San Esteban Harding – La historia de un monje rebelde

Devoto de la Virgen y amante de la pobreza, su vida estuvo marcada por una profunda humildad y confianza en la Providencia, que florecieron como fuente de tesoros para toda la cristiandad.

La historia de un monje rebelde, y ¡¿santo?! De hecho, no sólo uno, sino tres. Estos monjes protagonizaron una huida del monasterio, arrastrando a muchos tras ellos. ¿Adónde? A refugiarse en un pantano y empezar todo de nuevo… «¡Qué locura!», se podría pensar. Sí, querido lector, esto es una santa locura, pues «lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor 1, 25).

Un joven en busca de un ideal

Nacido en Inglaterra de sangre noble, desde niño la educación de Esteban fue confiada al monasterio benedictino de Sherborne. Se cree que no llegó a profesar los votos religiosos. Cuando alcanzó la edad madura, decidió dejar el claustro para proseguir sus estudios. Con ese propósito marchó a Escocia y luego continuó hasta París, donde, después de saturarse de las ciencias profanas, se entregó a la búsqueda de la verdadera sabiduría.

Buscándole un rumbo a su vida, emprendió una peregrinación a Roma con un compañero cuyo nombre la historia no ha registrado. Ambos resolvieron no hablar durante el viaje, sino tan sólo recitar el salterio. Tras visitar innumerables iglesias y rezar ante las reliquias de los Apóstoles, volvieron a Francia, donde la Providencia les había reservado algo.

Habiendo oído hablar del monasterio de Molesmes y de la vida santa que ahí se llevaba, el corazón de Esteban se dirigió inmediatamente allí, determinado a entregarse a Dios. Se imaginaba que su amigo también lo seguiría; sin embargo, sus aspiraciones eran otras. Al llegar al cenobio, fue acogido calurosamente por el abad Roberto y su prior, llamado Alberico, quienes se convertirían en compañeros inseparables de Esteban.

Triste situación del monasterio de Molesmes

Fundada por el propio Roberto, Molesmes había adoptado la regla benedictina, que se caracterizaba sobre todo por la alabanza a Dios y la austeridad de vida. No obstante, en la época en que Esteban entró, ya había comenzado una cierta decadencia… Poco a poco, crecía la ambición por las posesiones y menguaba el amor a la pobreza, legado del propio San Benito, llevando a los monjes a desobedecer al abad.

Éste se oponía firmemente a tales innovaciones y, al constatar que los religiosos no deseaban vivir según el ideal de la fundación, decidió retirarse. Esteban, que también había percibido la obstinación de sus hermanos de hábito, se encontró de repente privado de su guía espiritual y sin dirección, en el mismo monasterio donde esperaba realizar su vocación.

Alberico asumió el cargo de abad, secundado por Esteban, y ambos se esforzaron por continuar la tarea iniciada por Roberto, pero en vano. Entonces decidieron dejar también el monasterio y comenzaron a vivir como ermitaños en una región cercana. Sin embargo, el papa Urbano II le pidió a Roberto que regresara a Molesmes, y los dos monjes lo siguieron.

Pero la mayoría de la comunidad no quería enmendarse. Junto con Alberico, Esteban elaboró ​​una lista de veinte irregularidades en el monasterio que representaban claras transgresiones a la regla de San Benito, como dispensas del trabajo manual, continuas visitas de nobles, comodidades y lujos incompatibles con el estado que voluntariamente habían abrazado. Todo esto hacía que llevaran una vida más propia de señores feudales que de religiosos. Con tal elenco en mano, Roberto intentó corregir a los monjes, mas éstos permanecieron recalcitrantes.

Citeaux, origen de una gesta

Al no haber otro remedio para tal situación a no ser una retirada, aquellos «tres monjes rebeldes» —como así fueron inmortalizados en la famosa obra sobre su gesta, escrita por el P. Mary Raymond Flanagan, OCSO— se dirigieron al obispo de Lyon, acompañados por otros cuatro hermanos, y le pidieron permiso para fundar un nuevo monasterio, cuyo estilo de vida retomara la integridad y pureza primitiva de la regla. Obtenida esa aprobación, catorce religiosos más se unieron a ellos y, el 21 de marzo de 1098, la expedición partió hacia Citeaux —en adelante, Císter—,1 una región salvaje e inculta en medio de un bosque deshabitado de Borgoña, más parecido a un pantano.

