La Iglesia Católica se halla hoy en el vigésimo siglo de su historia. Cuántas generaciones se han sucedido desde el sublime momento en que las llaves del Reino de los Cielos fueron entregadas a San Pedro; en que del costado abierto del Crucificado floreció la fuente salvadora de la Iglesia; y en que el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles en el cenáculo, fortaleciéndolos para su misión de llevar la luz de Cristo hasta los confines de la tierra.
Muy lejos de esos acontecimientos, nuestra mirada se dirige extasiada al escenario privilegiado en el que se vivía «la plenitud del tiempo» (Gál 4, 4). En la Ciudad Santa, las columnas de la Iglesia solidificaban el edificio espiritual de Cristo. La Virgen María, con su presencia celestial, santificaba la naciente comunidad de adoradores del Resucitado. Y en número cada vez mayor, hombres de todas las razas y lenguas adherían a la fe católica, atrayendo sobre sí el odio de los mismos que habían crucificado a su fundador.
No cabe duda de que los fieles de los primeros tiempos eran, todos ellos, figuras admirables. Muchos habían contemplado con sus propios ojos al divino Maestro, escuchado sus enseñanzas y presenciado sus portentosos milagros. Así, si recorremos el relato recogido en los Hechos de los Apóstoles, nos damos cuenta de que estamos ante un panorama tan denso en gracias y significados que el hecho más pequeño o el personaje más sencillo adquieren una dimensión inigualable.
Tomemos como ejemplo la historia del apóstol San Bernabé. Desde un anonimato respetable, pasando por duras misiones y viajes con San Pablo, este héroe de Dios no descansó hasta conquistar el Cielo por la palma del martirio.
Origen casi desconocido
Disponemos de pocos datos históricos sobre este ilustre varón. Sólo sabemos que era un judío de la diáspora, natural de Chipre, de la tribu de Leví. De su familia, la única referencia que tenemos es que San Marcos era primo suyo (cf. Col 4, 10). Además, el propio nombre de Bernabé no se lo dieron sus progenitores, sino los Apóstoles, como vocablo evocador cuyo significado es «Hijo de la consolación» (Hch 4, 36).
El comienzo de su itinerario nos es igualmente desconocido. Ni siquiera los exegetas se ponen de acuerdo sobre la cuestión de si fue uno de los discípulos del Señor. Dado que su nombre no consta en los evangelios, muchos creen que estuvo entre los primeros conversos después de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.
Sin embargo, debido a su importante papel en la Iglesia primitiva, San Bernabé aparece en las escritos sagrados junto a los demás Apóstoles, deferencia que también imitan los Padres de la Iglesia y la sagrada liturgia.1
Primeras misiones apostólicas
Como despuntadura de su gesta, vemos a San Bernabé ejerciendo su apostolado junto a San Pablo.
Era reciente la noticia de que este fariseo declarado se había vuelto un fogoso predicador del nombre de Jesucristo. Cuando subió a Jerusalén para reunirse con los demás Apóstoles, los discípulos no se fiaban de su conversión, movidos por el recuerdo de las persecuciones promovidas en su día por el seguidor de Gamaliel. Ante esto, San Bernabé lo tomó consigo y dio testimonio de la sinceridad de sus palabras. Les contó la aparición del Señor en el camino de Damasco y cómo había predicado con valentía en esta ciudad.
Así pues, San Pablo pudo permanecer en la comunidad de Jerusalén. No obstante, al darse cuenta de que, a la luz de la predicación del apóstol convertido, los judíos ya tramaban su muerte, los ancianos se inclinaron por enviarlo de vuelta a Tarso. De manera que Pablo y Bernabé se separaron, pero por poco tiempo.
Dispersos por las persecuciones que tuvieron lugar en tiempos de San Esteban, algunos hermanos se habían trasladado a Fenicia, Chipre y Antioquía, donde predicaban el Evangelio y convertían al Señor a un gran número de personas. Sabiendo esto, la Iglesia de Jerusalén envió a Bernabé a este último lugar. Se alegró mucho de ver los progresos de la fe en tierras paganas y exhortó a los hermanos a perseverar en la comunión en Jesucristo.
