«¡Dios mío, si las cosas son así, desisto!». Corría el mes de octubre de 1942. Después de haber dicho esto, un joven de 14 años se dirigió a la sala de estudio del seminario de Quảng-Uyên, que estaba a cargo de dominicos franceses. A pesar de su carácter sencillo, simpático e incluso carismático, se encontraba atormentado y afligido.
Para un chico como él, que luchaba con uñas y dientes para conquistar su ideal, descubrir que no sería capaz de hacerlo era una decepción insoportable; la idea de verse obligado a rendirse lo estremecía.
Joaquín Nguyên Tan Van quería ser santo, siendo sacerdote. Desde los 3 años perseguía a su madre por la casa y el arrozal molestándola: «Mamá, haz de mí un santo». A los 8, dejaba la vida de familia, en los alrededores de Hanói, para ir en busca de su objetivo.
En medio de las continuas vueltas, muchas veces crueles, que dio desde entonces Van, la Providencia nunca dejó de hablarle a su corazón; las llamadas a la intimidad con Jesús eran insistentes. «Pero había un problema», escribiría en su diario: «A pesar de mi gran deseo de alcanzar la santidad, tenía la certeza de que nunca lo lograría, porque para ser santo tendría que ayunar, disciplinarme, llevar una piedra al cuello».1
Adolescente típico de su tiempo — casi el nuestro—, sus escasas lecturas espirituales lo habían dejado con una idea apoteósica de la santidad, que excedía sus capacidades y su ánimo. Sobre todo al muchacho le inquietaba la imagen, tantas veces presentada, de un Dios exigente y castigador, a quien el pecador, por ser miserable, no podía acercársele. «Llegué a la conclusión de que mi anhelo de santidad era pura locura», afirmó.2
Tales pensamientos le causaban un intenso pesar, pues sus aspiraciones eran muy distintas: «Según mi idea personal, hubiera querido que mi vida de santidad se conformara al pensamiento de San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”. Sí, deseaba que todas mis acciones, todos mis gestos fueran puestos al servicio de Dios, para llegar a aquel que es la perfección absoluta».3
En efecto, Van se veía envuelto en un dilema: «Yo estaba buscando, por lo tanto, un santo de mi imaginación. Pero ¿dónde estaría escondido, ya que no lo encuentro por ninguna parte? No me atrevería a inventar una nueva vía. Entonces, ¿qué tengo que hacer?».4
Más que un libro… ¡una solución!
En esta encrucijada espiritual, Van entraba en la sala de estudio aquella tarde de 1942, tras haberse arrojado a los pies de una imagen de la Virgen, su «salvavidas» en tantas aflicciones, rogándole una señal, un consejo, la recuperación de la paz.
Específicamente le había pedido que le indicara un libro interesante. Así que, después de barajar algunos ejemplares encima de la mesa, determinó que leería aquel sobre el cual su dedo índice se pusiera primero, al azar. Cerró los ojos…
Al coger el libro que le había tocado, con un gesto de franca decepción, lo dejó caer en la mesa haciendo ruido. Historia de un alma… ¿Quién sería esa Santa Teresa del Niño Jesús? ¿De dónde había venido? Y pensaba consigo mismo: «Sin duda que desde su nacimiento hasta su último aliento, tuvo muchos éxtasis y realizó varios milagros; ayunaría a pan y agua, tomando una única comida por día…».5
No obstante, tal y como se había comprometido, empezó a hojearlo. Pronto se vio absorto. Saltó hasta el último capítulo y decidió leerlo seriamente. Tan sólo leídas dos páginas, sus ojos se empañaron. Lágrimas de arrepentimiento le cayeron por sus mejillas por haber despreciado el libro, y su corazón se inundó de alegría y alivio ante un hallazgo tan maravilloso:
«Entonces, convertirse en santo no es sólo recorrer el camino de los “santos de antaño”. Hay muchos caminos que conducen a la santidad. […] Lo que me conmovió por completo fue este razonamiento de Santa Teresa: “Si Dios solamente se humillara ante las flores más bellas, símbolos de los santos doctores, su amor no sería un amor absoluto, ya que la característica del amor es humillarse hasta el extremo. […] Así como el sol ilumina los cedros y las florecillas, de la misma manera la divina Estrella alumbra todas las almas, grandes o pequeñas”. ¡Oh, qué razonamiento, tan profundo en su sencillez! En estas palabras encontré la llave que me abría un camino recto y apacible, que conducía directamente a la cima de la perfección».6
Su corazón se llenó por completo y su alma se volvió ligera; pero en aquel momento ya no podía seguir leyendo, por el simple hecho de que sus lágrimas habían empapado las páginas, pegándolas unas con otras… Tuvo que resignarse a cerrar el libro.
«Unidos en el único amor de Dios»
En los días que siguieron, Van e Historia de un alma se volvieron inseparables. El joven sintió su alma en consonancia con cada «sí» y cada «no» de Teresa, con cada dolor y cada alegría.