Con la autorización del señor de aquellas tierras, talaron los árboles de la zona y con la madera construyeron el nuevo monasterio, dedicado a la Santísima Virgen, como lo sería en adelante todas las casas fundadas por la reforma benedictina.

Un año transcurrió en paz bajo la dirección de Roberto, pero no estaba destinado a ver todo el fruto de sus esfuerzos… Los monjes que habían dejado atrás lo reclamaban de vuelta, y el Papa manifestó su deseo de que reasumiera la abadía de Molesmes. Enteramente sumiso, Roberto se despidió de su pequeño retoño, al que nunca volvería a ver. Moriría once años después, habiendo vivido santamente bajo la regla infelizmente mitigada, contrariamente a sus anhelos, pero conforme a la voluntad de Dios.

Alegría en medio del rigor de la regla

Alberico fue elegido abad del Císter y Esteban prior. Pronto adoptaron un hábito blanco o grisáceo, que contrastaba con el hábito negro de los benedictinos, quizá para simbolizar la pureza y la alegría en medio de la penitencia.

La vida de los monjes no estaba hecha para todos… Se despertaban hacia la medianoche y ya no volvían a dormir, alternando el canto de las horas del oficio con el trabajo manual necesario para su sustento, durante el cual se entregaban a la meditación. Asistían a misa diariamente y tomaban únicamente dos comidas —en los días de ayuno, sólo una—, que consistían en pan rudo, algunas verduras y una bebida rala. El abad, por su parte, debía comer con algún pobre o peregrino que acudiera al monasterio en busca de alimento.

La jornada de un monje cisterciense transcurría en estricto silencio, íntimamente unido a Nuestra Señora y en completo anonimato. Entre otras actividades, también copiaban manuscritos antiguos, y el propio San Esteban emprendió una revisión de la traducción latina de la Biblia a partir del hebreo.

San Esteban es elegido abad

En 1109, cinco años después de la fundación del Císter, murió Alberico,2 y Esteban fue elegido por unanimidad como tercer abad del monasterio. Reuniendo a sus hermanos, les dirigió las siguientes palabras: «He perdido no sólo a un padre y a un pastor, sino a un amigo, un compañero de armas, un atleta sin igual en los combates de Dios. […] Habiendo vuelto a Dios, he aquí que permanece unido a nosotros por un vínculo de un inseparable afecto. ¿Por qué llorarlo? […] No lloremos al soldado que descansa en la victoria, sino que lloremos sobre nosotros, que aún luchamos en el combate».3

Su primer acto fue, al parecer, cortar todo sustento y protección terrenal al monasterio, prohibiendo que los nobles que acudían a la iglesia del Císter durante las festividades litúrgicas lo hicieran acompañados de sus cortes, cuyo mundanismo contrastaba bastante con el ideal de austeridad de ese claustro. Sin embargo, a pesar de tan drástica medida, no perdió el favor de quienes querían ayudarlos por verdadero amor a Dios.

Transcurrido sólo un año en su nuevo cargo, el hambre se hizo sentir en el monasterio. Un día, el monje proveedor buscó a San Esteban para informarle que se les habían acabado los alimentos. Ambos, cada uno por su lado, salieron a pedir limosna. El primero parecía haber tenido éxito, pero lo que había conseguido venía de un sacerdote que el abad sabía que era simoníacoInmediatamente le ordenó que devolviera todas las provisiones y que confiara en el auxilio de la Providencia. Su rectitud no tardó en verse recompensada: pocos días después llegó la ayuda a las puertas del monasterio, sin que se conociera el origen de tal beneficio.

Deseosos de retomar la pureza primitiva de la regla, los «monjes rebeldes» partieron hacia Citeaux, entonces una tierra inculta, más parecida a un pantano
Biblioteca de la abadía del Císter – Saint-Nicolas-lès-Cîteaux (Francia)

En otra ocasión, envió a dos monjes a la aldea de Vézelay a comprar tres carretas de alimentos, ropa y otras provisiones, con tan sólo tres denarios que había encontrado en el monasterio… Confiados en la orden de Esteban, se pusieron en marcha. Por el camino oyeron hablar de un hombre moribundo que quería ayudar a los pobres, para reparar sus faltas y descansar en paz. Éste ordenó que compraran todo lo que necesitaban, y regresaron al Císter con las tres carretas rebosantes de víveres, cada una tirada por tres caballos. Desde ese acto de supremo abandono y confianza en la Providencia, ya nunca cesaron las limosnas de almas generosas.

