«Él me invocará: “Tú eres mi Padre”» (Sal 89, 27). Es sumamente rica la palabra de Dios que la liturgia nos propone en la solemnidad de San José. Nos presenta las palabras del Evangelio de San Lucas, pero, al mismo tiempo, aprovecha el gran tesoro del Antiguo Testamento, en particular del segundo Libro de Samuel y del Libro de los Salmos.
Entre la Antigua y la Nueva Alianza existe un íntimo vínculo, que es descrito por San Pablo, de manera clara y profunda, en el fragmento de la Carta a los Romanos leído antes. ¿Quién es el que, según las palabras del salmo, grita: «Tú eres mi Padre»? Es Jesucristo, el Hijo del Dios vivo.
Incesante súplica de Jesús al Padre
Sin embargo, antes de que Jesús de Nazaret pronunciara estas palabras, el salmista las había expresado en el contexto de la Alianza llevada a cabo por Yahvé con su pueblo. Son, por tanto, palabras destinadas al Dios de la Alianza. He aquí que, dirigiéndose precisamente a Dios, que es la roca de la salvación del hombre, Jesús proclama: ¡«Tú eres mi Padre»! Dice, usando la expresión de la máxima confianza de un hijo hacia su padre: ¡«Abba», Padre mío!
El Hijo de Dios, Hijo de María, concebido por obra del Espíritu Santo, fue confiado al cuidado paternal de San José
¡Abba, Padre mío! Así llama Jesús al Padre que está en los Cielos, y hace posible que también nosotros nos dirijamos de tal modo a aquel de quien Él es Hijo consustancial y eterno. Jesús nos autoriza a expresarnos de este modo, a orar al Padre así.
La liturgia de hoy nos introduce de una manera significativa en la oración que el Hijo de Dios le presenta incesantemente al Padre celestial.
Participación de José en la paternidad del Padre eterno
Al mismo tiempo, de su orante invocación, que resalta la paternidad de Dios, emerge, de algún modo, un singular designio salvífico acerca del hombre llamado José, a quien el Padre eterno ha confiado una peculiar participación en su propia paternidad.
«José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 20-21). Con estas palabras, el Padre celestial llama a José, descendiente del linaje de David, a participar de manera especial de su eterna paternidad.
El Hijo de Dios, Hijo de María, concebido por obra del Espíritu Santo, vivirá junto a José. Será confiado a su paternal cuidado. Se dirigirá a José —un ser humano— como a un «padre».
José, «tu padre»
La Madre de Jesús, cuando éste aún tenía 12 años, acaso no dijo en el Templo de Jerusalén: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados» (Lc 2, 48). María habla de José y utiliza la expresión: «tu padre».
Muy singular fue la respuesta que en aquella ocasión les dio el Niño Jesús a sus padres: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Jesús revela así la verdad profunda de su filiación divina: la verdad que concierne al Padre, el cual «tanto amó al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).
Aquel a quien el Padre eterno confió a su Hijo extiende su protección también sobre el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia
Jesús Niño responde a María y a José: «Debía estar en las cosas de mi Padre». Y aunque a primera vista estas palabras parecen, en cierto sentido, eclipsar la «paternidad» de José, en realidad la resaltan aún más como paternidad afectuosa del singular «descendiente de David», José de Nazaret.
Protector de la Iglesia
He aquí, queridos hermanos y hermanas, el punto central de la solemnidad litúrgica de hoy: la paternidad afectuosa de San José. Es el garante y protector que, junto con la vocación de padre putativo del Redentor, recibió de la Divina Providencia la misión de proteger su crecimiento en sabiduría, edad y gracia.
En las letanías dedicadas a él, lo invocamos con títulos maravillosos. Lo llamamos «Ilustre descendiente de David», «Luz de los patriarcas», «Esposo de la Madre de Dios», «Casto guardián de la Virgen», «Padre nutricio del Hijo de Dios», «Celoso defensor de Cristo», «Jefe de la Sagrada Familia».
Con una expresión que bien resume la verdad bíblica sobre él, lo invocamos como «Protector de la Santa Iglesia». Ésta es una advocación profundamente arraigada en la revelación de la Nueva Alianza. La Iglesia es, en efecto, el Cuerpo de Cristo. ¿No era, pues, lógico y necesario que aquel a quien el Padre eterno confió a su Hijo extendiera también su protección a ese Cuerpo de Cristo que, según la enseñanza del apóstol Pablo, es la Iglesia? […]
«Tú eres mi padre»… José fidelísimo, a ti nos dirigimos. No dejes de interceder por nosotros; ¡no dejéis de interceder por toda la familia humana! ◊
Fragmentos de:
SAN JUAN PABLO II.
Homilía, 19/3/1993.