¿Será que en el Cielo estaremos eternamente recostados sobre esponjosas nubes, como imaginan ciertas representaciones de ángeles barrocos? Regordetes, de labios rosados, pelo rizado, expresiones faciales poco definidas, tocando arpas o violines y pareciendo que miran a la tierra como si estuvieran asistiendo espectáculos desde una tribuna de continuas diversiones. Si el Cielo fuera así, realmente trataríamos de buscar el elixir de la «larga vida», para permanecer en este mundo el mayor tiempo posible. ¡Qué tristeza, qué vacío, qué inmensa monotonía!
¡La mansión eterna no es el refugio de los blandos, los mezquinos, los interesados, sino la morada permanente de los héroes! «El Reino de los Cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan» (Mt 11, 12).
El más antiguo e inmenso de los ejércitos
El Cielo fue el primer campo de batalla, en el que «Miguel y sus ángeles combatieron contra el dragón» (Ap 12, 7). Al infame bramido de Lucifer: «¡No serviré!», le siguió el grito de San Miguel: «¿Quién como Dios?», cuyo eco definiría el rumbo de la historia: ¡guerra al mal, gloria al Altísimo!
Esta lucha arquetípica del primer día de la creación continuaría en la tierra, donde el demonio fue expulsado con sus secuaces. Dios acababa de empezar a formar su escuadrón, el cual, sin embargo, sólo estaría completo cuando el hombre figurara en él, como elemento decisivo y primordial. Por eso, acabada la obra de los seis días con la creación de Adán, el Génesis narra: «Así quedaron concluidos el cielo, la tierra y todos sus ejércitos» (Gén 2, 1).
De hecho, si un ejército es una organización conjunta de fuerzas destinadas a la guerra, se entiende que todas las criaturas fueron dispuestas, desde el principio, como en una línea de batalla. Por lo tanto, ¡no sería conveniente que el Creador le evitara al hombre el honor de la lucha! Al permitir que la serpiente se introdujera en el paraíso, quería que surgiera un héroe de las dulces maravillas de una tierra de delicias.1
Si este deseo no se cumplió, debido a la caída de nuestros primeros padres, al menos ha sido abierta a los hombres la vía del combate, aunque con el añadido de un enemigo más: la concupiscencia de la propia naturaleza, manchada por la culpa original. La tierra se ha convertido en el mayor y más antiguo campo de batalla, en el que los soldados se suceden, los enemigos se turnan, pero dos banderas ondean en constante e irreconciliable enemistad: la de Dios, sumo capitán y Señor nuestro, y la de Lucifer, enemigo mortal de los hombres.2
Entre estos dos comandantes oscila constantemente el ser humano, en una dura y bella realidad que no permite la opción de meros espectadores, porque, como en una verdadera guerra, la vida no transcurre en un anfiteatro. No hay tribunas, no hay alternativa a la retirada… No hay dos señores: o Dios, o el diablo.
La turba de los ruines
Nunca se ha visto en la historia que las fuerzas infernales intentaran hacer un tratado de paz con Dios; ¡al contrario! Se lanzan con violencia y odio a atacarlo, especialmente en sus hijos y en la Santa Iglesia. Sin embargo, para atraer al hombre a su partido, el mismo demonio lo invita a un tercer campo de fantasía: una vida fácil, sin esfuerzo, sin lucha, sin compromiso con la causa del bien, ni compromiso taxativo con el príncipe de las tinieblas, mediante la connivencia con «pequeñas» faltas no combatidas, quizá pecados graves disfrazados, repetidos… ¡He ahí la vida de los mezquinos!
Causa estupor el castigo, narrado en el libro de Daniel, que Dios le infligió al rey Nabucodonosor, quien, habiendo sido expulsado de entre los hombres, comía hierba como animal de ganado (cf. Dan 4, 30). Era mejor no haber nacido que verse reducido a un estado humillante e inferior a lo que exigiría su naturaleza humana y su honor de monarca. Él, que en otro tiempo había sido grande y poderoso, cuya altura alcanzaba las estrellas, cuyo dominio se extendía hasta los confines de la tierra… (cf. Dan 4, 19). ¡Qué abismo de diferencia!
Ahora bien, ¿qué podemos decir del hombre que —llamado a ser príncipe en el orden de la gracia, hijo de Dios y heredero del Cielo— opta por abrazar una vida meramente animal, ávido de placeres y de bienes terrenales, ajena en todo a las realidades del Cielo?
No son dignos del premio eterno los indiferentes y tibios, cuya suerte tan bien expresó Dante en la Divina comedia: «Aquella turba era la de los ruines que se hicieron desagradables a los ojos de Dios y a los de sus enemigos».3 Son como Pilato que, inmortalizado en el credo, sigue siendo el paradigma de lo que no hay que ser: el mediocre traidor.