Una prueba aún más dura

Sin embargo, las penurias materiales no fueron las peores pruebas que tuvieron que enfrentar los residentes del Císter. Desde su fundación, solamente un novicio había llamado a las puertas del monasterio deseando ingresar allí. Y, con el paso de los años, no era raro que las campanas sonaran interrumpiendo el canto del oficio para que los monjes acudieran al lecho de hermanos moribundos: «Las cruces y las tumbas silenciosamente se multiplicaban […] en el cementerio, y seguían sin llegar novicios que ocuparan los asientos vacíos de los que habían muerto».4

Esteban temía por la continuidad de la institución naciente y, mientras asistía a otro más que moría, le pidió que tras su muerte regresara para decirle si el monasterio era del agrado de Dios y a qué se debía la falta de vocaciones. El monje así lo prometió y entregó su alma a Dios.

Pocos días después, Esteban se encontraba en el campo cuando de repente se le acercó el monje recién fallecido, quien le reveló que se había salvado gracias al estado de vida que había abrazado, bajo la dirección del santo abad, y que su obra era agradable a Dios. En cuanto a la falta de monjes, le aseguró que ese dolor pronto se transformaría en alegría. La afluencia de vocaciones sería tal que los religiosos se verían obligados a exclamar con Isaías: «Este lugar es estrecho para mí, hazme sitio para establecerme» (49, 20). Y Esteban, por su parte, respondería con el profeta: «¿Quién me engendró a éstos? Si yo no tengo hijos y soy estéril; si he estado desterrada y repudiada, ¿quién me los ha criado? Me habían dejado sola, ¿de dónde salen éstos?» (49, 21).

Aún sumiso a su abad en la tierra, el monje —ya partícipe de la eterna bienaventuranza— le rogó su bendición, alegando que no podía marcharse sin permiso para ello. Esteban le dio la bendición y desapareció. Quince años de aparente esterilidad estaban a punto de llegar a su fin.

Nuevo florecimiento

Comenzaba el año de 1113 y he aquí que, un día de abril, el monje portero corrió jadeante hacia San Esteban para comunicarle un hecho inaudito: ¡treinta y un caballeros pedían ser admitidos en el monasterio! En efecto, allí estaba Bernardo de Fontaine5el futuro santo de Claraval y gloria de la Orden del Císter, cuyas obras serían aún mayores que las de sus fundadores (cf. Jn 14, 12)— acompañado de treinta parientes y amigos que había arrastrado consigo para abrazar la santidad.

La promesa empezaba a cumplirse: «Esa entrada masiva, en ese terrible monasterio, de la flor de la juventud borgoñesa fue como una tronada. A la estupefacción le siguió el entusiasmo, y al entusiasmo, la emulación. No pasaba una semana sin que algún caballero le suplicara a Esteban que lo consagrara a Cristo».6

En un corto período de dos años, se fundaron cuatro nuevos monasterios: La Ferté, Pontigny, Morimond y Claraval; las llamadas afiliaciones del Císter, a partir de las cuales florecería la orden. A cada comunidad eran enviados doce monjes, número representativo del Colegio Apostólico. ¿Quién sería el abad de la más reciente fundación? Para sorpresa de todos, Esteban eligió a Bernardo, que sólo tenía 25 años y acababa de salir del noviciado, pero que pronto se convertiría en una lumbrera para toda la cristiandad.

En 1118 había un total de nueve abadías cistercienses, y al final de la vida de San Esteban ya se habían fundado noventa casas de la orden, entre ellas una en Inglaterra, país natal de nuestro santo, así como numerosos conventos femeninos. Pero ¿cómo garantizar la unidad de ideales y objetivos entre todos, a pesar de la distancia?

