la llegada de ambos. En tono malhumorado, le indagó a su hija:
—¿Dónde estabas?
—Con los santos obispos, madre.
—¡¿Y con autorización de quién?!
—Germán quiso ver a nuestra hija antes de partir, para confirmar la promesa que ella le había hecho ayer — le explicó su esposo, que debía salir para cumplir con sus obligaciones.
Rayos y truenos cayeron entonces sobre la pequeña.
—¡Mírame! ¿Qué has conspirado con tu padre? ¿Qué te han dicho los obispos? Quiero saberlo. ¡Venga, habla!
Genoveva, que jamás había visto a su madre en tal acceso de cólera, intentaba explicárselo, pero Gerontia se negaba a comprenderlo y rompió en llanto. Apelando a los tiernos sentimientos de Genoveva, la estrechó entre sus brazos con cariño. Había esperado tanto tiempo para ser madre y no quería perder ahora a su hija. Con delicadeza, la niña se desprendió de ella y se dirigió hacia la puerta, pues las campanas de la iglesia llamaban para el oficio. Sin embargo, olvidándose del afecto que hacía unos instantes le había manifestado, su madre, enormemente enojada, intentó detenerla; y he aquí que se cae como aniquilada: se había quedado ciega.
Pese a su corta edad, la niña lucharía por mantener su palabra y, no obstante las sucesivas agresiones e improperios de su madre, se mantuvo firme. Según su más antigua biografía, los padres de Genoveva comprendieron que Dios había castigado a Gerontia por haberse vuelto indigna de ser llamada cristiana, al oponerse a la vocación de su hija.
Aurora de una vida de prodigios
Había transcurrido un año desde aquel día terrible. La infeliz mujer fue examinada por los médicos, pero sus ojos estaban sanos y nada explicaba que no pudiera ver. Una mañana, le pidió a su hija que recogiera agua de un pozo que, desde tiempos inmemoriales, tenía efectos curativos. Arrodilladas, madre e hija le rogaron al Cielo un milagro. Genoveva trazó la señal de la cruz sobre el agua y se la dio a su madre para que se lavara. Al abrir los ojos, Gerontia vio cómo las tinieblas se habían disipado y contempló la figura de su hija, crecida y fuerte. A partir de aquel momento, nunca más se opuso a su vocación.
Este era el primer milagro que Dios obraba por las manos de Genoveva, dando comienzo a una vida sembrada de hechos sobrenaturales, milagros, curaciones y exorcismos que se prolongarían hasta su muerte.
Años más tarde, adentrando en la juventud, se consagró efectivamente a Dios, uniéndose al conjunto de las vírgenes de Nanterre. Empezó a vivir en una cueva en las proximidades de la casa de sus padres, a quienes visitaba con cierta regularidad hasta el fallecimiento de ambos, ocurrido cuando ella tenía cerca de 17 años.
Humillaciones y pruebas: Lutecia la rechaza
Con la dolorosa pérdida de sus padres, una nueva etapa se abría para Genoveva, en la cual iniciaría, de hecho, su misión. Debido a su joven edad, se vio obligada a dejar su tierra natal y mudarse a Lutecia, donde su tía paterna, y también madrina de Bautismo, la acogería.
La virtud que la distinguía pronto arrojaría sus rayos sobre aquellos a quienes tendría, de ahí en adelante, como conciudadanos. Visitaba a los enfermos, se preocupaba por los afligidos y distribuía generosamente su fortuna entre los más necesitados; para todos tenía una palabra amable y una sonrisa acogedora, que revelaban la santidad que inundaba su alma.
Sin embargo, la envidia empezó a corroer el corazón de varios. Las virtudes excelsas son, vía de regla, difíciles de imitar; en algunos causa admiración y en otros el deseo de destruir. Así pues, algunas personas malvadas empezaron a difundir las sospechas más infamantes sobre la virgen de Nanterre.
