El cardenal Sarto se dirigió hacia el cónclave convencido de que un gran pontífice sucedería a León XIII y se impondría, sobre todo, por su santidad. La idea de que fuera él mismo estaba muy lejos de sus pensamientos…
Son muchos los que se engañan cuando consideran a los santos, pensando que son personas fuera de lo común, predestinados, estrellas que centellean en el cielo, mientras que nosotros, «pobres mortales», estamos como señalados a vivir en la tierra, sin tener la posibilidad de cintilar algún día junto a ellos.
Quien así piensa alimenta una idea completamente errada de la vida espiritual. La realidad es muy diferente, porque la «fórmula de la santidad» está en esta máxima de Cristo, nuestro Señor: «El que es fiel en lo poco, también en lo mucho es fiel» (Lc 16, 10).
Y en esas divinas palabras hallamos el resumen del extenso camino recorrido por el
Papa San Pío X.
Juventud forjada por el sufrimiento
Giuseppe Melchiorre Sarto, el segundo de diez hermanos, nació el 2 de junio de 1835, en el seno de una familia muy humilde: su padre, Giovanni Battista Sarto, era cartero del municipio de Riese (Italia), y su madre, Margherita Sanson, costurera.
Desde pequeño sintió en sí el llamamiento al sacerdocio. Con el fin de encaminarlo hacia la realización de dicha vocación, sus padres se dispusieron a proporcionarle los estudios necesarios, afrontando para tal serias dificultades económicas. El niño, consciente del sacrificio de sus progenitores, trataba de aliviarles esa carga en todas las cosas. Para no gastar los zapatos, se descalzaba y los llevaba amarrados sobre el hombro, volviéndoselos a poner únicamente cuando se acercaba a su destino. ¡Y esto con tan sólo 11 años!
El joven Sarto aprendió enseguida a apreciar todo lo que recibía, incluso su propia formación escolar, en la que llegó a destacar como uno de los mejores alumnos.
Inicio del ministerio sacerdotal
Concluidos sus estudios en el seminario, Sarto fue ordenado sacerdote en 1858 y enviado a Tombolo como coadjutor. En el período que estuvo en este pueblo su norma fue la de la salvación de las almas sin escatimar esfuerzos. Durante el día ejercía su ministerio y por la noche preparaba las catequesis y sermones, además de profundizar en sus estudios, sobre todo en las obras de Santo Tomás de Aquino.
El párroco, don Antonio Costantini, decía acerca de él: «Me han mandado como coadjutor un jovencito a quien debo preparar; creo que va a suceder al revés; es tan celoso, tan lleno de buen sentido y dotes, que yo aprenderé de él».1 Sin embargo, ante su deseo de formarlo, le corregía fraternalmente sus homilías. No pasó mucho tiempo para que las predicaciones del P. Sarto empezaran a brillar por el primor de la elocuencia, la lógica y la piedad, pero principalmente por conmover los corazones, hasta el punto de que el P. Costantini comentara bromeando: «Muy bien, muy bien. Pero estará feo que el coadjutor predique mejor que el cura…».2
Nueve años más tarde el P. Sarto recibió su primera parroquia: en Salzano. Con la experiencia de su anterior función elaboró un plan de trabajo que cumpliría al pie de la letra: visitar a todos los fieles, predicar la Palabra de Dios, ser incansable en el confesionario, confortar a los enfermos y estar a disposición para asistir a los moribundos. Todo ello sin descuidar el catecismo, cuyas clases llamaban la atención por la vivacidad, buen humor y alegría con las que las impartía.
En 1873 sobrevino una horrible epidemia de cólera en aquella región de Italia, que se cobró muchas vidas. Sin miedo al contagio, el P. Sarto redobló los cuidados con aquellos que la Providencia le había confiado. La iglesia parroquial, en lugar de cerrar sus puertas a los fieles, iba a su encuentro en la persona del cura, quien visitaba a los enfermos para confortarlos.