Como la distancia entre Antioquía y Tarso era corta, Bernabé salió en busca de Pablo y se lo llevó consigo, y ambos permanecieron un año entero en aquella ciudad. Su fervor era tan robusto que los discípulos empezaron a ser llamados, por primera vez, cristianos.
En medio de milagros y persecuciones
El primer viaje apostólico abre un nuevo capítulo en la historia de los dos evangelizadores. Considerando las condiciones de la época, los largos viajes eran un auténtico sufrimiento, por no hablar de las duras pruebas y las violentas persecuciones que tuvieron que soportar, como veremos a continuación.
La génesis de este emprendimiento está toda ella rodeada de un aura misteriosa y sobrenatural. La Sagrada Escritura nos dice que, mientras celebraban el culto, se manifestó el designio del Espíritu Santo: «Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado» (Hch 13, 2). Los discípulos, obedeciendo a la voz celestial, les impusieron inmediatamente las manos y los dejaron marchar.
Ambos fueron primero a Seleucia, zarparon para Chipre, recorriendo toda la isla, desde Salamina hasta Pafos. De regreso al continente, desembarcaron en Perge de Panfilia y se dirigieron a Antioquía de Pisidia. Al ser expulsados de la ciudad por los judíos, se fueron a Iconio.
Dondequiera que pasaban, anunciaban el nombre de Jesucristo y confirmaban sus enseñanzas con milagros admirables. En atención al llamamiento del pueblo judío, trataban de convertirlos en primer lugar, enseñando en las sinagogas. En todas partes el resultado solía ser el mismo, es decir, las multitudes se dividían: por un lado, muchos judíos y paganos adherían a la fe católica; por otro, los incrédulos, aferrados a su maldad, producían conatos de violencia y protestas para expulsarlos. En Iconio, los dos apóstoles estuvieron a punto de ser apedreados, lo que los llevó a huir a las ciudades de Licaonia: Listra, Derbe y alrededores.
Integridad en todas las situaciones
En Listra, Pablo y Bernabé serían nuevamente coronados con la persecución; pero, antes de eso, un hecho nos hace detener la narración de su viaje.
Había en esta ciudad un cojo de nacimiento, cuyas piernas tenía completamente inutilizadas. Sentado, oía la predicación de San Pablo. Con un profundo discernimiento de almas, el Apóstol percibió en él una semilla de fe y, mirándolo fijamente, le ordenó: «Levántate, ponte derecho sobre tus pies». El milagro fue inmediato: el hombre saltó y echó a andar.
La multitud, que había presenciado el estupendo milagro, exclamó maravillada: «Los dioses en figura de hombres han bajado a visitarnos». Imbuidos de idolatría, los habitantes de Listra asociaban a los dos evangelizadores con divinidades paganas: a Bernabé lo llamaban Zeus, y a Pablo, Hermes, porque era el que predicaba. Al alboroto se sumaron los propios sacerdotes, dispuestos a sacrificarles, junto con la gente, toros adornados con guirnaldas.
Inmediatamente, Pablo y Bernabé protestaron contra aquella actitud idólatra y, con esfuerzo, convencieron a la multitud de que ellos también no eran más que simples mortales. Al mismo tiempo, les amonestaban a que abandonaran los falsos dioses y aceptaran las enseñanzas de la única y verdadera religión.
La misma rectitud de espíritu que llevaba a los apóstoles a no desanimarse ante la persecución se reflejaba también en las situaciones de gloria que les tributaba el mundo: no aceptaban ni un solo grano de incienso, sino que, con total modestia, señalaban al único Dios.

«Pablo y Bernabé en Listra», de Adriaen van Stalbemt – Museo Städel, Frankfurt (Alemania)
Mientras aún hablaban a la multitud, llegaron unos judíos de Antioquía y de Iconio. Los calumniaron y convencieron a aquellos hombres para que mataran a Pablo y a Bernabé. Como el pueblo de Jerusalén —que otrora había aclamado al Mesías el Domingo de Ramos y pocos días después pedido su crucifixión—, también aquella muchedumbre pasó del exceso de admiración al odio más cruel y cogió piedras para lanzárselas a San Pablo. Dándolo por muerto, lo arrastraron fuera de la ciudad.
