San Buenaventura – 750 años en la eternidad – Heraldo del amor seráfico

¿Qué vale más: conocer o amar? Dos imponentes figuras que acogen a los peregrinos en la plaza de San Pedro del Vaticano tienen algo que decirnos.

Noche de verano en la Ciudad Eterna. Mientras todos duermen, un peregrino se acerca paso a paso a la entrada de la grandiosa plaza de San Pedro. En la quietud, las dos columnatas, que simbolizan los brazos abiertos de la Madre Iglesia,1 parecen más acogedoras que nunca… De repente, el silencio es interrumpido. Se oyen dos voces, graves y amables. Una dice: «¿Acaso alguien puede amar lo que no conoce?». La otra responde: «Ama ut intelligas! —¡Ama y lo entenderás!».

¿Quiénes son los que hablan así?

Dos bellísimos vidrios de un mismo vitral

A la entrada del Vaticano, las balaustradas de las dos colosales columnatas dóricas están coronadas con imágenes de ciento cuarenta santos que han marcado la historia de la Iglesia. Las dos que cierran esta magnífica procesión de bienvenida son: Santo Tomás de Aquino, el Doctor Angélico, y San Buenaventura, el Doctor Seráfico. Eran contemporáneos, amigos que estudiaron en la misma época en la Universidad de París y frailes de dos órdenes mendicantes fundadas en el mismo siglo: los dominicos y los franciscanos.

La Iglesia, que todo lo lleva a cabo con perfección, quiso significar con ello que los dos doctores —uno que representa la cabeza pensante de la Iglesia y el otro, su corazón amoroso— se completan y juntos forman la base de la sabiduría que sostiene el edificio de la teología católica.

Como explicó el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, cada alma «posee una individualidad por la cual tiende a entender mejor ciertas perfecciones de Dios», y esta excelencia «es objeto del amor especialmente tierno, ardiente e intenso del hombre».2 Así pues, cada santo constituye como un fragmento de vidrio iluminado por una determinada perfección de Dios, mientras que el conjunto de todos ellos forma el vitral de las excelencias divinas, completando así el «Cristo total» —según la conocida expresión de San Agustín—, como miembros de un solo Cuerpo Místico.

Considerados desde esta perspectiva, Santo Tomás y San Buenaventura contemplaban al mismo Dios, pero desde prismas diferentes. Mientras el Doctor Angélico miraba al Creador como la Suprema Verdad cuyo conocimiento florece en el amor, el Doctor Seráfico lo consideraba como el Sumo Bien que provoca nuestro amor. Para el dominico, el amor no es más que una consecuencia del conocimiento y, por tanto, el corazón es impulsado por la mente; para el franciscano, el conocimiento está al servicio del amor.3

El amor que ve

Pero si nadie puede amar lo que no conoce, ¿cómo puede el conocimiento estar subyugado al amor?

A esta pregunta, respondería el Doctor Seráfico: cuando se trata de realidades que provocan amor, el acto cognoscitivo nace de una exigencia del amor y, a su manera, es una forma de amor. Aprehender un principio científico difiere de conocer a la persona que se ama.4 En este último caso, el conocimiento resulta más profundo cuanto mayor sea el amor, porque el que ama quiere conocer a aquel a quien ama.

Tal afirmación no niega en modo alguno el valor de la razón. Hay ciertas cumbres en el conocimiento que el intelecto nunca tendrá el valor de escalar si no es movido por el amor. Por eso los franciscanos, siguiendo el ejemplo de su fundador, San Francisco de Asís, y de su gran doctor, San Buenaventura, pueden adaptar el famoso dicho de San Anselmo —credo ut intelligam5— y decir: amo ut intelligam —amo para entender.

Resumiendo, podemos considerar a Santo Tomás como la inteligencia que ama y a San Buenaventura como el amor que ve.

Incluso el fin último del hombre es considerado por los dos doctores desde prismas diferentes. Para Santo Tomás, la meta suprema para la cual hemos sido creados es ver a Dios y, en esa visión, hallamos la felicidad perfecta. Para San Buenaventura, el destino último del hombre es amar a Dios, unir su amor al nuestro.6

Para el Doctor Seráfico, por tanto, el hombre es un ser destinado a dar una respuesta de amor a Dios en nombre del universo entero.7 Esta idea tiene profundas consecuencias para toda su filosofía. Las conclusiones que saca de ella para la metafísica, la antropología y la ética escapan al tema central de este artículo. Sin embargo, al menos podemos intentar vislumbrar algo sobre el método que utiliza.

