Es sabido que los girasoles siguen al sol como las agujas de un reloj: durante el día su corola gira hacia la luz y por la noche recorre «cabizbajo» el camino contrario, para esperar su salida a la mañana siguiente. Pero estos ciclos sólo ocurren durante la «infancia» y la «juventud» de estas plantas. Cuando alcanzan la edad madura, dejan de girar y miran hacia oriente indefinidamente, hasta que mueren.
En este punto, como en tantos otros, la naturaleza nos da sabias y variadas lecciones. Podríamos hacer una analogía entre el heliotropismo y la atracción que el hombre siente por su Creador. Este movimiento del alma hacia Dios es el objetivo y el fin de toda vida cristiana. En nuestra infancia y adolescencia nos empapamos de las maravillas de Dios, sin poner obstáculos, y nuestra alma va elevándose hacia Él. Cuando empezamos a pensar por nosotros mismos, comenzamos a generar criterios propios que muchas veces nos dificultan la visión de lo sobrenatural. Entonces nos estancamos en la vida espiritual, como el girasol se estanca en la edad adulta.
También podemos considerar que el sol va «formando» a la flor cuando está en los albores de la vida con gracias abundantes, para luego como que «abandonarla» a su propio esfuerzo, a fin de probar su fidelidad, sin, no obstante, perderla de vista. ¡Y cuántas otras similitudes encontramos en esa realidad de la naturaleza!
Contemplando la vida de San Pío de Pietrelcina, se nos sugiere otra comparación: la riqueza infinita de los dones de Dios que, como rayos, caen sobre una misma alma de modo a hacerla volverse enteramente hacia Él, con todas sus potencias, transformándola en una especie de escaparate del carisma divino para sus semejantes.
Aureolado por carismas desde su primera infancia
Los dones místicos de los que fue receptor el santo italiano fueron abundantes. Este hijo espiritual de San Francisco, cuyo nombre civil era Francisco Forgione, nació en Pietrelcina, municipio de la provincia de Benevento (Italia), el 25 de mayo de 1887. Desde pequeño dio muestras de gran piedad, como cuenta su madre, Josefina: «“No cometía ninguna falta, no era caprichoso, era bueno y obedecía siempre. Cada mañana y cada noche iba a visitar Jesús y a la Virgen”. […] No quería ir a jugar con sus coetáneos porque decía: “Ellos son falsos, dicen malas palabras y blasfeman”».1
Josefina también relata las dificultades que Francisco encontró para aprender a leer y escribir con su primer profesor, un exsacerdote que más tarde se arrepentiría de haber abandonado su vocación y moriría bajo el cuidado de su antiguo alumno. Decía que el niño no aprendería nunca cosa alguna. «Mi cabeza no valdrá nada, pero la suya, que vive en pecado, ya no vale más…»,2 reaccionaba el pequeño inocente. Entregado a otro maestro, aprendió tan rápido que en poco tiempo progresó mucho más de lo esperado.
Desde muy joven fue objeto de grandes gracias místicas y las recibía con naturalidad, porque pensaba que todos las tenían. Mantuvo intacta su inocencia y, meses antes de cumplir los 16 años, ingresó en la Orden de los Capuchinos. Fue ordenado sacerdote en 1910 y desde 1918 vivió definitivamente en el convento de San Giovanni Rotondo, sobre el Gargano, donde murió el 23 de septiembre de 1968.
En el ejercicio de su ministerio sacerdotal, no dudaba en emplear más de catorce horas diarias en el confesionario, donde atendía a penitentes de distintos países sin haber aprendido jamás ninguna lengua extranjera. Se preparaba para este esencial apostolado despertándose mucho antes del alba y dedicándose a la oración, en la soledad y el silencio de la noche, siempre ante el Santísimo Sacramento.