En la cruz de la fidelidad y del heroísmo
Si nuestra existencia es una guerra, en la que estamos inevitablemente implicados, hemos de luchar siempre, so pena de perder la vida del alma y la bienaventuranza eterna. «Nadie, mientras sirve en el ejército, se enreda en las normales ocupaciones de la vida; así agrada al que lo alistó en sus filas» (2 Tim 2, 4). Nuestro capitán ya nos ha trazado el camino: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mt 16, 24). Para estar bajo el lábaro del divino Comandante, debemos inmolarnos con Él en la cruz de la fidelidad a los mandamientos.
La conducta de los santos no fue diferente. La Iglesia los define como fieles que «han practicado heroicamente las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios».4
Ahora bien, los gigantes en la virtud no se forman de repente, como reflexiona el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira: «El heroísmo milimétrico, tan pequeñito que se confunde con la vida cotidiana, es un primer paso en el camino de la ascensión»,5 porque, como una montaña, la santidad también comienza desde la base y no a mitad de camino. Cuanto más alto subamos, más nos sentiremos atraídos. Surgirán dificultades, habrá tremendos precipicios, temibles desfiladeros, animales amenazadores, toda clase de peligros; no obstante, ¡debemos avanzar siempre si queremos alcanzar los pináculos del heroísmo!
Así pues, hemos de concebir la vida en este mundo a la luz de la batalla, porque, a nivel individual, puede ser vista como una fábrica de héroes en la cual se forjan los santos de Dios. La santidad «no es otra cosa que un gran heroísmo que entusiasma toda el alma y la hace capaz de gestos tan elevados y tan grandes que, sin el auxilio de Dios, el hombre más enérgico del mundo no sería lo suficientemente fuerte para realizarlos».6
Un reino arrebatado a la fuerza
San Jerónimo7 nos explica que todos debemos hacernos una gran violencia para alcanzar el trono del Cielo, porque, como hemos sido engendrados en la tierra, debemos conquistarlo por virtud, ya que no podemos obtenerlo por nuestra naturaleza. Ahora bien, si somos terrenales, ¿cómo podemos reproducir en nosotros mismos los rasgos del hombre celestial (cf. 1 Cor 15, 49)?
Cualquier criatura puede lograr fácilmente los fines proporcionados a su naturaleza. Las plantas crecen, los pájaros migran, los peces nadan, los animales buscan alimento, se refugian del peligro, preparan su ofensiva, en definitiva, garantizan su subsistencia. Del mismo modo, el hombre se desarrolla y alcanza los límites del conocimiento, pero su fin último, que es en la bienaventuranza eterna, excede su capacidad natural. Por lo tanto, así como la flecha es lanzada hacia el blanco por el arquero, la criatura racional, capaz de la vida eterna, sólo puede alcanzarla por la gracia de Dios.8
Sólo Él puede introducirnos en la vida eterna. Sin embargo, con extremo amor quiere darnos el mérito del esfuerzo y, como resultado, una mayor recompensa de gloria. Es cierto que nos creó sin nuestro consentimiento, pero no quiere salvarnos sin nuestra colaboración.9 Así, la lucha espiritual, aunque ardua y continua, consiste sobre todo en un carteo divino en el que Dios nos concede la gracia y, a nuestra necesaria correspondencia, responde con nuevos dones y beneficios.
La santidad comprende, pues, dos realidades: la gracia, como factor principal y sin la cual no podemos actuar sobrenaturalmente; y el combate contra los enemigos que se oponen a nuestra salvación.
Lucha contra el pecado y sus aliados
El pecado mortal es el enemigo número uno de nuestra salvación, porque a través de él morimos a la vida de la gracia, nos convertimos en enemigos de Dios y caemos en el campo del adversario. El demonio, el mundo y la carne no son más que sus aliados que obstaculizan nuestro camino.10
La principal acción del diablo es inducirnos a pecar, influyendo en nuestra imaginación, entendimiento y voluntad. A esto llamamos tentaciones, cuyas formas y modos son tan diversos como incontable el número de los hombres, ya que «a cada uno lo tienta su propio deseo cuando lo arrastra y lo seduce» (Sant 1, 14).
El mundo considerado como enemigo no se refiere al planeta Tierra, sino al ambiente plagado de ateísmo, caracterizado por hacer de la vida terrena el fin último del hombre. Multitudes de almas son arrastradas al abismo de la perdición, engañadas por las máximas mundanas y las modas inmorales, embaucadas por los placeres, las diversiones y la avaricia, inducidas a despreciar y perseguir la verdadera y santa religión. «El mundo entero yace en poder del Maligno» (1 Jn 5, 19), y quien no rompa con él difícilmente alcanzará la bienaventuranza eterna…
No obstante, la batalla más difícil de ganar es la que se libra en nuestro interior. Renunciar al propio orgullo y a la concupiscencia carnal es tan difícil como realizar una delicada cirugía en uno mismo y por uno mismo. En este punto de la lucha, ¡muchas almas flaquean! Después de dar vigorosos pasos en el camino de la perfección, de la renuncia y de la virtud, son incapaces de asestar el golpe mortal a las tendencias desordenadas, que conducen a la huida del dolor y al deseo desenfrenado de goce.
