IV Domingo de Pascua
Aunque estamos rodeados de un mundo cada vez más caótico, la Providencia no cesa de manifestar su luz a los hombres y a las naciones, como se desprende de la primera lectura de este domingo (Hch 13, 14. 43-52). San Pablo y San Bernabé son enviados a predicar a pueblos distantes el acontecimiento más grande de la historia: la Encarnación, Vida, Pasión y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, hechos que no podían pasar desapercibidos ya que Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4).
Engañados por la confusión reinante, muchas veces somos inducidos a creer que esa luz puede manifestarse de diferentes maneras. Sin embargo, el lugar por excelencia y exclusivo donde brilla es la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, lámpara que el divino Maestro encendió para que nunca se apagara.
En efecto, el Señor fundó su Iglesia para que a través de los tiempos se perpetuara la obra salvífica que inició en el holocausto supremo de la cruz. Y quiso, desde el primer instante, que esta salvación se extendiera a «todas las naciones, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7, 9).
Las distintas lecturas de la liturgia de hoy nos enseñan que, ante esa luz, sólo existen dos reacciones: seguirla, como hicieron los fieles que escucharon y se unieron a San Pablo y a San Bernabé; o rechazarla, como aquellos que, llenos de envidia, promovieron la persecución contra el Apóstol, es decir, contra la verdadera Iglesia que estaba naciendo.
En el Evangelio, el Señor llama a los primeros «ovejas», porque escuchan su voz; el Buen Pastor los conoce y ellos le siguen (cf. Jn 10, 27). A éstos les ofrece la prenda de la vida eterna, pues nadie los arrebatará de sus manos divinas (cf. Jn 10, 28). Y en la segunda lectura Dios promete que «acampará entre ellos» (Ap 7, 15).
No obstante, los que lo rechazan, son considerados indignos de la vida eterna (cf. Hch 13, 46) y reciben un signo de maldición por parte de los representantes de Dios: «Éstos sacudieron el polvo de los pies contra ellos» (Hch 13, 51).
Aprovechemos esta oportunidad para reflexionar en cuál de las dos categorías encajamos ante la luz: ¿somos «ovejas» o «polvo de los pies»?
La oveja frecuenta los sacramentos de la eucaristía y de la penitencia, pone en práctica los consejos oídos en un buen sermón, se aleja de las ocasiones próximas de pecado, no da escándalo —que es un mal en esencia o en apariencia, y puede llevar a alguien a pecar— y reza con asiduidad y fervor.
Ante tales exigencias, muchos relativistas podrían objetar: «Yo no robo y nunca he matado a nadie», creyendo que esto les exime de cumplir las demás prescripciones del decálogo. Sin embargo, basta con despreciar cualquier mandamiento para rechazar la luz, ya que no es posible practicar establemente uno de ellos mientras se pisotean los demás…
Si desprecio la vida eterna y la condición de oveja, significa que estoy muy avanzado en un proceso de rechazo a Dios y que mi desprecio, en realidad, me llevará a ser despreciado por Él como polvo que se ha pegado a sus divinos pies. ◊