Un «regalo de Dios»
En la mañana del 20 de septiembre de 1918, el Padre Pío recibió el maravilloso regalo de los estigmas, heridas de origen sobrenatural que reproducen las divinas llagas del Salvador. Permanecieron visibles y abiertas, frescas y ensangrentadas, durante exactamente medio siglo. Este fenómeno extraordinario llamó la atención de sus superiores, de médicos, eruditos y periodistas, en definitiva, de toda la gente corriente que, durante muchas décadas, fue a San Giovanni Rotondo para conocer al santo fraile.
En una carta al P. Benedetto, su director espiritual, fechada el 22 de octubre de 1918, el Padre Pío narra su «crucifixión»:
«Era la mañana del 20 del pasado mes de septiembre, en el coro, después de la celebración de la santa misa, cuando me sorprendió un reposo, semejante a un dulce sueño. Todos los sentidos internos y externos, por no hablar de las propias facultades del alma, se hallaban en una quietud indescriptible. […]
»Y mientras todo esto estaba sucediendo, vi ante mí un misterioso personaje, parecido al que había visto la tarde del 5 de agosto, que solamente se diferenciaba en que las manos y los pies, y su costado, chorreaban sangre. Al verlo me aterroricé; no podría decirle lo que sentí en ese instante. Sentí que me moría, y habría muerto si el Señor no hubiera intervenido para sostener mi corazón, el cual parecía que se me salía del pecho.
»La visión del personaje se desvanece, y me doy cuenta de que mis manos, pies y costado estaban perforados y goteaban sangre. Imagínese la angustia que experimenté entonces y que sigo experimentando continuamente casi todos los días».3
Los renombrados médicos que estudiaron los estigmas del Padre Pío no pudieron explicar sus llagas ni cicatrizarlas. Calcularon que el santo perdía un vaso de sangre cada día, y testificaron que las llagas nunca se infectaron. Curiosamente, estas heridas se cerraron por completo poco antes de su muerte. El Padre Pío decía que eran un regalo de Dios y una oportunidad para luchar, para parecerse cada vez más a Jesucristo crucificado. Muchos contaron que de las llagas emanaba una fragancia muy suave, que impregnaba toda su celda y se extendía por donde él iba.
Místico discernimiento
Otro don de este santo fue un extraordinario discernimiento de los espíritus, es decir, «el conocimiento sobrenatural de los secretos del corazón, comunicado por Dios a sus siervos».4 Esta capacidad de leer la conciencia de los penitentes quedaba clara para quienes se acercaban a él. El Padre Pío veía cuando los fieles acudían a él por mera curiosidad o sin arrepentimiento de sus pecados. Otros también buscaban favores espirituales o temporales y él no temía desenmascararlos, muchas veces en público.
El fraile portero de la iglesia de San Giovanni Rotondo contó el siguiente hecho: «Un día vino un comerciante de Pisa a pedirle la curación de su hija. El Padre Pío lo miró y le dijo: “Tú estás mucho más enfermo que tu hija. ¡Te veo muerto!”. Muy pálido, el pobre hombre balbuceó: “No, no. Me encuentro en perfecta salud”. “¿Sí?”, exclamó el Padre Pío. “¡Eres un desgraciado! ¿Cómo puedes estar bien con tantos pecados en tu conciencia? Descubro, al menos, ¡treinta y dos!”. Imagínese el asombro del comerciante. Después de la confesión, le decía a quien quería escucharlo: “¡Lo sabía todo! Antes de que yo hablara, lo sabía todo sobre mi vida”».5
En otra ocasión, un sacerdote, que había venido de muy lejos para conocerlo, se acercó a él para confesarse. Terminada la acusación de sus faltas, el santo le preguntó: «Hijo mío, ¿no recuerdas nada más?». «Nada más, padre», respondió el penitente, con sinceridad. «Venga —insistió el capuchino—, trata de recordar». El pecador, sin embargo, por mucho que examinara su conciencia, no tenía éxito. Entonces el Padre Pío le dijo con extrema dulzura: «Hijo mío, ayer por la mañana tu tren llegó a Bolonia a las cinco de la mañana. Las iglesias todavía estaban cerradas. En lugar de esperar, te fuiste al hotel a descansar antes de la misa. Te tumbaste en la cama y tan profundamente te dormiste que sólo te despertaste a las tres de la tarde, cuando ya era demasiado tarde para celebrar la misa. Sé que no lo hiciste por malicia, pero fue una negligencia que hirió y lastimó al Señor».6
Revelaciones y profecías
En carta dirigida al P. Agustín, de San Marco in Lamis, fechada el 7 de abril de 1913, narra el santo:
«Mi queridísimo padre, el viernes por la mañana [28 de marzo de 1913] todavía estaba en la cama cuando Jesús se me apareció. Estaba todo maltrecho y desfigurado. Me mostró una gran multitud de sacerdotes regulares y seculares, entre los cuales se encontraban varios dignatarios eclesiásticos; de éstos, unos celebraban misa, otros se vestían o se despojaban de las vestiduras sagradas. […]
»Su mirada se dirigió a aquellos sacerdotes; pero poco después, casi horrorizado y como si estuviera cansado de mirar, la retiró; y cuando levantó sus ojos hacia mí, con gran horror mío, observé dos lagrimones surcando sus mejillas. Se alejó de aquella multitud de sacerdotes con una gran expresión de disgusto en el rostro, gritando: “¡Asesinos!”.