Se multiplicaban las acusaciones: al ser de origen bárbara —y no galo-romana—, sin duda sería una espía de los invasores, que entregaría la ciudad al enemigo; la liberalidad en dar limosna probaba sus malas intenciones, porque así compraba la simpatía de los más humildes; además, su hipocresía llegaba a tal punto que no portaba dignamente el velo de las vírgenes, llevando una vida terriblemente disoluta. Y, como suele suceder en estos casos, no faltaron presuntos testigos de tales pecados…
Cuando salía a la calle, recibía injurias y a veces hasta pedradas. En la pared de su casa, escribieron: «Vade retro Genovefa». De hecho, el pueblo de Lutecia ya no la quería e iba a expulsarla.
San Germán defiende su integridad
He aquí que una pequeña flota cruzaba el Sena y aportaba en Lutecia. Una vez más San Germán, ya avanzado en años, se dirigía a Bretaña para combatir a los pelagianos, que habían renacido. El pueblo lo recibió y lo puso al tanto de los horrores que se le imputaban a la hija de Severus. Interiormente, San Germán se estremeció. ¿Acaso aquella pequeña tan angelical había perdido, de hecho, su inocencia? Hacía más de quince años que no la veía y ni siquiera sabía que vivía en esa ciudad.
Emocionado, le contó a la muchedumbre cómo la había conocido y visto místicamente el designio que flotaba sobre la niña; y cómo se había consagrado desde su infancia. Entonces se dirigió a la iglesia donde Genoveva se encontraba rezando. La encontró arrodillada y, al verla, el discernimiento con que leía los corazones le mostró que era íntegra y pura.
Desde ese día, los ánimos se calmaron en Lutecia. Si bien que una tempestad aún más grande se estaba gestando.
Santa Genoveva libra París del ataque de los hunos
Galia estaba oprimida por todos lados por las contiendas de los pueblos invasores; y esto no era una novedad. Pero en esta ocasión el enemigo más temible se aproximaba: Atila, el rey de los hunos. El Sábado Santo del 451, se apoderaba de Metz y ya se encontraba cerca de Soissons, a 100 kilómetros de Lutecia. Todos los días, decenas de refugiados llegaban apavorados a esta ciudad huyendo de las regiones conquistadas. El terror de los parisinos era creciente, hasta el punto de que ellos mismos empezaban a recoger sus pertenencias y prepararse para escapar de la ciudad.
La única que se mantenía confiada era Genoveva.
Junto a sus conciudadanos, completamente irrazonables por el miedo, empezó a actuar. Trató de persuadir en primer lugar a las damas sobre la conveniencia de rezar e implorar el auxilio de Dios, sin que se dejaran vencer por la desesperación. Las invitaba a la oración, les inspiraba serenidad y les pedía que convencieran a sus maridos. Aunque éstos, una vez más, se levantaron contra ella y decidieron ponerle fin a su vida.
«Atila no nos atacará; no se acercará a París», decía Genoveva. Nadie sabía de dónde le venía tanta certeza; el hecho es que su santidad la hacía abandonarse sin recelos a la Providencia divina. Durante la batalla, que se daba no lejos de allí, ella rezaba y, vacilando entre la confianza y la desesperación, el pueblo amontonaba a las puertas del recinto sagrado las piedras con las cuales, si Atila triunfara, mataría a Genoveva como venganza.
Tras duros momentos de incertidumbre, el vigía, apostado en lo alto de la montaña, encendió una hoguera: ¡Era la señal de que estaban salvados! El pueblo se dirigió a la iglesia donde estaba Genoveva y la condujo triunfante por la ciudad. Su escudo más eficaz había sido la fe de aquella virgen.