La historia está llena de ejemplos de esta realidad. El inocente David que de joven había matado osos y leones, y con sólo una honda había abatido al gigante Goliat; que tantas veces había ahuyentado de Saúl los espíritus malignos tocando hábilmente el arpa; que, elegido por Dios mismo y coronado por Él con una gloria eterna en el seno de su linaje (cf. Eclo 45, 31), antaño había sido fuerte porque era casto, sucumbió al terrible enemigo de la lujuria, añadiendo el asesinato al pecado de adulterio (cf. 2 Sam 11).
¡Debemos estar atentos! En tensión constante se desarrolla una confrontación de tendencias entre el espíritu y la carne, como consecuencia del pecado.11 Esta terrible realidad nos hace exclamar con San Pablo: «¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rom 7, 24).
Somos unos privilegiados, porque hemos nacido en el siglo más propicio para forjar héroes, ya que las dificultades a superar nunca fueron tantas y tan grandes. A nuevos peligros y enemigos les corresponden nuevas armas, nuevos auxilios. ¡Dios no es un verdugo! El Señor le explicó a Santa Catalina de Siena el motivo por el que permite que el hombre esté rodeado de tantos peligros: «No para que pierda la riqueza de la gracia; lo hago para demostrarle mi providencia, a fin de que confíe en mí y no en sí, se levante de la pereza y se refugie en mí, su defensor. Soy padre benigno que procura su salvación».12
Preciadas tácticas de guerra
Hasta aquí tenemos una sucinta hoja de ruta de guerra, un mapa de enemigos. Pero ¿dónde encontrar las armas?, ¿dónde buscar ayuda?
Un soldado debilitado no puede sostenerse mucho tiempo. Falto de fuerzas, pecable por naturaleza, mejor arma no hallaremos que la oración continua y la conservación del estado de gracia, a lo que concurre la frecuentación de los sacramentos.
Las tácticas varían según el ataque recibido y el golpe a asestar, pero, por regla general, la lucha espiritual comprende la huida continua de las ocasiones de pecado, una reacción en sentido contrario a las solicitudes pecaminosas y un profundo espíritu de fe en las realidades celestiales, porque en este mundo sólo estamos de paso.
Así que armémonos de la cabeza a los pies, porque la vida es una y en ella definimos nuestra eternidad, ¡sin posibilidad de retorno!
* * *
Estimado lector, ¡este artículo es una declaración de guerra, sin tregua ni cuartel! ¿Quieres ser santo? ¡Sé un héroe! Alístate en las huestes del divino Capitán, cuyo ingreso también es un pasaporte para entrar en la gloria celestial: el estado de la gracia. Ahora bien, ¿de dónde sacar las fuerzas?
Llegados a este punto, te espera una amable invitación: dirige tu mirada hacia María Santísima. «Terrible y majestuosa como un ejército formado en batalla» (Cant 6, 10), un deseo suyo basta para poner en fuga al infierno, vencer al mundo, calmar las voliciones desordenadas del orgullo y de los malos instintos. Ella es tu Madre, tu Reina y tu Señora. Quien la ha encontrado ha descubierto el secreto de la victoria, una poderosa aliada en el combate. En la tierra te acompaña, en el Cielo te espera.
Si caes, ¡levántate! No te aflijas por las heridas que la contienda te ocasione, piensa que las cicatrices de la lucha son aureola de gloria. La consigna es «¡Avanzar y confiar!», y el grito de guerra, «¡Por María!». La gracia ha movido tu corazón hasta aquí para que obtengas el fruto esperado de este artículo: entregarte a la Virgen y confiar en el auxilio de esta celestial Soberana: «¡De mil soldados no teme espada quien lucha a la sombra de la Inmaculada!». ◊
Notas
1 Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 21/9/1985.
2 Cf. SAN IGNACIO DE LOYOLA. Ejercicios espirituales, n.º 136.
3 DANTE ALIGHIERI. La divina comedia. Infierno, III. Madrid: M.E. Editores, 1994.
4 CCE 828.
5 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 20/4/1985.
6 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «Carola: caricatura do verdadeiro católico». In: Dr. Plinio. São Paulo. Año XXV. N.º 286 (ene, 2022); p. 11.
7 Cf. SAN JERONIMO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Matthæum, c. XI, vv. 12-15.
8 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 23, a. 1.
9 Cf. SAN AGUSTÍN. «Sermón 169», n.º 13. In: Obras completas. Madrid: BAC, 1983, t. XXIII, pp. 660-661.
10 Cf. ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la salvación. Madrid: BAC, 1997, p. 67.
11 Cf. CCE 2516.
12 SANTA CATALINA DE SIENA. «El diálogo». In: Obras. 3.ª ed. Madrid: BAC, 1996, p. 362.