Estaba predicando la novena de la Inmaculada y el último día había hablado sobre la confesión [refiere don Orione]; en ella, sin saber el porqué, había dicho: aunque uno hubiera puesto veneno en el plato de su madre y así la hubiera asesinado, si estaba arrepentido y se confesaba, Dios en su infinita misericordia lo perdonaría…
Terminada la prédica, seguí confesando hasta medianoche y, a esas horas, me puse en camino hacia Tortona. Eran unos nueve o diez kilómetros, pero el tiempo era pésimo, nevaba y hacía mucho frío. Yo caminaba a pie, pues a esas horas no había medios de transporte. Al salir del pueblo vi una sombra negra que se me acercaba. Yo pensé: «Si me quiere robar, no tengo más que cinco liras». Él iba delante de mí y miraba hacia atrás. Al llegar a él, le dije:
—Buenas noches.
Él me preguntó:
—¿Usted es don Orione? ¿El predicador?
Al decirle que sí, añadió:
—Le he oído predicar. Quisiera saber si lo que ha dicho sobre uno que ha envenenado a su madre es cierto.
Al asegurárselo, me dijo que él era ese hombre, que con veneno había matado a su madre, porque había continuas peleas entre ella y su esposa. Y dijo:
—¿Puedo ser perdonado?
Y se puso a llorar. Me contó su historia, se arrodilló a mis pies y me pidió que lo confesara, diciendo:
—Desde aquel momento (de su gran pecado) no he podido tener paz y son tantos años…
Le di la absolución y me abrazó llorando. Estaba inundado de gozo. Y mis lágrimas se unieron a las suyas.
Continué mi camino con una alegría en mi corazón como nunca antes en mi vida… Al llegar a Tortona, me eché en la cama para descansar y soñé con el Corazón de Jesús y su gran misericordia.
PEÑA BENITO, OAR, Ángel.
San Luis Orione y la Divina Providencia.
Lima: Libros Católicos, [s. d.], p. 31.