San Esteban determinó que cada año los abades se reunieran para tratar los asuntos de sus respectivos monasterios, con el fin de mantener la cohesión de la naciente orden; además, debían visitar anualmente la abadía madre, el Císter, y cada abad de las cuatro primeras casas —las «hijas mayores»— debía visitar a las nacidas de ella, constituyendo así una interconexión entre todas como miembros de un solo cuerpo. Esteban redactó también, en 1119, la Charta Charitatis —una recopilación de los estatutos y normas que todas las abadías debían seguir, fundada en la ley de la caridad—, aprobada por el papa Calixto II en diciembre de ese mismo año.

Desde un monasterio en Francia, la Orden del Císter se extendería por todo el mundo, contando en sus filas con numerosos santos, místicos, doctores, prelados y Papas
San Esteban recibe a San Bernardo y sus compañeros en el Císter – Iglesia de San Sacerdote de Limoges, Sarlat (Francia)

Muerte de Esteban y frutos de la Orden del Císter

Esteban, considerado oficialmente el fundador de los cistercienses, había vivido en el recogimiento y la soledad del Císter desde su llegada allí, habiendo salido sólo cinco veces y por asuntos importantes relacionados con la orden.

Al final de su vida, había quedado ciego y pensó que lo mejor era elegir un sucesor. Fue escogido un monje llamado Guy, que gozaba de buena reputación; pero ésta no era más que mera fachada. Mientras los monjes le prestaban obediencia, Esteban vio que un espíritu maligno entraba en el abad recién electo, pero no pudo decir nada. Únicamente le quedaba rezar…

Al cabo de menos de un mes, la indignidad de Guy se hizo evidente a los ojos de todos y fue destituido de su cargo. Reunido otro capítulo, eligieron a Raynard, uno de los primeros compañeros de San Bernardo y amigo desde entonces de San Esteban. La orden estaba en buenas manos.

En su lecho de muerte, cuando le aseguraron que podía marchar en paz al Cielo, el santo abad respondió con toda humildad que iba a Dios temeroso de no haber hecho ningún bien en la tierra, esperando haber sacado algún provecho de la gracia que la Providencia había puesto en él. Y así entregó su alma el 28 de marzo de 1134.

Muy pronto, los abades cistercienses serían elegidos obispos de las regiones donde se encontraban y convocados a participar en los concilios de la Iglesia; influirían incluso en la orden militar de los templarios, cuya regla fue escrita por San Bernardo, y en la de Calatrava, fundada por un «monje blanco», como solían llamarlos. A partir de un único monasterio erigido en un pantano de Francia, la gran Orden del Císter se extendería por todo el orbe, llegando a tener, en su apogeo, setecientos treinta monasterios masculinos y femeninos. De ella surgiría siglos más tarde la Trapa, que adoptaría un estilo de vida aún más riguroso.

Numerosos santos, místicos y doctores constituyen hoy la gloria del Císter, como San Bernardo, el cantor de la Virgen, y sus hermanos; Santa Lutgarda, Santa Gertrudis y Santa Matilde, confidentes del Sagrado Corazón de Jesús; San Elredo de Rielvaux y San Guillermo de Saint-Thierry, autores espirituales; entre muchos otros bienaventurados.

Como una pequeña chispa capaz de incendiar todo un bosque, San Esteban Harding actuó sobre la cristiandad sin salir del Císter. Quizá él mismo no sea tan conocido como los innumerables frutos que surgieron de su fidelidad. ◊

 

Notas


1 Abreviación de Cistercium, la antigua población romana de Citeaux, en latín, de donde toma el nombre en español el monasterio.

2 Para saber más sobre la vida de San Alberico, véase: Toniolo Silva, Luis Felipe Marques. «Líder de una rebelión monacal». In: Heraldos del Evangelio. Madrid. Año xxi. N.º 234 (ene, 2023), pp. 28-31.

3 Gobry, Iván. Les moines en Occident. Cîteaux. Paris: François-Xavier de Guibert, 1997, t. v, p. 46.

4 Dalgairns, J. B. Life of Saint Stephen Harding, Abbot of Citeaux and Founder of the Cistercian Order. London: Art and Book, 1898, p. 104.

5 Para saber más sobre San Bernardo, véase: Morazzani Arráiz, ep, Pedro Rafael. «Monje, místico y profeta». In: Heraldos del Evangelio. Madrid. Año iv. N.º 37 (ago, 2006), pp. 22-25.

6 Gobry, op. cit., p. 55.

 

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