»Y volviéndose hacia mí dijo: “Hijo mío, no creas que mi agonía duró tres horas, no; a causa de las almas más beneficiadas por mí, estaré en agonía hasta el fin del mundo. Durante el tiempo de mi agonía, hijo mío, no se debería dormir. Mi alma va en busca de unas gotas de piedad humana, pero, ay de mí, me dejan solo bajo el peso de la indiferencia. La ingratitud y el sueño de mis ministros hacen más gravosa mi agonía. ¡Ay, qué mal corresponden a mi amor! Lo que más me aflige es que a su indiferencia añaden el desprecio y la incredulidad. Cuántas veces he estado a punto de aniquilarlos, si no hubiera sido retenido por los ángeles y las almas enamoradas de mí… Escríbele a tu padre espiritual y cuéntale lo que has visto y oído de mí esta mañana. Dile que le enseñe tu carta al padre provincial…”. Jesús siguió hablando, pero lo que dijo no se lo podré revelar a ninguna criatura en este mundo».7
Esto dice el P. Antonio Royo Marín, OP, sobre otro don también concedido al Padre Pío: «Cuando las revelaciones [privadas] se refieren a acontecimientos futuros, se les da ordinariamente el nombre de profecías, aunque de suyo la profecía abstrae del tiempo y del espacio. […] Siempre han existido almas ilustradas con el espíritu de profecía. Es un hecho reconocido por la Sagrada Escritura y por la autoridad de la Iglesia en los procesos de canonización».8
Fueron muchas las profecías hechas por el Padre Pío, tanto las que se refieren a situaciones personales, como la predicción de una muerte inminente y de acontecimientos catastróficos en la vida familiar, como a sucesos mundiales.
Muchos de estos anuncios proféticos se hicieron con ocasión de la Segunda Guerra Mundial, como éste que nos cuenta uno de sus biógrafos: «Cuando un hombre de Génova preguntó si su ciudad se salvaría, el sacerdote se echó a llorar y suspiró: “Génova será bombardeada. ¡Oh, cómo bombardearán esta pobre ciudad! ¡Cuántas casas, edificios e iglesias se derrumbarán! No obstante, esté tranquilo. Su casa no será tocada”. Cuando, en junio de 1944, los aliados bombardearon Génova hasta convertir la ciudad en un montón de escombros, la única casa que permaneció en pie e intacta en medio de una inmensa zona de ruinas carbonizadas fue la del hombre que había recibido la profecía del Padre Pío».9
Víctima de violentos ataques infernales
Curaciones milagrosas, bilocación, hierognosis, don de luminosidad, levitación… ¡Cuántos otros dones presentes en ese santo italiano se podrían comentar! Aunque, ¿cómo pretender que quepan en un solo artículo los infinitos dones de Dios? Por supuesto que en el alma del Padre Pío eran limitados, pero resultaron ser tan abundantes que se diría que eran un reflejo de la infinitud divina. Hay, sin embargo, otro signo imprescindible a considerar en su vida: los ataques diabólicos.
