¡Salve María! Me gustaría saber cuál es la doctrina de la Iglesia Católica sobre la cremación. ¿Es apropiado que un católico elija ser incinerado tras su muerte?
Marianne Farias – Recife (Brasil)
Desde sus orígenes, la Iglesia Católica adoptó la costumbre de sepultar los cuerpos de los cristianos fallecidos. Prueba de ello son las catacumbas —que aún existen y reciben muchos visitantes—, donde los fieles se reunían para rezar y asistir a la santa misa en tiempos de persecución.
Se había adoptado ese hábito con preferencia a la cremación no porque ésta fuera, en sí, algo malo, sino por respeto a la sensibilidad humana, a la cual le repugna colaborar en la destrucción del cuerpo de un ser querido. Por otra parte, la incineración del cadáver era un acto ritual de algunos cultos paganos, lo que llevó a la Iglesia, siempre celosa en la defensa de la fe, a optar por la inhumación.
La doctrina católica sobre este asunto, recogida por la entonces Congregación para la Doctrina de la Fe, es sencilla y clara: «La Iglesia sigue prefiriendo la sepultura de los cuerpos, porque con ella se demuestra un mayor aprecio por los difuntos; sin embargo, la cremación no está prohibida, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana» (Ad resurgendum cum Christo, n.º 4). El catecismo también nos enseña que «la Iglesia permite la incineración cuando con ella no se cuestiona la fe en la resurrección del cuerpo» (CCE 2301).
San Pablo nos dice en la Primera Carta a los Corintios: «Si por un hombre vino la muerte, por un hombre vino la resurrección. Pues lo mismo que en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su puesto: primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo, en su venida» (15, 21-23). Y lo mismo profesamos en el credo: «Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna».
La liturgia, a través de las palabras, pero también mediante gestos, movimientos y símbolos, sigue realizando la obra de Jesucristo. Por eso San Agustín señala que, al enterrar los cuerpos de los fieles difuntos, la Iglesia reafirma la fe en la resurrección de la carne (cf. De cura pro mortuis gerenda, c. 3, n.º 5). De este modo se manifiesta lo que dice Tertuliano: «La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella» (De resurrectione carnis, c. 1, n.º 1).
Por ese motivo, a quienes optan por la cremación no se les debe privar de los sacramentos ni siquiera de los ritos funerarios, a menos que en vida la persona hubiera expresado su deseo de ser incinerado por razones contrarias a la fe. En este caso, la norma de la Iglesia es la de negar las exequias eclesiásticas, según lo determina el derecho (cf. CIC, can. 1184 § 1, 2.º).
De hecho, la elección de la cremación suele ir acompañada de gestos que contradicen la enseñanza de la doctrina católica respecto de la resurrección, debido a la manera en que las cenizas de los difuntos son tratadas. Por ello, recientemente la Iglesia ha determinado un cuidado especial sobre este punto como, por ejemplo, conservar las cenizas en cementerios o columbarios, prohibiendo esparcirlas —ya sea en el aire, en la tierra o en el agua— o incluso dividirlas en lugares diferentes, así como transformarlas en «joyas» y otros objetos.
Por supuesto, nada de esto sería impedimento al poder de Cristo, que al final de los tiempos resucitará a todos los que han muerto. Pero gestos como estos pueden llevar a confusión en la fe, porque tienen apariencia de creencias panteístas, naturalistas o nihilistas, entre otras.
Bien al contrario, la Iglesia nos enseña que «el rito de las exequias debe expresar más claramente el sentido pascual de la muerte cristiana» (Concilio Vaticano II. Sacrosanctum concilium, n.º 81), razón por la cual se introdujo la costumbre de colocar el cirio pascual junto al ataúd o la urna que contiene las cenizas del fallecido.
Finalmente, sea cual sea el rito elegido —la sepultura, más apropiada, o la cremación—, no se debe perder de vista la meta de todo católico, que Santa Teresa del Niño Jesús resumió poéticamente poco antes de dejar esta tierra: «No muero, ¡entro en la vida!».