Al principio, se dirigía a la autora del libro con el apelativo de «santa». Después de algún tiempo, empezó a sentir la necesidad de tratarla con intimidad, como un hermano pequeño trataría a su hermana mayor, pero no se atrevió a hacerlo hasta que leyó en la autobiografía la parte en la que Teresa narra el fallecimiento de su madre. En esa ocasión, ella decía, refiriéndose a su hermana mayor: «En cuanto a mí, Paulina es quien será mi madre». Tomado entonces por una inspiración de la gracia, de rodillas Van declaró con una fórmula simple y sincera: «Para mí, Teresa será mi hermana».
Acerca de ese momento, cuenta él: «Tan pronto como dije esas palabras, mi alma fue invadida por una tal corriente de felicidad que quedé aturdido por ella. […] Una fuerza sobrenatural me dominó enteramente e inundó mi alma con una felicidad indecible».7 Arrebatado por esa gracia mística, dejó la capilla donde estaba y se puso a correr por todas partes, rebosando una alegría que «solo podía expresar con una gran variedad de canciones y mil saltos infantiles».8 Y añade: «Saltaba de piedra en piedra, […] dando voces de felicidad, cantando al aire todas las canciones que me sabía de memoria en vietnamita, tailandés, francés y chino».9
Finalmente, agotado de tanto dar brincos «como un loco, o más bien, como una mariposa que el viento lleva de aquí allá»,10 pero tomado de júbilo, se tumbó sobre una piedra y empezó a analizar, con cierta vergüenza, su actitud: «¿Habré perdido la cabeza? Si no, ¿por qué estoy tan lleno de alegría?».11
De pronto, una voz desconocida le llamó por su nombre:
—¡Van, Van, mi querido hermanito!
Van dio un salto, ¡esta vez de susto! El joven miró a su alrededor, convencido de que había alguien allí, aunque perplejo por el trato familiar, ya que había escuchado una voz femenina.
—¡Van! ¡Querido hermanito!
La voz era suave como la brisa que pasa. Al percibir, pues, su origen sobrenatural, Van exclamó con entusiasmo:
—¡Oh! ¡Es mi hermana Santa Teresa!
La respuesta no se hizo esperar:
—Sí, es realmente tu hermana Santa Teresa quien está aquí. Apenas oí tu voz, entendí a fondo tu corazón inocente y puro. He venido aquí para responder a tus palabras, que han resonado en mi corazón. ¡Hermanito! De ahora en adelante nuestras almas ya no estarán separadas por ningún obstáculo, como antes. Ya están unidas en el único amor de Dios.
Similitud de misiones
A pesar de una infancia turbulenta, marcada por la pobreza y por las persecuciones, el sufrimiento que más daño le hacía a su corazón siempre fue su profundo aislamiento: «No encontraba a nadie a quien le pudiera confiar mis pensamientos. Por eso tuve que soportarlo todo en silencio hasta el día en que encontré a mi hermana Santa Teresa en la colina de Quảng-Uyên».12 La santa de la pequeña vía obró en Van, en una intensa, íntima y duradera relación —fielmente relatada por él en sus escritos—, un milagro admirable: por medio de una amena convivencia, le hizo comprender un poco el amor del Padre.
Amparado por Teresa, Van pasó a vislumbrar la misericordia de Dios en todo. Comprendió —¡y nos convence!— que no hay separación entre el Cielo y la tierra, y que existe una fuerte conexión de almas y misiones entre la Iglesia gloriosa y la Iglesia militante. Era lo que le sucedía a él, conforme se lo aseguró su protectora: «Teresa siempre ha sido tu Teresa y tú, Van, eres igualmente el hermano pequeño de Teresa desde el momento en que existimos, los dos, en el pensamiento de Dios».13
Habiendo ya madurado, la propia Virgen María le dio una visión más clara sobre esa vinculación de misiones. En una comunicación del 4 de enero de 1946, le dijo: «¿No sabes que más tarde, en el Cielo, tendrás una misión similar a la de tu hermana Teresa? Serás tú como una segunda Teresa del Niño Jesús. La primera te enseñó la manera de entrar en relación con el amor de Jesús; en cuanto a la segunda» —refiriéndose a Van—, «enseñará a las almas la manera de entrar en relación conmigo y expandir mi reino en el mundo. […] Tu papel, hijo mío, no consistirá en ser el apóstol de mi Reino, sino en ir en auxilio de los apóstoles de ese reino».14
Una gran renuncia…
Teresa guio con maestría a esa alma débil, pero fiel, desvelándole panoramas que movían su voluntad y cambiaban su mentalidad. En algunas ocasiones, escuchaba a Van con paciencia; otras, le daba consejos claros. A veces, le llamaba la atención bromeando, diciéndole que no se debe llorar tan fácilmente… ¡Hasta le llegó a cantar y escribir versos!