A finales de ese año, el joven sacerdote se hallaba extenuado por sus incesantes esfuerzos. Pero cuando le recomendaban un poco de reposo, respondía: «¡No tengáis miedo! ¡El Señor ayuda!».3
Dinamismo sobrenatural y natural
Transcurridos otros nueve años, una vez más Dios lo llama ad maiora. En 1876 el P. Sarto recibe una carta de Mons. Zinelli, obispo de Treviso: «He pensado en vos para que de golpe llenéis los tres puestos: canónigo, secretario de la curia diocesana y director espiritual del seminario».4
En Treviso, nuestro santo volcó sus primeros esfuerzos en el seminario. Uno de los doscientos jóvenes que allí se formaron dijo del canónigo Sarto: «Uno tenía la impresión de que en él hablaba el Señor, porque su palabra respondía siempre a nuestras necesidades y disipaba todos los temores».5
En efecto, transmitía a los muchachos el fuerte sentimiento de la confianza en la Providencia que sustentaba su propia vida interior; un amplio sentido práctico, capaz de captar y gobernar la realidad de los hechos; y una alegría simpática y comunicativa que ahuyentaba del alma las amarguras, haciéndola ágil y flexible para cualquier empresa.
Además, como un auténtico santo, no le podía faltar una profunda devoción a María, Medianera y Corredentora de los hombres. La piedad lo movió a preparar a un grupo de seminaristas para que ejercieran las funciones litúrgicas en las fiestas en honor de la Santísima Virgen en la catedral.
A la par de la agotadora tarea de cuidar de aquellos doscientos jóvenes, mantenía a su cargo la catequesis para los niños, los sermones en las iglesias de la diócesis y los trabajos de la curia, ¡tal era su dinamismo natural y sobrenatural!
En la diócesis de Mantua
Nueve años más pasaron para que este sacerdote, ya maduro, fuera elevado al orden episcopal: Mons. Sarto tomaba posesión de la sede de Mantua. La situación de la ciudad no se presentaba como de las mejores, según lo cuenta el propio santo: «Aquí estoy, “in partibus infidelium”. Imagínese que en una parroquia de treinta mil almas ha concurrido a la Misa del obispo cuarenta mujeres, de las cuales ocho han comulgado…».6 No obstante, de ninguna manera se dejó abatir ante esta situación.
Consciente de los buenos resultados obtenidos en Treviso, su primera actuación en Mantua fue el seminario. Mons. Sarto precisaba de clérigos: «Los únicos frutos que me ofrece este año mi seminario son la ordenación de un presbítero y de un diácono. ¡Qué miseria y cómo se me aprieta el corazón, cuando necesitaría cuanto menos cuarenta!».7
Sin embargo, no nos engañemos: Mons. Sarto no buscaba números, sino ministros según el corazón del Señor. Era inflexible cuando algún seminarista no presentaba signos de vocación, lo invitaba a abandonar la carrera sacerdotal. Lo hacía con dolor, pero con plena determinación, pues la vida le había enseñado que los sacerdotes formados bajo el estímulo de cálculos humanos e intereses terrenales se convertían en un castigo de Dios.
Otra de sus fuertes preocupaciones era el clero de la diócesis, al que regularmente reunía para tratar asuntos pastorales, predicándole principalmente con el ejemplo. Cierta vez, le preparó una sorpresa a un sacerdote que atrasaba el inicio de las confesiones por quedarse durmiendo un poco más de tiempo: cuando éste entró en la iglesia se fijó que había alguien atendiendo a los penitentes en su lugar y al levantar la cortina del confesionario vio al obispo, quien esbozó una leve sonrisa…
También destacó por su empeño en valorar la música sacra, conforme escribió en 1893: «Lo que hay que recomendar es el canto gregoriano y especialmente el modo de cantarlo y hacerlo popular. ¡Oh, si se pudiese obtener que todos los fieles, igual que cantan las Letanías lauretanas y el Tantum ergo, cantasen las partes fijas de la Misa: el Kyrie, el Gloria, el Credo, el Sanctus, el Agnus Dei! Esta sería para mí la más hermosa de las conquistas de la música sacra, porque así los fieles, tomando parte verdaderamente en la sagrada liturgia, conservarían la piedad y la devoción».8
«La gema del Sacro Colegio»
Cuando Mons. Sarto cumplía treinta y cinco años de ministerio pastoral, nueve de ellos como obispo de Mantua, León XIII lo creó cardenal y luego lo promovió a patriarca de Venecia.