La ejemplaridad y la analogía

Para facilitar su comprensión, recurramos al inspirado pincel de Rafael Sanzio, en su célebre obra La escuela de Atenas, que nos invita a reflexionar sobre el pensamiento humano. En ella, las figuras de Platón y Aristóteles aparecen de forma destacada entre los grandes maestros de la filosofía griega. Platón, con la mano derecha levantada, señala con el dedo el mundo de arriba, mientras Aristóteles mira a su maestro con la mano extendida hacia las cosas visibles.

Estas dos actitudes representan dos escuelas de pensamiento que, sobrenaturalizadas, son como las dos alas con las que el hombre vuela para contemplar a Dios y su obra: la visión ejemplarista y la visión analógica. Mientras que la primera, representado en el cuadro por Aristóteles, pretende explicar las realidades de arriba a partir de la consideración de las terrenas, la segunda, con Platón como modelo, pretende justificar las realidades terrenas con las de arriba.

La visión ejemplarista y la visión analógica son escuelas de pensamiento que, sobrenaturalizadas, constituyen las dos alas con las que el hombre vuela para contemplar a Dios
Detalle de «La escuela de Atenas», de Rafael Sanzio – Museos Vaticanos

Aunque ambas escuelas no sean excluyentes —aparte de ser características de la síntesis escolástica las dos—, Santo Tomás se centra más en la visión analógica y San Buenaventura, en la ejemplarista.

Para entender la visión propia al Doctor Seráfico, invitamos al lector a una reflexión,8 comenzando, según su costumbre, in principio primum principium: «En el principio invoco al primer Principio, de quien descienden todas las iluminaciones como del Padre de las luces, de quien viene toda dádiva preciosa y todo don perfecto, es decir, al Padre eterno».9

Fuente y medida de toda ciencia humana

Imaginemos a un artista que empieza su obra maestra. Primero concibe mentalmente la escena que desea pintar. Del mismo modo, el modelo de la obra de arte de la creación está en el «cuadro mental» de Dios Padre. Pero éste no es otro que su Hijo eterno, porque el Padre, mediante el conocimiento que tiene de sí mismo, engendra al Verbo, que es su imagen perfecta, en la que Él se expresa a sí mismo plenamente.10

Así como en la imagen mental concebida por el artista está el cuadro que va a pintar, así también todo lo creado —y todo lo que podría haber sido creado, pero no lo fue— existe en ese conocimiento que el Padre tiene de sí mismo, que es el Verbo, su Arte eterno conforme la bellísima expresión de San Buenaventura,11 como los ejemplares según los cuales Dios modeló la creación. Es ese Verbo divino el que se hizo carne y habitó entre nosotros (cf. Jn 1, 14). Por eso el Doctor Seráfico12 considera a Cristo como la fuente y la medida de toda ciencia humana.

En las últimas conferencias pronunciadas en la Universidad de París, expresa el fundamento de su pensamiento al respecto: «Nuestro propósito es mostrar que en Cristo “están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios” (Col 2, 3)».13 Nadie puede pretender conocer nada de lo que ha sido creado si no comienza por aquel por quien todo fue hecho (cf. Jn 1, 3): «Si alguno quiere venir a la sabiduría cristiana, de Él ha de empezar».14

La propia consideración de las criaturas, para San Buenaventura, no puede hacerse sin ese fondo de cuadro. Contempla el universo como un libro en el que cada criatura es una palabra que nos habla de Dios, como copias de los arquetipos contenidos en el Arte eterno, y por tanto sólo puede entenderse en su conjunto. Mientras el filósofo pagano se deja encantar por la belleza de las criaturas, el filósofo cristiano las considera como signos que señalan hacia la mano creadora de Dios.15

Así pues, según el santo, la verdadera filosofía no puede comenzar sin Cristo, que es su objeto, ni puede terminar sin Él, porque es su fin. Aunque consciente de la distinción, no concibe la posibilidad de una filosofía separada de la teología. Y los grandes maestros de la teología y de todas las ciencias humanas son Cristo, nuestro Señor,16 y María, la Madre de Dios.17

Santo Tomás adoptó el camino inverso de la demostración filosófica, partiendo de la observación de las realidades visibles. Con este objetivo, asimiló la filosofía de Aristóteles y logró explicar con gran éxito las tesis de la Revelación cristiana apoyándose en esta base racional. San Buenaventura, sin embargo, no aprobó este método y, una vez, le dijo a su amigo dominico que éste diluía el vino puro del Evangelio con el agua de la filosofía pagana. El Doctor Angélico le contestó que, en realidad, estaba transformando el agua en vino.

