Hija y esposa de monarcas, aclamada como reina y emperatriz… Su vida, no obstante, más que un cuento de hadas fue un compendio del heroísmo de los combatientes, de la resignación de los mártires y de la astucia de los buenos estadistas.
A menudo, ciertas enseñanzas del Evangelio son objeto de mayor atención y devoción que otras, hasta el punto de que algunas casi que caen en el olvido hoy día.
La vida de Santa Adelaida nos recuerda una de esas verdades proclamadas por el divino Salvador, manso Cordero que se dejó inmolar en la cruz, pero también modelo perfecto de quienes deben ser prudentes y astutos como las serpientes.
Nacida en «cuna de oro»
Podemos decir que Adelaida nació en cuna de oro, el 27 de junio del 931, pues era hija del rey de Borgoña, Rodolfo II, y de la reina Berta de Suabia. La Providencia, que le había reservado una grandiosa misión, la colmó de dones, los cuales haría rendir generosamente, marcando la Historia con un brillo hasta entonces inusual para una dama.
Aunque se conoce poco de su infancia, no es difícil conjeturar que tuvo una preparación de enorme valía para el duro combate que sería su vida: además de recibir una santa educación según las costumbres de la fe, aprendió a hablar fluidamente francés, tudesco y latín, habilidades que la convirtieron en una mujer extremadamente culta para su tiempo.
El punto final de esos años tranquilos y felices llegó con la muerte de su padre, en julio del 937. El hermano pequeño, Conrado, fue enviado a Germania; por su parte, la viuda y la niña tuvieron un destino muy distinto: el rey Hugo de Italia, ambicionando ciertos beneficios políticos, envió emisarios a Borgoña para forzarlas a que abandonaran sus posesiones y se establecieran en la corte italiana, en Pavía. Así, la reina Berta fue obligada a casarse con él, mientras que Adelaida quedó prometida en matrimonio con el príncipe Lotario, hijo de Hugo.
Joven reina de Italia
Fue entonces cuando la niña tuvo los primeros choques con el mal. En la nueva corte imperaba el vicio, el impudor y las uniones ilegítimas; violencia, intrigas y luchas por el poder estaban a la orden del día. La reina Berta fue despreciada enseguida por sus hábitos cristianos y, para protegerse del desagrado del rey, abandonó a su hija en Italia, yendo a refugiarse con su hijo Conrado.
Adelaida se quedó sola en Pavía, verdaderamente cual oveja en medio de lobos… Sin embargo, Dios saca un gran bien de esa desafortunada situación en la cual su virtud sería tan probada: al contraer nupcias con Lotario II, empezó a formar parte de la línea sucesoria de la corona italiana.
El joven príncipe, de temperamento opuesto al de su padre, se mostró fiel y dedicado, colmando a su esposa de riquezas y completando de modo refinado su educación.
A la muerte del rey Hugo, Adelaida se convirtió en reina de Italia con tan sólo 18 años. El rey Lotario le dio el título de «consors regni», es decir, partícipe de su soberanía, y le donó tierras y fortunas a fin de ratificar tal prerrogativa.
¿Por ventura la fama y el dinero la desviarían del camino de la virtud que había andado desde su infancia? De ninguna manera, pues había hecho un tesoro en lo alto, adonde no se acercan los ladrones y ni la polilla lo roe (cf. Lc 12, 33). Pronto pasaría a ser admirada por sus súbditos, tanto por la dulzura del trato como por la sabiduría de las decisiones, siempre conciliando la benevolencia con la grandeza y la dignidad de su posición.
Como regente oficial, respetada por todas partes, confirmó el poder de nobles y prelados, haciendo varias concesiones de sus bienes a monasterios e iglesias. Consciente de su papel en la unificación del reino, pretendía consolidar con esas donaciones alianzas con la élite política y con altas personalidades eclesiásticas, situación que más tarde le salvaría la vida.
Viuda… y nuevamente secuestrada
La historia medieval está cuajada de episodios a menudo no explicados enteramente. La muerte del rey Lotario es uno de ellos. El joven monarca expiró en los brazos de Adelaida a finales del año 950, presumiblemente envenenado por el margrave de Ivrea, Berengario II, que ambicionaba la corona real.
De nuevo Adelaida se encontró sola, «sin más alivio que el de las lágrimas, sin otro consuelo que su propia inocencia, confiando nada más que en Dios».1 Debiendo velar por el futuro de su pequeña hija Emma, se marchó de Turín, donde Lotario fue enterrado, hacia la ciudad de Pavía.
