La Inglaterra del siglo XIX fue marco y espejo de relevantes transformaciones ideológicas, materiales y religiosas que en los siglos posteriores se extendieron a otras naciones de Europa y, en gran medida, al resto del mundo.
Desde el punto de vista ideológico, los vientos de la Revolución francesa, que acababa de suceder no hacía mucho —y cuyo escenario de ensayo había sido la favorita colonia inglesa, Estados Unidos—, soplaban fuerte en las Islas Británicas, y las aspiraciones de igualdad absoluta y libertad completa exigían de la sociedad otro comportamiento, menos decoroso y solemne, en el cual las pasiones desordenadas del orgullo y la sensualidad obtendrían el derecho de ciudadanía.
Con respecto al campo material, basta mencionar la Revolución Industrial, nacida en las regiones emergentes del Londres de aquellos años y que generó un nuevo estilo de vida, a través del contacto diario del hombre con las máquinas, llegando hasta el centro del alma humana.
Sin embargo, lo más grave era la situación en el terreno religioso ya desde el siglo XVI, sacudido por una serie de oscilaciones entre innovaciones protestantes y tradiciones católicas. La Iglesia anglicana pasaría por un fenómeno curioso, siendo objeto de contiendas y controversias de todo tipo —teológicas, canónicas, litúrgicas— por parte de distintos grupos que disputaban poder e influencia en su seno.
Una brisa de gracias empieza a soplar
En esa época histórica, insurgió cierto movimiento denominado High Church,1 Iglesia alta —cuyos componentes pertenecían, en su mayoría, a la Universidad de Oxford—, con el propósito de demostrar que la Iglesia anglicana era descendiente directa de la Iglesia establecida por los Apóstoles; es decir, nacía un intento de transposición del abismo que separa la cismática Iglesia inglesa de la verdadera Iglesia romana.
En efecto, sobre cierta parte de anglocatólicos2 empezaba a soplar una brisa de gracias, pues como almas bautizadas que eran clamaban por socorro y pedían al Pastor que fuera al encuentro de las ovejas descarriadas del rebaño.
De ahí, en el arcilloso suelo de la Iglesia anglicana brotarían lirios de virtud y santidad que, finalmente, ya trasplantados al huerto de la Iglesia Católica, enriquecerían el jardín de los santos con sus frutos.
Los rasgos biográficos de la vida de un expastor protestante, convertido del anglicanismo al catolicismo en 1845, alineados a su pensamiento y excelentes obras de vida espiritual, nos servirán de ejemplo.
Inteligencia excepcional formada en los medios protestantes
Nacido en Calverley, West Yorkshire, Inglaterra, el 28 de junio de 1814, Frederick William Faber tuvo una infancia muy cercana a concepciones distorsionadas de la religión, porque su abuelo, Thomas Faber, ejercía el cargo de vicario parroquial, y su tío, George Faber, era teólogo y escritor.
Desde la escuela primaria, Faber estudió en prestigiosos colegios. Sus insólitas capacidades intelectuales fueron objeto de honores ya que, tras obtener una beca en la University College, adscrita a la Universidad de Oxford, una composición literaria suya, sobre los caballeros de San Juan, suscitó admiración no sólo en sus coetáneos, sino también en los profesores, que supieron discernir atributos aún latentes en un joven de poco más de 20 años, eligiéndolo miembro de la facultad.
Frecuentar los ambientes académicos de Oxford acabó por permitirle conocer muy de cerca la ideología de carácter litúrgico del recién formado movimiento anglocatólico, que proponía estrechar lazos con la Iglesia Católica, tan contraria a muchos de los principios que había aprendido en su infancia, dado que era descendiente de hugonotes y había forjado su carácter en medio de creencias calvinistas, rigurosamente seguidas por sus padres y familiares.
Comenzaba su lucha interior: Faber empezó a notar las divergencias existentes entre lo que había oído desde niño, a través de sus allegados, y las verdades aprendidas por medio de quienes pretendían encontrar en el seno de la Iglesia Católica, aún como cismáticos, la única fuente de la ortodoxia.
