Salvada por dos niños y unos relojeros

Los profesionales cogieron cada cual sus herramientas. Unos trabajaron en la torre del palacio y, sobre todo, en la de la iglesia de Saint-Jacques, mientras otros iban de casa en casa. ¿Saldría bien el plan?

La oscuridad cubría el firmamento y el silencio reinaba en todas partes, excepto en una casa, donde la luz de una vela rasgaba la penumbra y se percibían algunos ruidos.

En el interior de la vivienda, el almirante Sébastien de Béthune, un insolente jefe de los hugonotes —la versión francesa de la herejía calvinista— presidía una reunión. Estaban tramando cómo apoderarse de una ciudad católica y arruinar la fe de sus habitantes, y no era la primera vez.

—Si logramos hacernos con la jurisdicción de Lunéville, ¡nuestra influencia aumentará! —gritó maliciosamente el almirante.

—Presiento que este plan va a fracasar… —murmuró uno de los partidarios.

—¡No seas estúpido! Puedes estar seguro de que los católicos no harán nada; en todas las batallas en las que he participado me he dado cuenta de que nosotros somos más astutos, ¡jajaja! —dijo Sébastien con arrogancia y orgullo.

—Entonces, ¿cuál es el plan? —preguntó uno de ellos con curiosidad.

El líder le respondió:

—La cosa es así: de aquí a una semana partiremos hacia Lunéville, pero estaremos escondidos en los bosques de los alrededores para no llamar la atención. Finalmente, la madrugada del miércoles, tan pronto como el reloj de la torre Saint-Jacques marque la medianoche, las puertas de la ciudad serán abiertas por las mujeres que nos siguen y que residen allí; invadiremos el palacio del duque Armand de Lorraine ¡y yo usurparé el gobierno de la ciudad!

A todos les pareció una estrategia muy interesante y la apoyaron.

El cielo empezaba a clarear cuando concluía el complot. Cada cual se fue a su casa. No obstante, nadie se percató de la presencia de un niño que, escondido en un mueble, había ido recogiendo toda la información. Pensó indignado: «¡No pueden ser más astutos que nosotros!». Se llamaba Étienne y era sobrino del cura jesuita Laurent Paré.

El jovencito salió a toda prisa hacia la casa de su tío.

—¿Étienne?

—¡Traigo noticias! —contestó ansioso.

El sacerdote lo recibió y escuchó su relato. Entonces dijo:

—Le informaré al duque acerca del asunto para que tome las medidas oportunas.

Y poniendo la mano sobre el hombro del pequeño, añadió:

—Que Dios te bendiga.

A continuación se dirigió al palacio, donde pidió audiencia.

—Rvdmo. P. Paré, presentaos ante su excelencia, el duque Lorraine —anunció el guardia con tono autoritario, golpeando el suelo con su bastón.

El jesuita entró en la sala y le informó al noble de la artimaña enemiga. Armand, que estaba sentado, se levantó enseguida para tomar providencias. La pequeña ciudad tenía hombres dispuestos a todo para defenderla, pero les faltaba el armamento adecuado.

—Hummm… Precisamos ayuda del Cielo. No va a ser fácil conseguir armas en el plazo necesario y los hugonotes deben conocer esta carencia nuestra, por lo que han decidido atacarnos. Ofrezca sus oraciones, padre, y yo ofreceré las mías.

Con una venia, el P. Paré se despidió.

De hecho, el duque obtuvo el armamento, pero éste sólo llegaría a Lunéville el mismo miércoles. Además, la discreción exigía que el equipo entrara en la ciudad únicamente cuando la oscuridad la envolviera… ¿Cómo lo distribuiría a tiempo si la invasión iba a ser precisamente a medianoche? Armand le rogaba a Dios una inspiración, pero no le venía ninguna idea a la mente. Pasaron los días hasta que la esperada señal llegó.

*     *     *

—¡Abuelo!

—¿Sí? —le respondió el duque a su nieto de 9 años.