Siglos más tarde, la Iglesia también alabaría con admiración a aquella que salvó, en París, la religión y el Estado: «Cuando las hordas terribles de los hunos asediaban París, la santa virgen Genoveva, que tenía sus delicias en la continua oración y áspera penitencia, atendió según sus fuerzas y con admirable caridad a las necesidades corporales y espirituales de sus conciudadanos».2
Indispensable papel en el nacimiento de la Hija primogénita de la Iglesia
Desde aquel memorable día, habían pasado décadas. Genoveva habría traspuesto el umbral de los 70 años; en sus ojos, no obstante, la misma fortaleza de alma traslucía. Se había convertido en madre y protectora de aquel pueblo, había asistido a la caída gradual y definitiva del Imperio romano, había mantenido una sabia diplomacia con los francos. Clodoveo, que había subido al trono después de Childerico, venía extendiendo poco a poco su reino y pensaba que, como su padre, lograría conservar buenas relaciones con Genoveva. Sin embargo, ella decidió cerrarle las puertas de Lutecia al soberano pagano. Así como había protegido la ciudad de la devastación, velaba ahora por su fe. Y París, en Santa Genoveva, resistió durante diez largos años.
Clodoveo, perdió la paciencia y sitió a la ciudad. Le restaba la muerte o la rendición deshonrosa. Entonces, en una noche sin luna, la venerable anciana ordenó que algunas barcas subieran el Sena, en una navegación dificultosa, y fueran hasta la ciudad vecina a buscar suministros, burlando la vigilancia enemiga. A su regreso, cuando el viento amenazaba con volcar a una embarcación, una orden suya restituyó las aguas a la tranquilidad. Una vez en la ciudad, administró los víveres con sabiduría, repitiendo la empresa de tal modo que hizo posible la supervivencia al cerco durante un año entero.
Clodoveo, interesado en otras tierras, trasladó finalmente su ejército a otras batallas y dejó París libre. Tiempo más tarde, en el 496, el rey franco gobernaba en casi toda la Galia: le quedaba únicamente la antigua Lutecia. Entonces le envió emisarios a Genoveva, quien respondió: «Que se convierta al cristianismo y París le abrirá sus puertas».
Molesto por el rechazo, Clodoveo se marchó a la guerra contra los alamanes. En un momento de extrema dificultad, le rezó al «Dios de Clotilde», su esposa —que no era otro sino el «Dios de Genoveva»—, haciendo votos de bautizarse si obtuviera la victoria. De manera milagrosa, la balanza se inclinó hacia su lado… A la vuelta del combate se encontró con las puertas de Lutecia abiertas y la ciudad engalanada: el pueblo lo recibió entre aclamaciones y Genoveva, por fin, la entregó al rey recién convertido.
En los brazos de la venerable anciana surgía una nueva civilización, marcada por el signo de la cruz y lavada por las aguas del Bautismo, a la que entregaba, como el más precioso tesoro, la llama encendida de su propia fe. La Francia católica nacía sobre su abandono y confianza en Dios, sobre su intransigencia y fidelidad a la Iglesia: sería ese el camino seguro que llevaría a las futuras naciones católicas la felicidad y la paz. ◊
Notas
1 Los datos históricos y biográficos del presente artículo están basados en: VIE DE SAINTE GENEVIÈVE: SC 610; SCHMIDT, Joël. Sainte Geneviève: la fin de la Gaule romaine. Paris: Perrin, 2012.
2 PÍO XII. Evangelii præcones, n.º 34.
La historia de Santa Genoveva, nos remite, una vez más, al camino marcado por Dios al hombre, para transitar por esta vida con paz. Es el camino De la Iglesia de Cristo, del Bautismo, la Fe y la Confianza; es el camino de la oración, penitencia y caridad, predicado y vivido por Los Santos que, con su ejemplo, fueron la avanzadilla para fortalecernos en la Fe y , de ese modo, hacernos partícipes en la construcción de sociedades más santas .
Sin Dios , solo hay guerra, muerte, desolación y tinieblas; con Dios, Luz y Vida, porque El es el único Señor , ante el que toda rodilla se doblará, sean naciones o Reyes.