La agitación de la rutina hodierna hace que, no raras veces, dejemos de darle la debida importancia a la convivencia en el hogar. ¿Por qué no aprovechamos las actuales circunstancias para crecer en afecto y devoción?
En marzo todo cambió. De repente, los acontecimientos nos han hecho volver a tener una convivencia familiar intensa, propia de tiempos antiguos. Muchos nos vemos obligados a quedarnos en casa todo el día; los niños, a pesar de tener tareas escolares, ya no van al colegio.
Estamos juntos, compartimos todas las comidas y los momentos de ocio. Nuestras conversaciones se pueden prolongar, sin excesiva preocupación con las horas que pasan. Al permanecer en nuestros hogares nos encontramos con lo que San Juan Pablo II siempre recordaba que era una «iglesia doméstica».
Ante todos esos cambios, ¿qué hemos de hacer para establecer entre nosotros una convivencia digna y elevada, de manera a disminuir la falta que sentimos de las actividades exteriores?
Es necesario seguir el ejemplo de la Familia de Nazaret
Muchos incentivan a las familias a que creen una rutina diaria, lo cual no deja de ser un excelente consejo para que se aproveche bien el tiempo.
Sin embargo, pocos se detienen a pensar que nuestro confinamiento sucede exactamente en el lugar en que toda persona se siente más a gusto: su propia casa. Esa feliz circunstancia nos brinda la especial oportunidad de crecer en las virtudes, y nos recuerda que «a los que aman a Dios todo les sirve para el bien» (Rom 8, 28).
Tras compenetrarnos de ello, hemos de destacar que el cambio de rutina ofrece una bella ocasión para acercarnos a quienes más amamos, pues, como decía Dña. Lucilia Ribeiro dos Santos, «vivir es estar juntos, mirarse y quererse bien». Y en ese punto nosotros, los católicos, debemos seguir el modelo acabado y perfecto: la Sagrada Familia.
Estamos juntos, compartimos todas las comidas y los momentos de ocio; nuestras conversaciones se pueden prolongar sin excesiva preocupación…
Comentando esa convivencia entre Jesús, María y José, el Dr. Plinio los imaginaba «solos en la casa de Nazaret, por la noche, después de una cena que había sido sobria pero llena de agrado, porque estaban juntos, se miraban y se querían bien. ¡Qué indecible felicidad el estar unidos, conversando, intercambiando pensamientos y deseos de alma!»1.
Las relaciones en los hogares católicos deben reflejarse, especialmente, en la afabilidad y elevación de vistas que marcaban la convivencia en la casa de Nazaret. Seguir el ejemplo de la Sagrada Familia significa hacer que el corazón de cada uno sea como un altar donde ofrecemos al Señor todas nuestras dificultades, como un sacrificio de suave olor.
La entrega mutua es fundamental
Si queremos vivir las alegrías de la convivencia familiar, hará falta que nos ejercitemos en la entrega mutua: los padres han de esforzarse en dar testimonio, con su ejemplo de vida, del ideal de cuidado para con la prole; y los hijos, de la obediencia, del respeto y generoso empeño en ayudar. Si se dan esas disposiciones, se habrá recorrido un enorme camino.
No obstante, incluso después de tomada esa heroica resolución, no dejarán de existir divergencias en el seno familiar. Pero pueden ser prontamente solucionadas con un pedido de perdón, similar, en algún modo, a aquel que se inclina ante un confesionario.
Además de todo eso, les haría muy bien a las familias agregar momentos de silencio a la rutina diaria, para pensar, meditar y reflexionar. La convivencia, para que sea sagrada, debe estar impregnada de espíritu religioso y elevación del pensamiento. A fin de cuentas, las buenas conversaciones sólo se establecen cuando el alma se vuelve hacia Dios.
La convivencia debe estar impregnada de espíritu religioso y elevación del pensamiento; las buenas conversaciones sólo se establecen cuando el alma se vuelve hacia Dios
En este sentido, recordaba el Dr. Plinio que «cuando conversamos animados por el amor a Dios y al prójimo, la convivencia es agradable. De lo contrario, el trato será detestable, sin afabilidad, marcado por una huella revolucionaria. […] Supongamos un coloquio entre dos personas que se esfuerzan por cumplir de modo eximio los Diez Mandamientos; esto es el Cielo»2.
Nada de eso se hace sin la oración
Incluso durante las actividades diarias, nuestra alma debe estar continuamente dirigida hacia Dios. Así, ninguna situación, por muy difícil que sea, podrá robarnos la paz de alma.
Es necesario, ante todo, ¡rezar en familia! Únicamente la oración tiene la virtud de infundir en los hogares un clima marcado por la presencia de Dios y por el ejemplo de la entrega, tanto de los padres como de los hijos, en el cual la comunión fraterna y amorosa da la nota tónica de la convivencia.
«La oración es un medio indispensable y seguro para que obtengamos la salvación y todos los medios que a ella conducen. […] Si oráis, sin duda, os salvaréis; si no, ciertamente, os perderéis. […] La razón es que, para hacer actualmente el bien, vencer las tentaciones, practicar las virtudes, en una palabra, observar enteramente la ley divina, no bastan las luces recibidas, nuestras propias consideraciones, nuestros buenos propósitos: es indispensable, aparte de eso, el socorro actual de Dios; ahora bien, el Señor concede ese socorro actual solamente a quienes oran con perseverancia»3.
Es necesario, ante todo, rezar en familia: «Si oráis, sin duda, os salvaréis; si no, ciertamente, os perderéis»
No podemos, por tanto, dejar de priorizar el rezo del Santo Rosario, así como la lectura del Evangelio o de la vida de algún santo. Si así lo hacemos, Nuestro Señor Jesucristo nos acompañará y protegerá, pues prometió: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20).
Aprovechemos este alejamiento del ritmo frenético de la vida moderna, que tantas veces esclaviza a los hombres a las cosas de la tierra, para recurrir a lo sobrenatural con mucha fe. De esa forma, santificaremos lo que de más bello el hombre y la mujer pueden constituir: una familia. ◊