Los discípulos lo rodearon enseguida y se alegraron al verlo aún con vida, por lo que pasó la noche en aquella misma ciudad, para luego dirigirse a Derbe con San Bernabé. Después emprendieron el viaje de vuelta a Antioquía, visitando todas las comunidades que se habían formado y confirmándolas en la fe.
Concilio apostólico en Jerusalén
Sin duda, aún más difícil que resistir una persecución externa es eliminar una infiltración en las filas del bien. Sea en un ejército, en una comunidad o incluso en el cuerpo humano, las peores enfermedades suelen surgir de dentro del propio organismo. Pues bien, también del seno del cristianismo brotó una semilla de división, lo cual llevó a San Bernabé y a San Pablo a reaccionar con mayor energía que ante las amenazas o motines promovidos contra ellos por los judíos.
Algunos discípulos, que seguían la doctrina de Jesucristo, comenzaron a prescribir la norma mosaica de la circuncisión, incluso a los no judíos. Pablo y Bernabé se opusieron de inmediato y, como se había originado una gran discusión, decidieron llevar el asunto a la Iglesia de Jerusalén. Así que los Apóstoles y los ancianos se reunieron para tratar la cuestión.
Habiendo escuchado ambas opiniones, San Pedro reiteró que la circuncisión no tenía ningún valor para los gentiles, ya que es por la gracia del Señor que somos salvados. Subrayando la opinión del primer Papa, Pablo y Bernabé relataron los milagros que Dios había obrado por medio de ellos entre los paganos.
Finalmente, Santiago, con un solemne discurso, ratificó la decisión tomada y reguló sólo algunos puntos específicos de la ley que debían observar los gentiles. De este modo, Pedro, Santiago y Juan, «considerados como columnas de la Iglesia» (Gál 2, 9), dieron todo su apoyo al apostolado de Pablo y Bernabé entre los paganos, permitiendo que ambos permanecieran en Antioquía, incluso enviando con ellos a algunos fieles.
Ocaso de una vida, aurora de la eternidad
La actuación de San Bernabé y San Pablo, juntos durante tantos años, tienen un desarrollo misterioso, en el que los designios divinos se ocultan bajo los velos de un incidente.
Después de haber estado los dos en Antioquía cierto tiempo, San Pablo manifiesta su deseo de volver a recorrer Asia Menor, con el fin de fortalecer las comunidades que allí se habían fundado. San Bernabé accede, pero quiere llevarse a su primo, San Marcos. Ahora bien, San Pablo se niega perentoriamente a recibir al evangelista en su séquito, debido a un desacuerdo anterior, como los que se dan incluso entre los más brillantes hijos de la luz en este valle de lágrimas. La decisión está tomada: los dos apóstoles se separan.
Con total exención de resentimientos mezquinos, que el espíritu moderno es llevado a ver en esta escena, ambas personalidades, cargadas de firme decisión y voluntad fuerte, emprenden cada una un viaje diferente. San Bernabé parte con San Marcos hacia Chipre, mientras que San Pablo toma a Silas como compañero y recorren Siria y Cilicia.

San Bernabé – Basílica de Santa María sobre Minerva, Roma
La separación entre los apóstoles marca también el discreto silenciamiento de San Bernabé en la Sagrada Escritura, obligándonos a recurrir al testimonio de antiguas tradiciones. Probablemente habría viajado a las distantes ciudades de Alejandría, Roma y Milán. Sin embargo, la puerta por la que alcanzaría el Cielo se encontraba en el mismo sitio donde había visto la luz del día, en la isla de Chipre.
Por los pocos detalles que nos han legado los escritores patrísticos, sabemos que el santo varón fue lapidado por los judíos en Salamina. Las piedras lanzadas contra San Bernabé derribaron el muro que lo separaba de la mansión celestial, al mismo tiempo que, con su muerte, se configuraba plenamente al supremo Redentor Jesucristo, a quien había dedicado toda su existencia. ◊
Notas
1 Cf. Arnaldich, ofm, Luis. «San Bernabé». In: Echeverría, Lamberto de; LLorca, sj, Bernardino; Repetto Betes, José Luis (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2004, t. vi, pp. 262-270. La mayor parte de la información sobre San Bernabé contenida en este artículo procede de los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 9–15).