No obstante, Berengario envió a sus emisarios para que la secuestraran y estuvo prisionera en la región del lago de Garda. Mientras el margrave de Ivrea se autoproclamaba rey de Italia, Adelaida sufría injurias y malos tratos, según narra San Odilón, su primer biógrafo: «Esta inocente cautiva era angustiada por diversas torturas; le arrancaban el cabello; le golpeaban frecuentemente con puñetazos y patadas».2
Con el objetivo de legitimarse en el trono, el usurpador le ofreció a Adelaida que se casara con su hijo Adalberto como precio por su libertad. Sin embargo, ella demostró en la prisión toda la intrepidez altanera de sus virtudes, la firmeza de sus principios y su fuerza de alma, rechazando las infames proposiciones de su enemigo y confiando en aquel que «humilla el canto de los tiranos» (cf. Is 25, 5).
Huida en el momento adecuado, hacia el lugar adecuado
Adelaida aceptó con resignación de mártir sufrimientos e injurias, pero no de brazos cruzados… Valiéndose de aquellas armas espirituales defensivas y ofensivas de las que nos habla el Apóstol (cf. 2 Cor 6, 7), urdió un medio para escapar de la prisión. La huida ocurrió de un modo tan sigiloso que Berengario sólo lo supo cuando ella ya había alcanzado la fortaleza de Canossa y se encontraba a salvo bajo la protección del conde local, del obispo de Reggio y del Romano Pontífice.
Tal vez ese haya sido uno de los episodios más bellos de la vida de Santa Adelaida, pues en él brilló de manera especial su audacia y prudencia, virtudes por las cuales, despreciando obstáculos y peligros, fue capaz de escapar en el momento adecuado, hacia el lugar adecuado.
En la fortaleza de Canossa, la reina elaboró planes osados, llamando en su auxilio al rey germano Otón I. Mientras lo esperaba, vio cómo se desmoronaba el exiguo cerco montado por el inicuo Berengario, cuyas esperanzas de recuperar a su cautiva fueron completamente eliminadas con la llegada de Otón. Éste restableció el orden, obligando a las tropas enemigas a retirarse de inmediato.
Poco después, Otón contrajo matrimonio con Adelaida y fue coronado rey de los lombardos. A partir de entonces, ella comenzaría a cumplir una de sus más importantes misiones, por la cual sería recordada para siempre en la Historia como la mujer cuya virtuosa y sagaz actuación hizo de Otón un emperador, para beneficio de la fe católica en toda la cristiandad de la época.
La consolidación del poder
Los años siguientes fueron de intensa actividad. La acción de Santa Adelaida se extendió a todos los estratos sociales, empezando por su propia familia, deshaciendo diversas animosidades. Concedió un magnánimo perdón a Berengario, cuando éste así lo pidió, e incluso permitió que el conculcador administrara el reino de Italia, puesto que el matrimonio se encontraba instalado en Germania.
Con verdadero tino político, ella consolidó el poder de la dinastía otoniana, usando sus riquezas para establecer relaciones amistosas y ampliar los dominios de la Iglesia. Ejerciendo fuerte influencia en las decisiones del rey, favoreció de modo especial a los monasterios e iglesias fundados por los monjes de Cluny, con el objeto de fomentar la reforma de las costumbres y la formación religiosa de sus súbditos.
Nadie daba mejor ejemplo de desprendimiento y de pudor en la corte que la propia reina, que se vestía sobriamente y reprimía cualquier forma de adulación y ostentación en sus cortesanos.
En el 955 tuvo la alegría de dar a luz al sucesor de la corona, Otón II. En agosto de ese mismo año, su marido derrotó a los húngaros, aún paganos, en la histórica batalla de Lechfeld, combatiendo en primera línea y empuñando una de las más valiosas reliquias de la cristiandad, que había acompañado a Adelaida desde su infancia: la sagrada lanza, símbolo del poder real y divino.
Unos años más tarde, una inesperada situación favorecería la gloriosa ascensión de Otón y Adelaida a la condición de emperadores.
La primera emperatriz de Occidente
Como regente de Italia, Berengario se había transformado en un tirano cruel, espoliador de la nobleza local y violento en sus deliberaciones y mandatos. Al clamor general del pueblo, indignado por sus excesos, se juntó la petición de auxilio dirigida a Otón por parte del Romano Pontífice.
Camino de Roma, Adelaida hizo coronar a su hijo de tan sólo 6 años como corregente, en la catedral de Aquisgrán, en memoria del emperador Carlomagno, a fin de fortalecer de esta manera la línea sucesoria de su dinastía.
Finalmente, en la simbólica fiesta de la Purificación de María, el 2 de febrero del 962, Otón y Adelaida fueron coronados emperadores por el Papa Juan XII. Cabe señalar que fue ella misma quien ideó el ceremonial de su coronación, pues hasta ese momento ninguna mujer había alcanzado tal dignidad en Occidente.