El recorrido hacia la conversión
En este período de su vida, ya bastante conocedor de los dramas por los cuales pasaba el cardenal John Henry Newman, principal impulsor del Movimiento de Oxford y su importante mentor, Faber decidió abandonar las visiones calvinistas de su juventud, convirtiéndose en un fervoroso anglocatólico.
En 1839 fue ordenado según el rito inválido de la Iglesia cismática de Inglaterra; más tarde, en 1843, aceptaría el cargo de rector de una iglesia de Elton, lo que le llevaría a emprender un viaje a Roma para instruirse mejor en los deberes pastorales y, guiado por la Providencia, entrar en contacto con la fuente de la verdad.
Se iniciaba el recorrido hacia su conversión. Faber se encantó con la liturgia y las prácticas católicas y, de regreso a Inglaterra, introdujo algunas de esas costumbres en Elton, como la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y la conmemoración de las fiestas de los santos, a pesar de la presencia de metodistas en su parroquia.
Su alma de bautizado se veía atrapada entre los escombros de aquella fe gélida que suelen profesar los anglicanos, pero que, en un contacto cada vez más próximo con Henry Newman y la Iglesia Católica, poco a poco se iba liberando. Finalmente, Faber dejó Elton e ingresó de manera oficial en el catolicismo.
Acompañado por algunos miembros de su parroquia, en 1845 fue recibido en la Iglesia Católica por el obispo William Wareing, de Northampton. Los neoconversos se establecieron en Birminghan, donde organizaron una especie de comunidad religiosa —en la cual primaban las prácticas católicas y la vida de piedad—, cuyos frutos no tardaron en notarse. Por el celo de Faber, en pocos meses se erigía una nueva iglesia en honor de San Wilfrido —su patrón—, diseñada por el ilustre arquitecto Pugin.
En este punto de su existencia, florecerían sus mejores atributos, pues los esfuerzos que había llevado a cabo en pro de la edificación de la iglesia, sumados al desgaste ocasionado por las lides apostólicas, darían testimonio a favor de una virtuosa personalidad y total dedicación a los fieles.
Vínculo con la Madre de Dios
Debilitado por los trabajos, una enfermedad lo llevó al borde de la muerte. En estas circunstancias, no obstante, Faber encontraría el áncora de toda su vida: la Virgen María. En efecto, en el transcurso de su dolencia, empezó a alimentar una arraigada devoción a Nuestra Señora, confiándole su destino, el cual, por ventura, aún tendría un largo recorrido.
Como veremos, fruto de ese vínculo filial establecido entre Madre e hijo le será franqueada a una parte de la cristiandad la difusión de un célebre libro que marcará para siempre la devoción mariana.
Mientras tanto, tras recibir la Unción de los Enfermos, Faber recobró la salud, retomando con ahínco, a lo largo de los meses, su labor apostólica, que culminó en su genuina ordenación como sacerdote católico. Pudo celebrar su primera Misa el 4 de abril de 1847.
Al frente del Oratorio, crece su labor apostólica
Después de un arduo trabajo para establecer una nueva comunidad, esta vez en la capital inglesa, según la recomendación del propio cardenal Newman, el 11 de octubre de 1850, fiesta de San Wilfrido, Faber fue elegido primer rector del Oratorio de San Felipe Neri de Londres, cargo que ejercerá hasta la muerte.
Los trece años al frente de esa casa del instituto, aún exento de formas canónicas propuestas por la legislación de la Iglesia de la época, acabaron por dotarle una amplia flexibilidad en el apostolado. Primeramente, porque los oratorianos tenían reglas muy singulares, que detallaban pocos aspectos de la vida en común, confiando lo esencial de la formación a la transmisión verbal. En segundo lugar, porque esto le permitía mantener abiertos diversos frentes evangelizadores, entre ellos, la convivencia comunitaria impregnada de actividades externas, las ceremonias litúrgicas en capillas o iglesias, la difusión de trabajos literarios.
Muchos fueron los escritos dejados por el P. Faber, reveladores de su agudo tino psicológico y de la penetrante percepción del alma humana que poseía; al mismo tiempo, entrecruzaba la explicación teológica con esclarecedores y mordaces ejemplos, capaces de mover la voluntad hacia la búsqueda de la práctica de la virtud.