El Gobierno veneciano, abiertamente anticlerical, al principio se mostró hostil al nuevo pastor. Pero éste, provisto de amplia experiencia y mucho tino en la dirección de las almas, en poco tiempo se hizo querer y respetar por la ciudad de los dux, incluso por sus dirigentes.
León XIII lo consideraba con bondad y confianza y solía llamarlo «la gema del Sacro Colegio»,9 guardando entre sus pertenecías una fotografía del cardenal.
En 1903, habiendo fallecido este pontífice, los príncipes de la Iglesia de todo el mundo se dirigieron a Roma para elegir al nuevo Sucesor de Pedro. Se cuenta que el patriarca de Venecia fue el único cardenal que compró el billete de ida y vuelta, pues muy lejos estaba de sus pensamientos la idea de convertirse en Papa.
¡Pastor del mundo entero!
Comenzó el cónclave y, tras algunos escrutinios no exentos de polémica, la orientación de los votos empezó a indicar que el cardenal Sarto sería el sucesor de León XIII. Al darse cuenta de la situación y considerando la enorme responsabilidad del cargo, intentó disuadir al Sacro Colegio, argumentando, con lágrimas en los ojos, que no era digno de ello. Con todo, la elección del Espíritu Santo ya estaba hecha.
El secretario del cónclave, por entonces Mons. Merry del Val, futuro Secretario de Estado, fue incumbido por el cardenal decano de obtener una respuesta definitiva del purpurado. Después de una larga búsqueda, lo encontró arrodillado ante el altar de la Madre del Buen Consejo, en la capilla paulina, con el rostro bañado en lágrimas. Mons. Merry del Val sólo tuvo fuerzas para decirle: «¡Ánimo, Eminencia!».
Finalmente, el 4 de agosto de 1903 el cardenal Sarto aceptaba su elección como Sumo Pontífice, adoptando el nombre de Pío X. Ahora su rebaño ya no sería Tombolo, Salzano, Treviso, Mantua o la gloriosa Venecia, sino el mundo entero.
Como era costumbre, un poco más tarde recibiría en audiencia al Cuerpo Diplomático. Fue un encuentro rápido, pero tan emotivo y profundo que después uno de sus representantes le preguntó a Mons. Merry del Val, manifestándole un sentimiento compartido por todos: «Díganos, ¿qué tiene este hombre que tanto nos atrae?». El eclesiástico se limitó a decir que había conocido a Su Santidad unos días antes y que había quedado igualmente impresionado. Luego, estando a solas, le pareció escuchar la respuesta: «Porque es un hombre de Dios».10
«Instaurare omnia in Christo»
«¡Esta es mi política!»,11 declaraba San Pío X mientras señalaba un crucifijo, cuando le preguntaron sobre su orientación política. Y ratificaba esta afirmación al adoptar como proyecto de su pontificado la frase: «Instaurare omnia in Christo».12
De hecho, San Pío X fue ante todo un gran reformador. Con los más de cuarenta y cinco años de experiencia pastoral, hizo como pontífice lo que siempre venía haciendo, sólo que ahora a escala mundial. Así pues, le dio una profunda atención al catecismo, promoviendo una nueva edición; reformó la liturgia, facilitó la comunión frecuente para los fieles y la liberó para los niños —lo cual le valió el título de Papa de la Eucaristía—, redobló el cuidado con el canto litúrgico, en especial el gregoriano; inició la elaboración de un nuevo Código de Derecho Canónico; reorganizó la curia y los dicasterios romanos.
Notable fue, también, su lucha contra el modernismo. Las embestidas contra esta herejía y la promulgación de la encíclica Pascendi Dominici gregis —la cual contenía fragmentos redactados de su propio puño— revelan otra faceta de su rica personalidad: para proteger las ovejas, a la figura del pastor se une la del campeón de Dios, que brilla por la defensa de la verdad y condena del error.