De hecho, con Santa Adelaida es cuando nace el papel de la emperatriz en el gobierno y en el ejercicio del poder. Su nombre constará en casi todos los documentos oficiales del imperio y ella misma emitirá decisiones, demostrando siempre liberalidad y siendo incansable mediadora entre el pueblo y la corona.
Demostró ser eximia en el ejercicio de la justicia, incluso cuando Dios puso en sus manos al infame Berengario. El secuestrador y tirano de otrora se convirtió en prisionero de quien antes había oprimido, terminando sus días en cautiverio.
Un enemigo en su propia familia
La santa emperatriz se preocupó en garantizar la estabilidad del imperio en la persona de su hijo, llevando a cabo los acuerdos necesarios para el casamiento de Otón II con la princesa bizantina Teofanía. Durante la ceremonia, realizada en la Basílica de San Pedro y oficiada por el Papa, los novios fueron coronados y asociados al imperio como sucesores del matrimonio reinante.
No obstante, con la muerte de Otón I los días felices del gobierno se acabaron. Transcurridos unos años, Adelaida se vio obligada a huir de la corte de su propio hijo, porque su nuera, movida quizá por la envidia, había estado trabajando malvadamente para inculcar en Otón II una profunda aversión hacia su madre.
El amor materno llevaría a Santa Adelaida a rezar por su hijo hasta conseguir su arrepentimiento y conversión, tiempo después. En señal de gratitud y tal vez en cumplimiento de una promesa, envió a la tumba de San Martín uno de los mantos de Otón, ricamente bordado, con el siguiente mensaje: «Acepta este pequeño obsequio, sacerdote del Señor, que te confía Adelaida, esclava de los siervos de Dios; por su naturaleza, pecadora; por la gracia de Dios, emperatriz».3
Teofanía, no obstante, será incapaz de admirar la santidad de su suegra… Cuando Otón II murió, después de una fallida campaña militar, se mostró deseosa de ejercer el mando y, contradiciendo la política utilizada por Adelaida, instigó la división en la corte, promovió guerras infructuosas y puso en grave riesgo la unión del imperio. Hizo coronar a su hijo Otón III, por entonces un niño de sólo 3 años, pero meses después éste fue secuestrado por un pariente —Enrique II, duque de Baviera, llamado el Pendenciero—, tras un fracasado intento de usurpar el trono. La paz no se restableció hasta que la propia Adelaida recuperó al muchacho, valiéndose de la vasta red de amistades tejida a lo largo de los años.
Al ser el pequeño Otón incapaz de gobernar todavía, Teofanía asumió la regencia, ejerciendo el poder hasta su muerte, el 15 de junio del 991. Expiró obstinada en la enemistad con su suegra; solamente tenía 31 años.
Amiga del combate y de la osadía
Le cupo a Santa Adelaida servir como regente del imperio hasta que su nieto alcanzó la edad necesaria para gobernar. Tras encaminarlo con éxito hasta el trono, pudo disfrutar con alegría, por fin, del fruto de años de luchas y sufrimientos, viendo al imperio unido y estable, cimentado por su eficaz audacia e incansable caridad. Entonces se retiró a un monasterio, deseosa de prepararse en el recogimiento y en la oración para el encuentro con el Señor. Fue en esa época cuando decidió contar su vida a cierto monje de Cluny, el futuro abad San Odilón.
Amiga del combate y de la osadía, pero consciente de su propia debilidad, Santa Adelaida supo encontrar coraje en aquel que derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, y por eso jamás se desanimó ante las dificultades. En los días de lucha en los que vivimos, más de un milenio después de su muerte, su ejemplo continúa animándonos en esa sublime vía de heroísmo —¡la confianza!— reservada a los hijos de la luz, «pecadores por naturaleza, pero por la gracia soldados intrépidos de la Santísima Virgen».4 ◊
Notas
1 SEMERIA, Giovanni B. Vita politico-religiosa di Santa Adelaide. Torino: Chirio e Mina, 1842, p. 13.
2 SAN ODILÓN. Epitaphium Adalheidæ Imperatricis, n.º 3: PL 142, 971.
3 Ídem, n.º 18, 979.
4 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «Santa Adelaide: pecadora por natureza, imperatriz pela graça». In: Dr. Plinio. Año XVI. N.º 189 (dic, 2013); p. 31.
Santa Adelaida ruega a Dios y a María Santísima por nosotros,para tener la confianza necesaria al tomar las decisiones correctas en las dificultades que se nos presentan en el camino de nuestra vida