Desde su infancia, el santo sacerdote mantuvo un frecuente trato con el mundo sobrenatural, «y en su intimidad había todo un vaivén de personajes celestiales: ángeles, santos, la Virgen, Jesús».10 Recogido en la torricella, una pequeña habitación de su casa donde se aislaba de sus familiares, recibía de sus «maestros invisibles» orientaciones, informaciones, consejos de por vida, que le proporcionaron una madurez precoz y un conocimiento profundo de las ciencias.
Sin embargo, allí mismo el Padre Pío fue víctima de tormentos, tanto físicos como espirituales, causados por el demonio. Eran ataques feroces, en los que unas veces se le aparecía al niño en forma de animales horripilantes, otras, como un muchacho malvado que atacaba al santo. Satanás hizo todo lo posible para impedir que el pequeño Forgione se convirtiera en sacerdote y cumpliera su misión.
Durante años, ya en San Giovanni Rotondo, fue azotado por el diablo todas las noches. Así describe un compañero de celda uno de estos ataques: «Una noche me desperté sobresaltado por un ruido ensordecedor… No vi lo que había pasado, porque, aterrorizado, me envolví en mi manta lo mejor que pude… Oía al sacerdote sollozar y suplicar: “Madonna mia!… ¡Señora, ayúdame!”. También escuchaba risas y el ruido de hierros que caían y el arrastre de cadenas. Recuerdo que de mañana, a la luz de una lámpara, pude ver los hierros que sostenían las cortinas completamente retorcidos y esparcidos por el suelo. Él tenía un ojo hinchado y la cara magullada».11
Con el paso de los años, al ver que estos ataques no surtían el efecto deseado, Satanás pasó a la agresión moral y psicológica, «creando situaciones absurdas y que escapan completamente a cualquier lógica. Aún con todos los signos de santidad manifestados en él de manera clamorosa, a través de los estigmas, los milagros y las conversiones masivas, logró que la Iglesia lo condenara como falsificador, lo suspendiera del ejercicio de su ministerio sacerdotal, lo mantuviera bajo arresto domiciliario durante dos años ».12
Panoplia divina
Habría muchísimo más que comentar sobre este singular santo, cuya vida se nos presenta como una panoplia, en ambos sentidos de la palabra.
Sus virtudes y las gracias excepcionales que recibió constituyeron una completa armadura para su alma, con la que afrontó los ataques satánicos más feroces y el neofariseísmo de su tiempo. Por otra parte, son una extraordinaria colección de dones que Dios está dispuesto a derramar sobre la humanidad, si los hombres empiezan a creer y a vivir en el «mundo invisible» de San Pío de Pietrelcina, el girasol de Dios. ◊
Notas
1 PREZIUSO, Gennaro. Padre Pío. El apóstol del confesionario. 2.ª ed. Buenos Aires: Ciudad Nueva, 2011, p. 19.
2 WINOWSKA, María. Padre Pio, o estigmatizado. Porto: Educação Nacional, 1956, p. 8.
3 CESCA, Olivo. Padre Pio, o Santo do terceiro milênio. 7.ª ed. Porto Alegre: Myrian, 2020, p. 119.
4 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la perfección cristiana. Madrid: BAC, 2006, p. 918.
5 WINOWSKA, op. cit., p. 49.
6 Cf. Idem, pp. 205-206.
7 SAN PÍO DE PIETRELCINA. Cartas do Padre Pio. Dois Irmãos: Minha Biblioteca Católica, 2022, pp. 55-56.
8 ROYO MARÍN, op. cit., p. 916.
9 RUFFIN, C. Bernard. Padre Pio. A história definitiva. Dois Irmãos: Minha Biblioteca Católica, 2020, pp. 375-376.
10 CESCA, op. cit., p. 23.
11 Idem, p. 104.
12 Idem, p. 355.