Del caudal de obras legadas, sus himnos litúrgicos constituyen una significativa expresión del alma entregada a Dios y empapada del calor sobrenatural, como bien lo refleja el famoso Faith of our Fathers! En este himno, el P. Faber no se olvida de la Virgen al exclamar: «Las oraciones de María conquistarán este país de nuevo para ti [Señor]; y mediante tal verdad que viene de Dios, Inglaterra será entonces libre».
Después de una vida marcada por un infatigable celo por la formación espiritual de los fieles y revitalización del culto litúrgico, así como por un fervoroso anhelo por la conversión de su nación a la Iglesia Católica, el P. Faber entregó su alma a Dios el 26 de noviembre de 1863.
En las decenas de himnos y libros que compuso, sumados a los innumerables panfletos y traducciones, quedó labrada para la posteridad la piedad militante de este insigne inglés que, habiendo comprendido a fondo los males de su pueblo, acabó siendo envuelto en la niebla del olvido de los hombres, pero no de Dios.
Sus escritos, no obstante, continúan su recorrido benéfico para las almas; muchas, suponemos, le deben el favor del buen consejo, de la palabra exacta y del estímulo necesario en la lucha de todo cristiano en este valle de lágrimas.
Acertadamente, en diferentes circunstancias el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira se refirió al P. Faber como «grandísimo hombre», «ultramontano del siglo XIX», «gran teólogo» y un varón que «luchó magníficamente contra el protestantismo y fue un gran defensor de la obra de San Luis Grignion de Montfort».
Divulgador del «Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen»
De hecho, a mediados de la década de 1850, al entrar en contacto por primera vez con la vida del insigne bretón, ni siquiera beatificado por entonces, el P. Faber enseguida discernió que se trataba de un hombre con aires proféticos, un «misionero del Espíritu Santo»,3 cuyos peculiares rasgos de alma traslucían en las páginas del Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, del cual no sólo pronto se convirtió en un admirador indiscutible, sino también traductor y divulgador.4
Así pues, le cupo el mérito de hacer pública para determinado grupo de fieles europeos, a partir de su traducción al inglés, la obra maestra del santo francés, sobre la cual comentó al prologarla en 1862: «Yo mismo traduje el Tratado entero, lo que dio mucho trabajo; y fui escrupulosamente fiel. […] Hay en este libro, me atrevo a decir, el sentimiento de algo inspirado y sobrenatural, que siempre va en aumento a medida que profundizamos en su estudio. Además, uno no puede dejar de experimentar, después de leerlo una y otra vez, que en él parece que la novedad nunca envejece, la plenitud nunca disminuye, el fresco perfume y el fuego sensible de la unción nunca se disipan o debilitan».5
De esta manera, el P. Faber pudo retribuirle a la Madre de Dios los favores que de Ella había recibido cuando, al borde de la muerte, anticipó el gozo de su singular misericordia. Acerca de la Virgen, así se expresó: «María cae en el olvido; perecen miles de almas porque María está lejos de ellas. […] Sin embargo, según las revelaciones de los santos, Dios quiere expresamente una devoción más amplia, más extensa, más sólida, una devoción muy diferente a la actual para con su Madre Santísima».6
Infatigable celo para combatir los males de su tiempo
Además de su profunda veneración por la Virgen, el carácter combativo de este teólogo inglés lo impulsaba a señalar, con su perspicaz y minuciosa pluma, los males que aquejaban a su nación y, en la medida de lo posible, a remediar tales desgracias.
En cuanto al materialismo y naturalismo revolucionarios de la Inglaterra de mediados del siglo XIX, el P. Faber los combatió predicando que Dios y el alma —el propio ser del hombre en el campo espiritual— constituyen aquello que es verdaderamente real, pues poseen un valor intrínseco inestimable.
Entonces, «el naturalismo encuentra la santidad insoportable, porque no gusta de Dios. […] Bajo los auspicios del naturalismo, la espiritualidad no es bien pronto más que una especie de literatura que se ofrece a la inteligencia curiosa, o tal vez una golosina para la devoción superficial de un corazón muy dividido, o bien una especie de salsa o sazonamiento que realiza el goce del mundo con su contraste».7
De este modo, dificultaba el perjuicio ocasionado por quienes pretendieran la muerte de lo sobrenatural, aprovechándose de la espiritualidad misma del hombre.