Ahora bien, como emisaria de la voluntad divina junto a su alma, Teresa también tuvo que comunicarle, cierto día, un delicado y difícil mensaje: no sería sacerdote. La noticia le causó al joven un inmenso dolor y le arrancó un copioso llanto. Queriendo animarlo, su protectora le aseguró que sus anhelos apostólicos se cumplirían igualmente fuera del estado sacerdotal, por medio de oraciones y sacrificios, así como ella misma había realizado su vocación: «Hermanito, alégrate y regocíjate de haber sido puesto entre el número de los “Apóstoles del amor de Dios”, que tienen el privilegio de estar escondidos en el corazón de Dios para ser la fuerza vital de los apóstoles misioneros».15
Ingreso en la vida religiosa
Esta noticia fue el inicio de una nueva etapa en la vida de Van. Había que decidir su destino y, para ello, Teresa le recomendó que recurriera a la Santísima Virgen para saber en qué congregación religiosa debía ingresar.
Dos semanas más tarde, Van tuvo un simbólico sueño al respecto: de repente vio a alguien vestido de negro acercándose a la cabecera de su cama, sonriente y luminoso, con una belleza sobrenatural deslumbrante. Acariciándolo, la figura le preguntó con mucha delicadeza: «Hijo mío, ¿quieres?». Al no poder identificar a la persona y sentirse abrumado por su indescriptible bondad, Van enseguida pensó que sería Nuestra Señora, más concretamente la Virgen Dolorosa, por su vestido, y respondió con entusiasmo: «¡Sí, Madre mía, quiero!».
Este sueño inundó de alegría el corazón de Van, aunque aún no conociera su significado. Al contárselo a su hermanita, ella tan sólo le dijo, sonriendo: «Pídele a Nuestra Señora que te lo explique».16 Sin embargo, aparentemente eso no ocurrió y Van continuó en busca de su vocación.
Ya había pensado hacerse dominico, o incluso cisterciense, pero ninguno de estos carismas llenaba su alma. Ahora bien, pocos días después del sueño encontró en su casa una revista titulada Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, publicada por los padres redentoristas, y comenzó a leer varios artículos que trataban sobre María Santísima. A respecto de esta lectura, afirma en sus memorias: «Empecé a conocer y amar a la congregación por la sencilla razón de que los redentoristas tenían una devoción muy especial a la Santísima Virgen».17 A partir de entonces comenzó a desear con toda su alma formar parte de la Congregación del Santísimo Redentor.
Santa Teresa lo apoyó de inmediato en esa decisión: «¿Quieres unirte a los redentoristas? Muy bien, hermanito. Esa es precisamente la congregación en la que la Virgen María desea que entres».18 De hecho, vencidas algunas dificultades, Van ingresó en el noviciado redentorista de Hanói, el 15 de agosto de 1945, con el nombre de Marcelo.
Un día, al entrar en la capilla para hacer una breve visita al Santísimo Sacramento, vio sobre un pedestal una imagen de San Alfonso María de Ligorio, fundador de la congregación. Viéndolo vestido de la misma forma que la Virgen de los Dolores de su sueño, y haciendo los mismos gestos que Ella había hecho cuando estaba en la cabecera de su cama, le surgió una fuerte duda: ¿fue realmente la Virgen María la figura misteriosa que le había acariciado? De repente, Santa Teresa le dijo muy amablemente: «Ya no hay duda, hermanito. La persona que se te apareció aquella noche y que creías que era Nuestra Señora de los Dolores ¡era tu bondadoso padre, San Alfonso!».19 Esto confirmó, una vez más, su elección y la autenticidad de su llamado.
Místico, apóstol y confesor de la fe
Su director espiritual en la congregación, el sacerdote canadiense P. Antonio Boucher, impresionado con el joven religioso en el que la gracia había hecho maravillas, le aconsejó que escribiera su itinerario espiritual, del que resultó un voluminoso texto en vietnamita, dividido en casi novecientas páginas de cuadernos de apuntes. Convencido de que Van tenía un mensaje para la Iglesia y para el mundo, el P. Boucher trabajó diligentemente durante años para traducir estos escritos al francés. Gracias a ello, hoy tenemos a nuestra disposición sus enseñanzas de gran profundidad teológica y mística.
Durante casi diez años, Marcelo realizó un fecundo apostolado. Habiendo regresado a Hanói —ya ocupada por los comunistas— para ayudar a sus hermanos, fue preso en 1955. El 10 de julio de 1959 moría a causa de los malos tratos recibidos, pero, según su más ardiente deseo, consumido por el amor. ◊
Notas
1 MARCEL VAN. The Autobiography of Brother Marcel Van. Leominster: Gracewing, 2006, p. 224.
2 Ídem, p. 225.
3 Ídem, ibídem.
4 Ídem, ibídem.
5 Ídem, p. 227.
6 Ídem, p. 228.
7 Ídem, p. 234.
8 Ídem, ibídem.
9 Ídem, ibídem.
10 Ídem, ibídem.
11 Ídem, ibídem.
12 Ídem, p. 67.
13 Ídem, p. 236.
14 MARCEL VAN. Conversations with Jesus, Mary and Thérèse of the Child Jesus. Leominster: Gracewing, 2008, p. 109.
15 MARCEL VAN, The Autobiography of Brother Marcel Van, op. cit., p. 259.
16 Ídem, p. 264.
17 Ídem, p. 266.
18 Ídem, ibídem.
19 Cf. Ídem, p. 265.