Mientras que la teología de Santo Tomás pretende mostrar las tesis de la Revelación a la luz de la razón, la de San Buenaventura parte de la contemplación de Cristo para entender las realidades visibles
«San Buenaventura revela el crucifijo a Santo Tomás de Aquino», de Francisco de Zurbarán

A su vez, cuentan que, en una visita a San Buenaventura, Santo Tomás le preguntó qué libro consultaba para producir tales maravillas de pensamiento. El humilde fraile franciscano señaló un crucifijo.18

El príncipe de los místicos

En el cuarto día de la creación «hizo Dios dos lumbreras grandes» (Gén 1, 16) para presidir el día y la noche. Así también, en el siglo xiii iluminó el día de la razón y la noche de la contemplación con dos grandes luminares, cuyos fulgores atravesaron la historia y esclarecen la teología católica hasta nuestros días.

Mientras que la teología de Santo Tomás pretende mostrar la demostrabilidad de las tesis de la Revelación a la luz de la razón, San Buenaventura es más osado en sus pretensiones. Dejemos que el seráfico doctor explique su programa al inicio de su obra maestra, el Itinerario de la mente hacia Dios:

«Por eso, primeramente, invito al lector al gemido de la oración por medio de Cristo crucificado, cuya sangre nos lava las manchas de los pecados, no sea que piense que le basta la lección sin la unción, la especulación sin la devoción, la investigación sin la admiración, la circunspección sin la exultación, la industria sin la piedad, la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la gracia, el espejo sin la sabiduría divinamente inspirada».19

A su vez, concluye el escrito con estas fogosas palabras:

«Y si tratas de averiguar cómo sean estas cosas, pregúntalo a la gracia, pero no a la doctrina; al deseo, pero no al entendimiento; al gemido de la oración, pero no al estudio de la lección; al esposo, pero no al maestro; a la tiniebla, pero no a la claridad; a Dios, pero no al hombre; no a la luz, sino al fuego, que inflama totalmente y traslada a Dios con excesivas unciones y ardentísimos afectos. Fuego que ciertamente, es Dios, y fuego cuyo horno está en Jerusalén, y que lo encendió Cristo con el fervor de su ardentísima Pasión».20

La teología de San Buenaventura no está separada de la contemplación y, por consiguiente, pocos tienen el valor de seguir los pasos del príncipe de los místicos, en la feliz afirmación de León XIII.21 En efecto, el Doctor Seráfico recuerda, citando al profeta Daniel (cf. Dn 9, 23), que nadie puede entrar en este camino sin ser un «vir desideriorum» —un varón de deseos.22

Hermanos gemelos en Cristo

Pese a una aparente contradicción, Santo Tomás y San Buenaventura contribuyeron juntos a elaborar la síntesis perfecta entre razón y fe que es la gloria de la escolástica medieval. Si el amor a la doctrina de la fe los unía, no impedía que ambos discreparan en sus métodos para contemplar la verdad. Las discusiones entre ellos, no obstante, concluyeron a causa de un hecho singular.

Una vez Santo Tomás visitó a San Buenaventura para tratar algunos puntos de doctrina. Al llegar, encontró al fraile franciscano en éxtasis ante el Crucificado. La sangre fluía del costado del Señor hacia la boca de San Buenaventura, que la bebía. Desde entonces, el Angélico nunca volvió a discutir con su amigo, no porque estuvieran de acuerdo, sino por respeto a Cristo.23

Ambos tenían una misión profética en la historia de la Iglesia: sentar las bases teológicas y filosóficas de la doctrina católica, para que ésta atravesara todas las procelas hasta el fin del mundo. Todavía hoy, las filosofías modernas y ateas, incluso antes de nacer, encuentran su refutación ya escrita por las sabias plumas de estos dos grandes doctores de la escolástica medieval.

Al fin de cuentas, tal era la unión entre ellos que Dios los llevó a sí en el mismo año 1274. De manera que en este 2024 celebramos setecientos cincuenta años de su entrada en la eternidad.

Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura «se complementan como las dos partes de una ojiva», las cuales sostienen la catedral de la sabiduría cristiana
A izquierda y derecha, respectivamente, San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino – Catedral de Sevilla (España); de fondo, el interior de la catedral de Notre Dame, París

En la bula de la proclamación de San Buenaventura como doctor de la Iglesia universal, el papa Sixto V declaró que él y Santo Tomás son como «los dos olivos y los dos candeleros que están ante el Señor» (Ap 11, 4), que juntos «iluminan toda la Iglesia» como «hermanos gemelos en Cristo».24 Y Gilson escribe que «la filosofía de Santo Tomás y la de San Buenaventura se completan como las dos interpretaciones más universales del cristianismo, y porque se completan precisamente no pueden ni excluirse ni coincidir».25 De hecho, como observa el Dr. Plinio, los dos «se complementan como las dos partes de una ojiva»,26 las cuales sostienen la catedral de la sabiduría cristiana. ◊

 

Notas


1 La expresión es de Gian Lorenzo Bernini, el arquitecto que diseñó la plaza de San Pedro (cf. LAVIN, Irving. Bernini at St. Peter’s: Singularis in Singulis, in Omnibus Unicus. In: TRONZO, William [Ed.]. St. Peter’s in the Vatican. New York: Cambridge Universito Press, 2005, p. 151).

2 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Charla. São Paulo, 15/11/1957.

3 Cf. BETTONI, OFM, Efrem. Nothing for Your Journey. Chicago: Franciscan Herald, 1959, p. 24.

4 Cf. Ídem, ibidem.

5 SAN ANSELMO DE CANTERBURY. Proslogion, c. I.

6 Cf. BENEDICTO XVI. Audiencia general, 17/3/2010.

7 Cf. BETTONI, op. cit., p. 53.

8 Para esta reflexión, nos hemos basado en: GILSON, Étienne. La filosofía de San Buenaventura. Buenos Aires: Desclée de Brouwer, 1948, pp. 147-151.

9 SAN BUENAVENTURA. «Itinerario de la mente hacia Dios», Prólogo, n.º 1. In: Obras. Madrid, BAC, 1944, t. I, p. 557.

10 Cf. SAN BUENAVENTURA. I Sent., d. 27, pars II, art. unicus, q. 3, resp.

11 Cf. SAN BUENAVENTURA. In Hexaemeron, col. I, n.º 13.

12 Cf. Ídem, n.º 11.

13 Ídem, ibidem.

14 Ídem, n.º 10.

15 Cf. GILSON, op. cit., pp. 208-211.

16 Cf. SAN BUENAVENTURA. «Cristo, Maestro único de todos». In: Obras, op. cit., pp. 672-701.

17 Cf. GOFF, J. Isaac. «Mulier Amicta Sole: Bonaventure’s Preaching on the Marian Mode of the Incarnation and Marian Mediation in His Sermons on the Annunciation». In: MCMICHAEL, Steven J.; SHELBY, Katherine Wrisley (Eds.). Medieval Franciscan Approaches to the Virgin Mary. Leiden-Boston: Brill, 2019, p. 55.

18 Cf. COSTELLOE, OFM, Laurence. Saint Bonaventure. London: Longmans, Green and Co., 1911, p. 93.

19 SAN BUENAVENTURA. Itinerario de la mente hacia Dios, Prólogo, n.º 4, op. cit., pp. 559; 561.

20 Ídem, c. VII, n.º 6, p. 633.

21 Cf. LEÓN XIII. Alocución, 11/10/1890.

22 SAN BUENAVENTURA. Itinerario de la mente hacia Dios, Prólogo, n.º 3, op. cit., p. 559.

23 Cf. D’ALBI, OFM Cap, Jules. Saint Bonaventure et les luttes doctrinales de 1267-1277. Tamines-Paris: Duculot-Roulin; A. Giraudon, 1923, p. 10.

24 SIXTO V. Triumphantis Hierusalem.

25 GILSON, op. cit., p. 470.

26 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Charla. São Paulo, 4/8/1990.

 

1 COMENTARIO

  1. En este artículo el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira de forma magistral nos confecciona ese fondo de cuadro para adentrarnos en el complejo problema de las relaciones entre razón y fe, alcanzar una conciliación entre ambas como saberes que tienden a un mismo conocimiento- Dios y la obra de la creación.
    El Dr. Plinio nos deja claro bajo esa descripción tan hermosa de las dos partes de la Ojiva que sostienen la catedral de la sabiduría de humana, como difieren tan sólo en la perspectiva en que analizan ambos maestros del pensamiento escolástico medieval ese Ver a Dios y Amar a Dios, que como diría Benedicto XVI: » Ver a Dios es Amar y Amar es ver».
    La salvación adquiere ese colorido en el que la presencia de Dios se convierte en presencia de liberación, nuestros jóvenes encontrarán en ambos doctores arsenal para poder combatir a los enemigos de la Iglesia y de la sociedad.

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