A San Pío X le cupo reunir, analizar, esquematizar y anatematizar los errores modernistas que, como germen oculto, se infiltraban en el rebaño de Cristo. Tarea que desde hacía mucho venía ejecutando minuciosamente. En Mantua y en Venecia ya estudiaba y analizaba los libros modernistas, sin perder ocasión para denunciar sus desvíos.
El merecido reconocimiento
«Cada asunto tiene su momento y su método» (Ecl 8, 6). San Pío X obró en todo como un buen médico: actuó con eficacia y curó al enfermo, por mucho que el remedio empleado pareciera amargo al paladar en un primer momento. Y el tiempo cuidó de juzgar sus actitudes.
Una frase de Benedicto XV, que lo sucedió en el solio pontificio, bien puede corroborar esta afirmación: «Ahora comprendo cuánta razón tenía Pío X. Cuando yo era sustituto de la Secretaría de Estado, y después arzobispo de Bolonia, no en todo estaba de acuerdo con él, pero ahora reconozco lo certero de su pensamiento.13
Hasta la prensa lo reconocería, como lo demuestra este fragmento del periódico parisino Les Temps: «Pío X no ha tenido en cuenta jamás aquellos elementos que de ordinario determinan las decisiones humanas. Se ha mantenido siempre en su terreno: el de lo divino. Porque siempre se ha inspirado exclusivamente en su fe; ha sido el testimonio de la realidad, de la potencia y de la soberanía del espíritu, no temiendo afirmar que nada le falta a la Iglesia para mantenerse viva, para combatir, para vivir, con tal de que sea libre y se conserve siempre lo que es».14
«Me resigno totalmente»
Después de tantas batallas, conquistas y victorias llegaba la hora de que San Pío X uniera su voz a la del Apóstol cuando le pedía a Dios el premio por haber llevado a término el buen combate de la fe.
Tras la fiesta de la Asunción de la Virgen del año 1914 el pontífice se sintió levemente indispuesto, agravándose su estado de salud bruscamente la noche del 18 de agosto. Su servidor, amigo e hijo espiritual, el cardenal Merry del Val, acudió a sus aposentos a la mañana siguiente y cuenta que las últimas palabras que oyó de sus labios fueron: «¡Eminencia…, Eminencia! Me resigno totalmente».15
Como cordero inmolado que no abre la boca, después de esto el santo pontífice perdió la facultad del habla, a pesar de permanecer enteramente lúcido. A partir de entonces se limitó a fijar la mirada profundamente en los circunstantes. Por la noche, entregó su alma a Dios. El reloj marcaba la una y cuarto de la madrugada del 20 de agosto de 1914.
Era el crepúsculo de un pontificado solar. San Pío X dejaba esta tierra para brillar por toda la eternidad en el Cielo e interceder por la Iglesia militante a la cual en vida tanto había defendido, por la que había luchado y sufrido. La Historia lo reverencia como un gran Papa, y la Esposa Mística de Cristo lo honra como un gran santo. ◊
Notas
1 JAVIERRE, José María. Pío X. 2.ª ed. Barcelona: Juan Flors, 1952, p. 63.
2 Ídem, p. 65.
3 DAL-GAL, OFM Conv, Jerónimo. San Pío X. Barcelona: Cristiandad, 1954, p. 27.
4 JAVIERRE, op. cit., p. 92.
5 DAL-GAL, op. cit., p. 30.
6 JAVIERRE, op. cit., p. 146.
7 DAL-GAL, op. cit., p. 36.
8 Ídem, p. 44.
9 Ídem, p. 106.
10 MERRY DEL VAL, Rafael. São Pio X: um Santo que eu conheci de perto. Porto: Civilização, [s.d.], pp. 26; 28.
11 DAL-GAL, op. cit., p. 289.
12 Del latín :«Instaurar todas las cosas en Cristo».
13 JAVIERRE, op. cit., p. 278.
14 DAL-GAL, op. cit., p. 352.
15 MERRY DEL VAL, op. cit., p. 141.