En oposición a la cortina de humo de la Revolución Industrial, que ya embotaba un montón de almas por el pragmatismo, el P. Faber no encontró una salida más eficaz que proclamar a los hombres que la única finalidad real para esta vida consiste en salvaguardar la condición de hijos de Dios y en la aceptación de una vida post mortem.
Por eso tiene todo propósito su exhortación: «Si fueran estas las últimas palabras que os dirigiera, nada querría deciros con más énfasis, ningún pensamiento de fe —después del de la preciosa sangre de Cristo— sería más útil y provechoso para vosotros que el castigo eterno».8
De acuerdo con el hecho de que no hay dos personas que sean entera y perfectamente similares, «Dios ha visto una especialidad entre nosotros desde toda la eternidad; amó esa especialidad, y ella es la que decide nuestro sitio y nuestra obra en su creación».9 Al P. Faber le cupo, por la trayectoria de su vida, aumentada con el beneficio proporcionado por sus manuscritos y predicaciones, trazar el itinerario espiritual capaz de curar al inglés contemporáneo de su individualismo insular, triste e inmerso en una especie de comodidad inauténtica, al pregonar: ¡salid de vosotros mismos, volveos hacia los demás, quered ser buenos! De ahí que afirmara que «la bondad consiste en el desbordamiento de sí mismo en los otros; es el colocar a los demás en el lugar de sí mismo, y en tratarlos como cada uno quisiera ser tratado».10
De la labor apostólica del P. Faber al frente del Oratorio y del bien proporcionado a cuantos le estuvieron subordinados, sumados a la expansión del Movimiento de Oxford y de las excelentes conversiones espirituales que le sobrevinieron, las Islas Británicas recibieron un nuevo aliento de gracias.
Tales razones nos llevan a suponer que, consideradas sus cualidades morales e intelectuales, el epílogo de la vida de este guía de almas y teólogo mariano se ve expresado en las palabras del Dr. Plinio: «El P. Faber está lleno de fuego de celo por la Iglesia». ◊
Notas
1 Debido a los diversos sentidos que el término Iglesia alta posee, algunos incluso históricamente distintos según el pensamiento de la Iglesia anglicana, destacamos que en este artículo High Church alude de manera exclusiva a la tendencia existente en cierto número de seguidores del anglicanismo a asociar sus Iglesias, en sus prácticas y rituales, al catolicismo romano, quizá en un intento sincero de conversión. Esta tendencia generó disensiones doctrinales internas en la Iglesia anglicana, y fue motivo de no pocas conversiones de ingleses a la Iglesia Católica. San John Henry Newman, Edward Pusey y Chesterton son eminentes ejemplos de ello. Lo opuesto a la High Church es la Low Church —Iglesia baja—, es decir, de tendencia menos tradicional y más alejada de Roma.
2 El término anglocatólico abarca personas, grupos, ideas, costumbres y prácticas de la comunión anglicana que enfatizan la continuidad con la tradición católica, aunque todavía existan divergencias en relación con los católicos romanos acerca del poder e influencia del obispo de Roma, el Papa.
3 FABER, CO, Frederick William. Prefácio. In: SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONFORT. Tratado da verdadeira devoção à Santíssima Virgem. 32.ª ed. Petrópolis: Vozes, 2003, p. 9.
4 Durante la Revolución francesa, el manuscrito de San Luis Grignion fue metido en una caja y escondido en Saint-Laurent-sur-Sèvre, en un descampado próximo a la capilla, donde fue olvidado hasta el 29 de abril de 1842, fecha en la que un misionero de la Compañía de María lo encontró, entre otros libros.
5 FABER, op. cit., p. 15.
6 Ídem, p. 14.
7 FABER, CO, Frederick William. Conferencias espirituales. Madrid: Leocadio López, 1888, p. 434.
8 FABER, CO, Frederick William, apud BOWDEN, CO, John Edward. The Life and Letters of Frederick William Faber. London: Thomas Richardson and Son, 1869, p. 503.
9 FABER, Conferencias espirituales, op. cit., p. 489.
10 Ídem, p. 3.