—Hoy, en clase de Historia Sagrada, fray Edmond nos ha contado el episodio del rey Ezequías y del profeta Isaías. Lo entendí todo menos cómo funcionaba ese reloj solar que se atrasó.

—Reloj… ¿atrasado…?

*     *     *

—Excelencia, el P. Laurent Paré le está esperando —le informó su asistente.

—Hazlo pasar.

El clérigo, con mucha calma, se pronunció:

—Señor, aquí me tiene después de días de oraciones y mortificaciones, rogando al Cielo una señal. ¿Acaso me ha llamado su excelencia para comunicarme alguna inspiración?

—¡Alabado sea Dios! Por medio de un pequeñito, Él se ha dignado iluminar nuestras acciones.

Habiéndole puesto al corriente de la situación, contado el origen de la inusual idea y referido su plan, le preguntó:

—Ahora la última palabra la tenéis vos, que sois ministro del Señor. ¿Qué os parece?

—¡Que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo lleven a feliz término este proyecto! Actuaremos, pues, sagazmente como las serpientes (cf. Mt 10, 16).

*     *     *

—Damas y caballeros, ¡atención! —gritó en la plaza principal el heraldo—. Los relojes de la ciudad están marcando una hora equivocada. Por orden del duque, tienen que ser ajustados antes del atardecer.

Por orden del duque, todos los relojes de Lunéville tenían que ser ajustados. ¿La ciudad sería salvada?

Los especialistas cogieron sus herramientas y se pusieron manos a la obra. Los más experimentados trabajaron en la torre del palacio, pero sobre todo en la de la iglesia de Saint-Jacques, mientras otros iban de casa en casa. Gracias a Dios, en la pequeña y humilde ciudad casi nadie tenía los entonces carísimos relojes de bolsillo que habían empezado a circular entre la alta nobleza de la Francia de aquel siglo, y todos se guiaban por los dos aparatos mencionados o por aquellos que tenían en sus hogares.

El día estuvo repleto de servicios. Felizmente, los relojeros cumplieron su misión. Pero los herejes… ¿también tendrían éxito?

Cuando sólo se escuchaba el canto de los grillos, todos los hombres capaces de empuñar un arma se presentaron en el palacio para recibir instrucciones secretas. Una pequeña puerta de la ciudad se abrió discretamente para dar paso a tres carromatos cargados de heno… nada más que en la parte superior, es verdad, pues debajo se escondía el más moderno armamento. El resto de los habitantes dormía, sin desconfiar del gran riesgo que estaban corriendo. Mientras los varones de Lunéville se apostaban en las murallas, los enemigos esperaban en los alrededores.

—¡¿Aún no es medianoche?! —le preguntó uno de los hugonotes al jefe protestante.

—¿No has oído el reloj de Saint-Jacques dar las diez hace un rato? —respondió ásperamente el almirante Sébastien.

Todos se extrañaban del largo tiempo transcurrido desde el atardecer, aunque nadie osaba decir una palabra.

Al cabo de dos horas, los soldados recibieron entonces la señal para avanzar contra la ciudad. Las puertas, de hecho, se abrieron, pero fueron recibidos por una defensa como jamás habrían imaginado.

—Sabía que este plan no iba a funcionar —refunfuñaba un soldado hugonote mientras huía, dejando a muchos compañeros atrás.

—Hay algo muy raro en todo esto —protestó otro.

—Hace cinco años que soy aliado tuyo y nunca he tenido suerte… ¡Me voy! —le gritó un teniente al almirante.

Sin los rebeldes, Sébastien, también confuso e indignado por no tener más que un puñado de descontentos y bajo un fuego incesante, se batió en retirada.

Cuando el sol decidió rasgar el manto negro de la noche, el duque Armand de Lorraine constató el éxito de su estrategia: ¡la ciudad no había sido invadida! Y gritó:

—¡¡¡Victoria!!! Dos almas inocentes han salvado nuestra ciudad. ¡Démosle gracias a Dios, que protege a su pueblo!

—Así es como los buenos deben ser más sagaces que los malos —concluyó el P. Paré.

Y de esta manera Lunéville fue salvada por dos niños y unos relojeros. 

 

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